Puede que ayude a explicar algunos de los males que afligen nuestra mente, justo esos que surgen cuando vemos enturbiadas nuestras pretensiones y arruinados en su caída nuestros deseos, lo que contaba el profesor LeBrasseur a Jean van Leyden desde lo alto de la torre de la catedral de Estrasburgo. Sabemos, no obstante, que cualquier explicación de males tan antiguos como la languidez, el decaimiento, la melancolía o la depresión, aun siendo requisito, nunca es suficiente garantía de que puedan ser extirpados, ni siquiera paliados. La medicina pone a lo sumo nombre a situaciones y congojas, busca remedios en fórmulas que regulan o aplacan la conducta y, si te pones por completo en sus manos, hasta se apropia de tu cuerpo para ejercer un gobierno que se dice interino. Lo cierto es que, a pesar de lo que la intervención promete, suele ser incapaz de proyectar esos males sobre la pantalla en que podemos encontrar la verdadera explicación. Sucede, entre otras cosas, que cada época da pie a que esos males se manifiesten en su propia y peculiar versión. El ansia de vernos en lo más alto, aunque no siempre sea para dominar el mundo sino para saber cuál es nuestro sitio en él, no admite resignación. Sentir la pérdida de ese horizonte es tanto como sentirse cuesta abajo o, peor aún, en caída libre. De este mal de altura tan típico, que bien puede ser visto como la enfermedad anímica más persistente y universal es de lo que hablaba LeBrasseur a finales del XVIII al referirse a la medicina venidera.
«Ya no trata de esta o de aquella enfermedad, sino del principio de la enfermedad en sí, del desgarro que se produce en la vida de los sujetos que construyen las torres. El que tanto se eleva ha de tener problemas a ras de suelo. El que tanto quiere subir siente que la madre tierra se abre bajo sus pies como un abismo espantoso. Síntomas de altura y nada más que síntomas de altura es lo que tenemos que tratar. El nuevo arte debe rescatar de su pasmo de triunfo al ciudadano refugiado en la altura y deformado por la cultura, y situarlo en una naturaleza más rica y amable. Para atajar el mal de altura tenemos que cavar pozos en su existencia física. Tenemos que hacer descender de nuevo esa arrogancia que luchó por elevarse y para ello tenemos que recurrir a todos los cantos de sirena de las profundidades, a todas las promesas de placer de la costumbre. [..] Y lo que habría de ser más beneficioso les parecerá una exigencia inaudita a nuestras almas elevadas que con tanto esfuerzo subieron, melancólicamente enamoradas de sus ansias de grandeza y superación, yertas por el esfuerzo, rígidas por su afán de mantenerse aisladas, trémulas de superioridad.» (Peter Sloterdijk, El árbol mágico, 1985, p. 47).
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