Mientras piensa, llega uno a sentirse incorpóreo. Al menos por un momento. Pero lo que uno piensa, por mucho que trascienda, nunca es ajeno a su estado físico. Hay un hilo, muy fino quizás, que mantiene toda su arquitectura mental conectada a tierra y que, al menor desfallecimiento, la hace insensiblemente vibrar. En realidad, uno nunca consigue sacudirse la gravidez, siempre está ahí. No pocas veces pensar nos lleva a una suerte de equilibrio ideal en el que nos creemos ajenos a las fuerzas dominantes y hasta nos imaginamos libres en ese viaje extracorpóreo. Ahí la vida es una figuración clara y bien argumentada, descrita en plazos previsibles y alimentada por ideas, proyectos e ilusiones. Pero esa vida es en sí misma una ilusión, desde el momento que avanzamos ajenos al terrible contrapeso de la muerte. Pensar es un acción espontánea en la que buscamos sentirnos libres, lo que no deja de ser una ilusión. Amarrar vida y pensamiento es como cabalgar a lomos de una ilusión. Sólo el cuerpo nos remite a la realidad. Al aterrizar, si no tenemos conciencia gozosa de él, tomamos ese retorno como una caída en cautiverio. La libertad de pensamiento que en algún momento fue evasión, vive ahora bajo sospecha. No contar con el cuerpo nos hacer vivir en falso. La evidencia más clara la tenemos al ver cómo el pensamiento se recluye en un laberinto sin salida ante la aparición del dolor. De hecho querríamos prescindir del cuerpo. Sin embargo lo único que conseguimos es agudizar el pensamiento y acabar siendo víctimas de nuestro propio y bien afilado aguijón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario