Puede que lo extraño inspire curiosidad, pero eso sólo encaja y aprovecha a los espíritus científicos. En los demás las reacciones no suelen ser tan cabales. Sobre todo cuando lo que extraña, por su aspecto, es lo que nos sorprende como una versión más de lo humano. Digamos que de lo humano nuestra referencia primera somos nosotros mismos. Todo lo que se distancie de ese patrón nuestro queda graduado con una medida precisa que, tomada en horizontal, se traduce en lejanía. Pero cuando viniendo desde allí el extraño se nos aproxima lo que despierta es rechazo. Hablaba de horizontal porque visto en vertical, todo es aún peor: se tiende a considerar al extraño como un menor. Eso nos lleva a dar muestra con él de nuestro paternalismo y, en el mejor de los casos, remueve nuestra generosidad y compasión. Hablamos de las reacciones comunes. Más difícil es encontrar quien acepte lo extraño como tal, es decir como diverso. Parece como si la aparición de lo diverso fuera siempre inoportuna, como si rompiera algún equilibrio gracias al cual nos movemos sin esfuerzo por carriles rígida y previamente fijados. Esta inercia social es la que hace que al final nos resistamos a aceptar algo más allá de nosotros mismos.
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