viernes, 11 de junio de 2021

Maestro

Esta voz, maestro, tiene nada menos que 23 acepciones y una gran cantidad de expresiones derivadas en el diccionario de la RAE. Eso no quiere decir que la palabra sea ni mucho menos equívoca. En educación todos seguimos entendiendo por maestro al profesor de primera enseñanza, al que enseña en la escuela. Sorprende, sin embargo, que tanto maestro como escuela sean palabras que apenas se pronuncian ya en ese contexto. Han pasado a ser consideradas en algún sentido degradatorias. Todo empezó cuando las leyes de educación, del año 80 en adelante, se empeñaron absurdamente en que había que restituir la dignidad del viejo oficio. Para renovar su prestigio se propuso un cambio de nombre. En los sindicatos se empleó la denominación de enseñante, seguramente por parecer neutra, e incluso surgió la más tortuosa de trabajador de la enseñanza. Daría para un libro discutir la diferencia entre enseñanza y educación, pero no voy a entrar en el tema. Vuelvo a maestro, palabra derivada de la latina magister junto con muchas de esas 23 acepciones. Entre otras derivadas persiste también la algo menos vapuleada palabra magisterio, cada vez más apartada, sin embargo, de la institución formadora de maestros. 
Puede que el término de maestro resulte excesivo en muchos de los casos en los que se aplica, sobre todo si se propone como el que más sabe, pero nadie puede negarle al maestro su virtud a la hora de sacar a mucha gente, particularmente a niños, de la ignorancia, procurándoles destrezas (en números y letras) imprescindibles para el mundo en que nos movemos. Este rasgo casi heroico queda un tanto desvirtuado al establecer en términos legales su dedicación y competencia profesional. Por esta vía legal, ha pasado con el tiempo, como genérico profesional de la enseñanza, a ser denominado profesor, en la idea de que este término le concede mayor rango. Del mismo modo, su ámbito profesional ya no es la escuela sino el colegio. A este absurdo las leyes llegaron inspiradas por una desequilibrada situación del sector. Mucho tuvo que ver la asociación de la palabra escuela con los establecimientos públicos de enseñanza, mientras que al colegio, por representar la opción privada, se le presuponía otro nivel de calidad. Para algunos la enseñanza en esta última institución sería de pago, es decir seria, y la otra de pega, es decir gratuita. Estas razones selectivas elevaron a la categoría de profesores a los docentes de colegio, al tiempo que dejaba para los docentes de instituciones públicas la vieja denominación de maestros. La idea de cambiarles legalmente de nombre, lejos de prestigiarlos, acabó por confirmarlos en su inferioridad. No sólo fue una decisión desafortunada sino que no creo que les haya aportado más dignidad. En lugar de eso les ha desprovisto de un glorioso título en el que resonaba con ribetes épicos su tremendo esfuerzo.

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