Sierra de Codés |
Hacía tiempo que no llegábamos hasta Codés. El lugar tiene un encanto especial, acurrucado bajo el sol, allí al pie de la montaña, donde las peñas forman a su alrededor una sólida cortina, que sirve de telón de fondo y lo resguarda de los inclementes temporales que llegan del Norte. Creo que fue hace unos 35 años o así cuando vine por primera vez. Aquel aire rústico del santuario no se ha perdido, aunque todo me parece ahora un poco más abandonado y triste. Está lejos de la solemnidad de Leire o Roncesvalles, pero lo suple con creces gracias al estrecho contacto que mantiene con el entorno. La arquitectura del conjunto, iglesia y hospedería, es bastante tosca y el interior tampoco es nada del otro mundo. Pasa un poco como en las ermitas, todo parece estar pensado para el día grande, para el día de la romería, ese día en que todos los vecinos del valle se reúnen en fraternal misa y almuerzo. Se les unen en ocasiones los que, tras emigrar a otros lugares, sienten aún vivo el vínculo. Arrastran estos de mala gana a sus descendientes que algo atónitos apenas entienden qué se les ha perdido allí ni cómo pudo su padre o su madre haber vivido siquiera un día en aquel extraño lugar. Creen haber aterrizado en la luna.
Estando por allí tuvimos la suerte de topar con un personaje que conocía bien cómo había ido evolucionando con el paso de los años el lugar. Supimos por él de cómo la vida languidecía en los pueblos cercanos, cada vez más envejecidos y depauperados y de cómo poco a poco habían ido marchándose la mayoría de sus vecinos. El lugar, salvo para los montañeros o naturalistas, carece probablemente de atractivo turístico. Para los primeros está arriba Yoar, cumbre mítica desde la que se avista ya todo el valle del Ebro; para los segundos lo más llamativo es la gama de Quercus allí presente, que va desde las humildes coscojas, pasando por las encinas crecidas, hasta unos robles monumentales y centenarios. Así pues, no le faltan bosques ni paisajes espectaculares, pero aquello está lo suficientemente apartado como para quedar fuera de ruta. Al final, los focos de donde pueden salir los potenciales visitantes quedan lejos o quizá estos anden buscando otras cosas. Imagino que, a su paso por esta zona, lo que tratan de encontrar son monumentos con historia y lo que quieren después es disfrutar de bodegas de ricos vinos, con buenas comidas y, para finalizar, de una noche reparadora en un cómodo hotel. No es eso precisamente lo que ofrece la hospedería. Con su aspecto de eremitorio, parece más adecuada para retirarse a poner en orden las ideas o para escribir un guion que para llevarse uno a la pareja. El hombre siguió hablándonos de su males, de las dificultades para llegar desde su obligada periferia a los núcleos urbanos y de cómo ese aislamiento de la comarca había determinado su decadencia. Por algún motivo que no llegó a revelar el parecía tener apego especial al lugar. Su madre había sido ermitaña y él mantenía en la trasera un pequeño huertecito. Esta vez había subido los 8 kilómetros desde Torralba, con su minúscula moto, para llenar un par de bidones de agua. No soportaba beber la de la canilla; sabía demasiado a cloro. Aparte de esto, no le oímos ninguna queja, llevaba su situación sin pesar alguno, con enorme naturalidad. De vez en cuando, por obligación más que nada, bajaba a la ciudad, fuera Logroño o Estella, pero no parecía atraerle especialmente, no al menos como para intentar cambiar el rumbo de su vida.
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