Adorna su locura enarbolando la antorcha verdadera, avanzando entre las zarzas con paso trompicado, dejando ver por encima una avalancha pelirroja que le cae alborotada hasta los hombros, a la vez que lo embiste todo con su cabeza tozuda como quien empuja penas, y así se acerca, vacilante, casi escondido tras ese par de ojos brillantes, fundidos en un rostro plano desde el que nos brinda una mirada dolorida, de inconfundible ausencia.
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