Creemos tan firmemente en ese mundo que fue que se nos hace difícil creer que ya no existe y mucho más imaginar que nunca existió. Basta pensar en cómo reconfortan y estimulan al público en general las grandezas nacionales. Aunque no sea el único, seguramente he citado el caso más notorio de mundos insostenibles. El pasado puede servir de refugio llegado el caso, pero para los problemas actuales es de muy poca ayuda fantasear y regodearse con lemas como aquel de que «fuimos un imperio en el que no se ponía el sol». Si acudimos a este tipo de creencias es porque contribuyen a hacernos sentir más huecos y cómodos en nuestra pequeñez. Cuando uno recrea y se instala en un mundo al que concibe como un dominio inagotable, permanente y ordenado, la siguiente idea será intentar ser una parte importante de él. Es sumamente práctico saber de antemano que en ese mundo las cosas siguen siempre en su sitio y, aún más, que cada uno está donde debe estar. Eso genera una sensación impagable de seguridad. En este sentido, los más apalancados y beneficiados son los aristócratas (de viejo o nuevo cuño), que siempre encuentran razones, o pagan para que se las encuentren, a fin de seguir bien ubicados y proteger su estatus. Lo que nunca encuentran es motivo para cambiar de hábitos, para ver alterados los rangos y para pedir excusas, aunque estén obligados. Estar arriba es, al parecer de algunos, una circunstancia natural que no han tenido más remedio que aceptar. Ellos sólo pretenden ahora dar continuidad al legado de sus ancestros, más que nada por una cuestión de respeto y porque «todos» debemos rendir el debido tributo a los protagonistas de la historia, a los suyos. O eso dicen por lo menos.
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