Dicen que para ser bueno hay que tener temor de Dios, pero conviene mucho más temer a sus apóstoles. Uno de estos apóstoles, filósofo de profesión, pone al día la regla que debe regir nuestra política: «Lo que fomenta la convivencia democrática es el respeto y el temor a la norma compartida». Así se expresa en un artículo de corte catilinario, en su probable deseo de llamar la atención sobre el «nefasto» intento gubernamental de buscar mayor concordia. Es curioso, o quizá responda mejor al interés del autor, que de la portada del periódico haya desaparecido lo de democrática, quedándose la cosa en convivencia a secas. Uno tiene la impresión de que lo de democrática estaba para alguien ahí de sobra. En otro orden se habla en la entrada de compartir la norma. Por aclarar: ¿de qué norma hablamos, en qué medida es compartida y por parte de quién? El que la comparte probablemente la respeta y el que no, por temor a los daños que le pudiera acarrear su manifiesto rechazo, la acata, aunque no la respete. Pero entonces, ¿es el temor, con lo que conlleva de intimidación personal, el instrumento más adecuado para mantener la convivencia social? ¿Puede el contrato social en el que se basa una democracia sostenerse sobre semejante pilar? ¿Qué opción tiene frente a la norma quien no la comparte, quien ni siquiera la considera democrática? Más parece que reclama el apóstol obediencia ciega cuando nos habla de respeto. Para mí que el respeto se gana, no se fomenta y menos instaurando una política de temor a una norma con la que no todos se sienten igual de amparados. Para quien asume la norma, como el filósofo en este caso, es muy fácil crearse ámbitos de aprobación donde siempre encuentra sitio y «convive» con sus seguidores cómodamente. Pero creo que consagrar con ella una situación de hegemonía y predominio aporta poco a la convivencia y hace desmerecer la democracia que se dice defender. La norma no es por sí misma respetable, se hace respetable a través de las personas que la defienden. Y me temo que este hombre tiene una concepción cada vez más aristocrática, incluso jupiterina, de la política. Desde luego hace tiempo que dejó de ganarse mi respeto. Lo que infunde de forma cada vez más clara es temor. Nunca me han atraído sus zigzagueantes luces. No me gusta vivir deslumbrado, quizá porque temo quedar paralizado, o porque no soy del todo bueno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario