viernes, 4 de junio de 2021

Ni fui ni seré el mismo


Caleb: Closed eyes, 2016, Jessica Russo Scherr
Saatchi Art

No es que el tiempo haga destrozos. Si nos vemos desfigurados, es porque aún guardamos dentro de nosotros un retrato favorable, o más bien una imagen favorita, siempre propicia para los momentos de agobio y desazón. Pero hacerse empujar por esos vientos de popa es un truco muy socorrido; así cualquiera avanza, y sin despegar de la silla. Se equivoca quien cree que eso es como viajar por el tiempo. Ese retorno —porque siempre es un retorno, nadie se imagina viejo— no es un viaje a través del tiempo, es mandar el tiempo a un lado, fuera, como un testigo inoportuno. Ya que no hay viaje, podemos admitir al menos que cerrar los ojos viene a ser un modo, bastante ingenuo desde luego, de evitarnos sustos y huir de una actualidad demasiado rigurosa.

Con ellos cerrados, vuelves a salir allí tú, al fondo, el domingo de Ramos del 54, por ejemplo, con ojos algo extraviados tras las gafas recién estrenadas, pero con la raya del peinado muy bien hecha para salir en la foto. Si te ves de cuerpo entero, luces perfecto en tu abriguito gris, mientras mantienes bien agarrada y tiesa la palma, como si fuera una lanza que defiende tu inocencia. Enfrentarse al tiempo, empezó ahí. Blandías esa arma inofensiva, casi ridícula. Imposible ahuyentar con ella conflictos personales, temporales amorosos, los vientos de proa que pronto vendrían. Con el tiempo sí que aprendiste a navegar y un buen día hasta te ganaste la brújula: encontraste razones de peso para no hundirte, así como mapas y libros con los que orientarte. Lo que nunca desapareció, sin embargo, fue el miedo. Y es eso es justo lo que más desfigura, siempre el mismo miedo, el miedo a que una ola imprevisible te haga zozobrar y desaparecer.

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