Raoul Dufy, Les moissons à Langres, 1938 |
Todavía puedo recordar aquellos días de junio en que se veían por los trigales a
cuadrillas de segadores marchando en línea, todos ellos sudorosos y
agachados, con un pañuelo anudado en la cabeza y la hoz en la mano, dejando hacinadas a su paso las mieses. Son escenas
irrepetibles que sólo los cuadros y las fotografías nos permiten ya captar.
Dufy ofrece aquí su propia muestra de todo aquel mundo. No se trata, a la vista está, de un cuadro
costumbrista. Es obra de un declarado miembro del fauvismo. En ningún momento pretende recrearse en detalles ni poner de manifiesto la dura jornada de los segadores. No tiene pretensiones naturalistas. La renuncia al impresionismo es igualmente evidente. Apenas se adivina y nos atrae ahí la delicadeza mágica del paisaje. No es que falte la luz, pero surge por brusco contraste entre dos manchas de color. Debajo tenemos un amarillo, que se torna verdoso en los bordes, frente a una franja grisácea que cubre la parte superior.
A partir de ese contraste va presentándose el tema. El campo abierto inunda la mayor parte del cuadro dejando apuntado el bamboleo de las espigas, mientras arriba se dibuja el lejano y sombrío perfil de la ciudad. Los humanos se solazan en compás de espera y al lado de ellos, en una balsa, las caballerías hacen lo propio. Unas pinceladas enérgicas consiguen imponer cierto dinamismo sobre el trigal, que se mece a un lado y otro, como una masa anónima. Mientras tanto, la ciudad, a la sombra de las oscuras nubes, se va definiendo amenazante, como si llegara a la cabeza de una repentina tormenta. El primer plano, el inferior, vive aún en el reposo, nos inspira alivio y relajación, pero a medida que ascendemos el tono va cambiando, la tensión aumenta y el fondo parece presagiar un cambio rápido, violento y funesto.
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