Todas las mañanas el agua nos ayuda a desprendernos de adherencias malsanas y olores dudosos y a ponernos a punto para recibir el día. Gracias a ella se podría decir que renacemos libres de revestimientos o apariencias que puedan ahuyentar. Al salir a primera hora creemos ser nosotros mismos y estar mostrándonos en nuestra mejor y más genuina versión. Nos sentimos capaces de afrontar las tareas del día resplandecientes, sin rastros ni sombras que nos rebajen. Sin embargo, poco tardamos en ver que hay rastros del pasado que siguen ahí. No me refiero a rastro físico sino a huellas que los días han ido dejando en nuestro interior. Para ellas no hay agua que valga. Resulta imposible que un torrente mental arrastre todo el andamiaje de ideas preconcebidas, de problemas heredados y de temores permanentes. Ni la subida de la marea podría con todo eso. No hay agua que ayude a refrescarnos la sesera y purgue nuestras especulaciones y recuerdos más penosos, ni manantial milagroso que nos libre de tantas inquinas y fobias vanas. Nadie lo verá, pero un día más, por falta de un buen aseo mental, seguimos siendo en el fondo los mismos. Y no deberíamos decirlo con orgullo, si de ese modo a lo que estamos dando continuidad es a lo más oscuro y y odioso de nuestra identidad personal.
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