Es pura ilusión eso de que, cuando abrimos los ojos al mundo, éste se nos está ofreciendo. Ese espejismo apetitoso es fruto inequívoco de nuestro afán posesivo. De creerlo, la luz tendría como única misión redondear y hacer atractiva toda esa oferta. En esa idea, cuanta más luz llega más inmediato, hasta hacerse casi tangible, es lo que percibimos. «No son más que objetos y están ahí para ti» parece insinuarnos esa generosa claridad. Y sin embargo, sabemos bien que no hay objeto que, una vez sometido al crudo imperio de la luz, no arrastre tras de sí una sombra severa. Toca despojar al mundo, por tanto, de esa aura obsequiosa y, si es necesario, enfrentarse a la luz, para no acabar viviendo como perpetuo inquilino de una ilusión. O eso o nos equivocaremos, de tan reconfortados, con lo que ese fuego amigo acaba proyectando. No vamos a negar que con las sombras el mundo gana en matices, que todo adquiere profundidad y relieve. Pero, si uno hurga en ellas, pronto se ve atrapado por la oscuridad y descubre cuánto espanto nos ocultan. Y como nadie quiere dar por finalizada la ilusión y mucho menos espantarse, prefiere abrir de par en par los ojos eliminando vacíos y aristas, y contemplar al mundo sin ver.
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