A base de voluntad, de esfuerzo en esfuerzo, voy enarcando las cejas, frunciendo el ceño, juntando los morros, moviendo las orejas, encajando las mandíbulas, pero sólo al final consigo como premio lo que al principio me parecía imposible: cuadrar la cabeza. Ahí es cuando me viene de golpe un aluvión de ideas. Muchas son raras, pero la mayoría son sólidas como piedras, en general duras y estables, imposibles de tumbar. Es entonces cuando empiezo a notar que tengo razón, la razón, toda quiero decir, y que nadie puede a lo tonto rebatirme ni sacarme de mi sitio. Seguro que, viéndome en ese estado, a muchos les gustaría ponerme cabeza abajo, bien colgado, para sacudirme como una estera y librarme de todas esas razones, de esa soberbia, de tanta impertinencia. No faltan los que me echarían directamente al fuego. Pero están en ésas porque los pobres no saben razonar y el cuerpo les pide guerra, intransigentes. Creen que deliro o que les embrujo, porque expongo una idea que les atrae sin remedio. Despiertan y dicen que no les ha gustado el viaje, que los manejo, que no soy un guía, que soy un monstruo. Y eso que sólo pongo en circulación una idea. Pero es que es lo más práctico, porque una idea, si es atractiva, le cabe a cualquiera en la cabeza. Con ella los llevas de aquí para allá, con sólo tirar del sentido común. Economía pura, gestión eficaz. Algunos se alborotan y se revuelven, se quieren librar de ella. No lo agradecen y tampoco entienden que están viviendo el triunfo de la razón, de mi razón quizá haya que decir. Algunos otros quieren y no pueden. Como decía, hay que hacer un soberano esfuerzo para cuadrarse la cabeza. Pero queda probado también que de ahí es de donde salen las más poderosas, productivas y seductoras ideas.
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