Me leo como si me escuchara. Y en cuanto me llega el eco de esa voz mía interior, advierto todo ese empaque con que la he ido cargando. Qué deleite puede haber para mí cuando se me hace evidente lo que de falso e impúdico hay en esa cómoda arrogancia, en esa sensibilidad manipulada, en esa exquisita presentación de lo que en realidad no soy. Buscando a toda costa ser distinto con mis propias palabras, me he convertido en víctima de una asombrosa recreación. No voy a negar ese meritorio intento, pero con el tiempo me van creciendo las pezuñas de sátiro, suenan más destemplados mis rugidos y suelto sin recato jaculatorias insultantes. Supongo que ya no tengo tan fácil lo de armar mi muñeco para hacerle adoptar posturas y digerir finezas. A pesar de todo, me reconozco al escucharme ante el espejo, cuando recibo la visita de ese fantasma inevitable, de voz artificiosa, en el que mi ingrata presencia cada vez se adivina mejor.
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