El amor de todos para con todos no debería ofrecer en principio objeciones, pero lo cierto es que las mayores desviaciones surgen entre quienes se las dan de defensores. El amor genérico tiene sencillo reverso y a quien lo cuestiona de inmediato se le sitúa enfrente, del lado del odio. En realidad amar no es tan fácil, así que el amor universal, que algunos proponen como receta de convivencia, se antoja más bien utópico. Por eso más frecuentes que los oasis amorosos son esos amores desencantados, que dan lugar a una estela de rencillas e inquinas imborrables. Se me dirá que no ser amado no supone necesariamente ser odiado. Y es cierto. Tan complicado es el amor como el desamor, que empieza en carencia y acaba en negación. No obstante, la evolución del uno hacia el otro sigue pautas reconocibles y determina el modo en el que el odio acaba por surgir de notas gestuales como el desafecto o la antipatía. Pero, antes de ver cómo evoluciona, cabe distinguir dos tipos de amor. Por un lado, está el amor que se practica y ejerce siguiendo un propósito; por otro lado, estaría el amor instintivo. En el primer caso la medida de su virtud, o mejor de su virtuosismo, es su propio alcance, es decir la cantidad de sujetos amados. Para muchos de los que se presentan como impenitentes amantes, puede que el el amor universal no les parezca del todo real, pero les vale como símbolo. A través del propósito, su amor mira por encima de todo hacia ese objeto con el que lo practican. Si es una persona, pronto la reducen a instrumento; si son multitud, requerirán a todos para que, en nombre de la universalidad del amor, se decanten por la vía de la cohesión colectiva. Imaginemos, como ejemplo más claro, una cofradía de vocación amorosa bajo la tutela de un poder paternal. Dicha institución permite crear un vínculo sólido, avalado nominalmente por un amor fraternal y realmente por una coerción no siempre visible. El vínculo creado por ese amor dirigido es más que nada de fuerza común. Sin ser propiamente amor, desde dentro se ve como amor fuerte lo que no pasa de ser amor forzado. Por ser además amor a propósito es sobre todo expansivo y, en cualquier caso, más absorbente que integrador. Las reglas que deben regir ese colectivo —donde, no olvidemos, se ha proclamado el amorío generalizado— necesitan jueces que dicten dónde acaba el ámbito de sus amores, así como quiénes son en concreto los desafectos, los detestables o los directamente odiosos. Estamos aquí, por tanto, muy lejos de la compenetración personal. Para ellos el favor amoroso no es virtud espontánea sino cumplimiento del deber instituido, donde el amor es mera divisa. El amor ya no es cuestión de dos o de tres, no es físico ni espiritual, es cuestión de pertenencia a la virtuosa comunidad de toda esa gente que amándose poco entre sí dicen encima que aman a todo el mundo.
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