El mito
Convertido en caimán, Ovidio aguardaba la oportunidad de salir disparado, gracias a su ágil y eléctrico nado, con la intención de hacerse con Ardenia, su más codiciada presa. Mientras permanecía al acecho, ella paseaba despreocupada e indefensa por los jardines de la orilla contraria. Al final de su agotadora jornada, no tenía ella mayor disfrute que acercarse a contemplar el lento discurrir de aquellas aguas mansas y escuchar embelesada los trinos que acompañaban su rumor. Un día que le había resultado particularmente difícil, su creciente contrariedad desembocó en una decepción profunda. Llevó entonces en vuelo su mirada hasta la otra orilla, siempre tan frondosa e inalcanzable, envuelta en oscuridad y misterio, y mudó en hondo suspiro el ansia que la dominaba. Ahí el aire se quebró y alumbró un quejido de desdicha. Ésa fue justo la señal que durante tanto tiempo Ovidio había esperado. Para los de su especie aquella aura fugaz no podía ser fruto de melancolía sino un urgente reclamo. Cuando se le escaparon las lágrimas, Ardenia quiso librarse de la tristeza flotante agitando el limo con su pie delicado y blanco. Lo que no pasaba de juego inocente quiso verlo Ovidio como ávido y puro deseo, como un gratificante regalo. Ella, desde su orilla, siempre tan aburrida y lineal, le estaba claramente rogando, necesitaba su auxilio. Fue entonces cuando, desde lo más turbio del río, emergió repentinamente con su lomo brillante para que la cándida Ardenia, en él aupada, cabalgara, escapara y soñara. Fue un rapto, sin duda. Según Ovidio, un rapto de amor, nada reprochable, un acto de posesión que para él encarnaba la desnuda pasión en acto.
El cuento
Que Ovidio tenía un caimán, todo el mundo lo sabía, incluso ella, Ardenia. Que podía llevársela por delante, era previsible. A él le gustaba exhibirse con su mascota, porque a su paso a todos imponía respeto. Casi todas las tardes acababa en el estanque, donde el animal se zambullía y disfrutaba durante un buen rato oteando todo lo que se movía a su alrededor. A esas horas, por allí solía pasar también, con intención de ahogar penas y levantar el ánimo, Ardenia. Apenas reparaba en nadie, simplemente se dirigía hasta la orilla, se sentaba frente a una caleta a la fresca y se quedaba mirando muy fijamente el agua. De lejos Ovidio vigilaba sus pasos y lo mismo hacía, aunque más discretamente, su caimán. Era tal la tristeza de la muchacha que su mirada parecía resbalar por encima de las aguas, como si quisiera huir a través de ellas. Ovidio advirtió en aquellos ojos un brillo y le pareció que se iluminaban. Al poco se enturbiaron y por un momento pensó que la oscuridad del estanque los había inundado de pena. Se dio ahí cuenta de que en su mano estaba la solución, de que bastaba con reanimar las aguas y empujar suavemente el oleaje hasta la caleta. Contaba para ello con su caimán, así que allí lo envió. Pero éste, en vez de chapotear, se dirigió con la astucia de un torpedo hasta las cercanías de ella. Quiso la mala suerte que Ardenia en ese momento buscara refrescarse y deslizara su pie hacia el estanque. Ovidio miraba atento la escena cuando el caimán hizo presa y la arrastró hasta el fondo. Ahí se lanzó a socorrerla, pero ni ella ni él regresaron. El que sí lo hizo al rato fue el caimán, que saciado y ahíto también de gozo volvió a la orilla dejando atrás el escenario donde Ovidio y Ardenia consumaron para siempre su dramática unión.
La crónica
El jefe de policía informaba al día siguiente: «Ayer, en torno a las veinte horas, se produjo en los alrededores del embalse de Cucanga un fatal incidente. Todo empezó cuando Ovidio Alido condujo hasta allí a su mascota, un caimán de unos cuatro metros. Es verdad que a esas horas no queda nadie normalmente en las inmediaciones. Ovidio ha alegado además que el animal era muy disciplinado y atendía siempre a sus órdenes. En el otro lado del estanque, en la orilla, se encontraba sentada Ardenia Trema, una muchacha de unos veinte años a la que Ovidio tenía vista en otras ocasiones». Ahí Ovidio ha subrayado que la vio, pero que no creyó que corriera ningún peligro. Ha seguido contando que Ardenia parecía bastante meditabunda y reconcentrada en sus cosas, aunque de vez en cuando dejaba escapar la vista hasta el centro del estanque. No es probable que reparara en el sigiloso caimán, que poco a poco se acercó asomando sus ojos vidriosos, como si estuviera prendado de ella. Cuando chapoteó para atraerla, se supone que ella fue al agua para ver si había saltado alguna rana. «En ningún momento temí por ella», siguió Ovidio ante las cámaras, «pero de repente vi la sangre y a Ardenia gritando. Entonces decidí pedir auxilio. De haber acudido antes los de emergencias, quizá se hubiera salvado. Y lo peor es que me he quedado sin mi caimán. Al verlo llegar hasta ella, me quedé con la impresión de que estaba como fascinado, yo creo que había deseo. Son animales, claro, pero a un reptil no se le puede negar su instinto, más si está en un ambiente natural». Con la piel del caimán Ovidio intentó pagar abogados, pero fue finalmente condenado a diez años y un día por homicidio imprudente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario