No es propiamente un vigilante ni un tutor, es un ángel recién llegado el que
convocando ecos creadores nos inspira nuevas ideas. No nos enseña propiamente
ninguna senda oculta, tampoco nos lleva de la mano, simplemente nos da la
seguridad necesaria para continuar. Ángeles de estos existen entre nosotros y
no necesitamos verles las alas para identificarlos. Si sentimos un soplo en la
espalda y a continuación notamos que, como por ensalmo, se
despeja nuestra cabeza, ahí están ellos. Y con ellos también ellas, las
nuevas ideas. Como llegan a terreno abierto, entran con sorprendente frescura,
con apariencia prometedora. Hablamos de unas figuras que, aun siendo
fantásticas gozan de larga tradición, pero que difícilmente podrían ser
calificadas fantasmagóricas, por más que se les hayan contrapuesto
versiones siniestras y diabólicas. De ser algo, serían más bien portadores de
un fermento que favorece la maduración emocional de las palabras que deambulan
sin juicio ni perjuicio por nuestra mente.
Ese fermento puede tener efectos o bien alucinógenos o bien esclarecedores, pero siempre
resulta inspirador. Por eso el momento de la inspiración externa ha quedado
recogido en nuestra cultura, quizá en todas, como un instante áureo en que una
visita presencial o imaginaria, pero de una naturaleza extraordinaria, cambia
el rumbo de nuestra mente. Apadrina este instante la figura del enviado
inspirador, en muchos de los casos llega como un ángel benefactor. El caso del ángel que auxilia
entre líneas la formación de frases y la elaboración del discurso es para
mucho de nosotros parte de nuestro imaginario personal. No es de extrañar,
pues, que una circunstancia tan sugestiva haya sido evocada por los pintores. La
época de ejemplos más señalados sería el siglo XVII y el marco propicio el bíblico, o el evangélico más en concreto.
A fin de desentrañar en qué modo se percibe ese instante singular,
consideraremos unos cuantos cuadros, portadores todos del mismo título,
San Mateo y el ángel. El tema del santo atareado en la escritura fue escogido por diversos artistas de esa época como Caravaggio, Guido Reni, Nicolas Régnier,
Guercino, Barent Fabritius o Rembrandt. Cada uno de ellos aporta su particular
enfoque plástico a ese crítico momento en que el autor recibe la revelación
divina mientras se afana en la redacción de su evangelio. En todos ellos se
parte de un abierto contraste entre el veterano evangelista y un joven, casi
aniñado, ángel. El tema impone esa relación, pero nada presume sobre la
apariencia de ambos y mucho menos sobre su disposición. Basta repasar algunos de estos
artistas para ver cuán distinta puede ser su versión, o si se prefiere la lectura de la
situación.
Si nos asomamos al cuadro de Guido Reni, un óleo de 1640, hay algo que sin
duda nos sorprenderá. La inspiración es ahí fruto de la comunicación visual y
alcanza un estado de comunión tal que sobrepasa la definición de los
personajes. Ambos se miran fijamente; el ángel parece inspirar con su mirada
qué sentido requiere el mensaje, mientras que Mateo recibe la instrucción con
gran atención, al tiempo que deja correr su pluma por la página en blanco. La
instrucción inspiradora tiene ahí un aire eminentemente platónico, procede del etéreo mundo de las ideas, y las figuras que protagonizan la escena
responden a estereotipos bien marcados. De un lado el filósofo refleja en su
rostro un decidido interés por dar forma fiel al legado doctrinal de su
Maestro; entre tanto, en el otro lado está el ángel de cuyos ojos se diría que fluye como de un manantial aquello que su atento observador debería percibir, esto es la serena
verdad, la inagotable luz que alimentará su vacilante fe.
En Caravaggio, sin embargo, el ambiente en que transcurre el encuentro es
mucho menos espiritual, es de un rigor más físico. El cuadro es bastante
anterior, de 1602. El filósofo no cuenta ahí con la ensortijada cabellera
que lucirá con Reni y pierde de ese modo el aura venerable que las
alborotadas canas confieren. No sabemos si fue la cruda calva con que
Caravaggio presentó la cabeza del santo o esas carnosas piernas rematadas
por unos pies que casi nos arrollan desde el primer plano,
pero la iglesia que encargó la obra la rechazó rotundamente. El
cuadro tuvo después un curso desafortunado: nunca fue a parar a una iglesia
y, tras aparecer en los siglos siguientes en diversos salones palaciegos,
desapareció en la Segunda Guerra Mundial. Al correoso y tosco cuerpo del
santo enfrenta el pintor un ángel abierto de alas y mucho más explícito e
insinuante que el de Reni. La figura se inclina sobre el escritor haciendo
un leve y gracioso escorzo. Su brazo izquierdo queda recogido sobre el pecho
mientras el derecho se extiende para guiar la mano del autor. Los ojos,
entrecerrados, dirigen aquí su mirada al libro y la boca parece presta a la
indicación. La inspiración no está sostenida como en Reni por la mirada, la
inspiración es aquí un factor eminentemente activo, que persigue el trazo
correcto. Da la impresión de que el invisible inspirador desconfía de la
evidente rudeza y las dudas del escribano y decide servirse del ángel como
discreto enviado, pero sobre todo instrumento activo y corrector.
Tras digerir el sonoro rechazo a su primera obra, el pintor intentó corregir
el tiro ese mismo año con una segunda de igual temática, titulada
La inspiración de San Mateo. Despliega en ella toda su destreza
barroca. Lo vemos en la factura de los pliegues y en la captación del gesto
facial y corporal. Pero lo más llamativo de todo es la atención prestada a la
dinámica potencial que está implícita en ese instante puntual. Para empezar el
ángel se mantiene ahora suspendido en vuelo, sus alas oscuras llegan envueltas
en una fruncida sábana; sus manos se juntan en un gesto difícil de descifrar
(¿la izquierda se insinúa y la derecha la contiene?). En cuanto a Mateo, lo
vemos con el cuerpo girado hacia lo alto. La llegada del ángel lo ha
sobresaltado y permanece levantado con la rodilla apoyada en la banqueta.
Sigue igual de calvo que antes y su ademán es algo hosco, pero al menos esta
vez aparece aureolado para hacer ver al devoto espectador que en cualquier
caso, además de mejor o peor escribano, sigue siendo santo y merecedor de un
lugar en los altares de una iglesia, un logro éste que haría al artista lógicamente merecedor a su vez de una justa y buena paga.
La propuesta de Rembrandt es en fondo y forma mucho más enigmática. Estamos
ya en 1660. Aquí la mirada no es la del escribano asustado, es más bien la
del sesudo filósofo. El cambio se aprecia también en este gesto tan
destacado. Su mirada parece perderse mientras se mesa calmadamente la barba,
como si se estuviera esforzando por captar la idea que debe transcribir. Su
aire es verdaderamente solemne, una solemnidad que no merma en nada la
profundidad del retrato. El exuberante despliegue capilar aparece tan digno
y bien domado que quizá haya que concederle algún significado. Acaso se venga a
exhibir a través de la ordenada pelambre que cubre su cabeza cómo podría lucir una solución al tormentoso enigma que en su interior alberga. Lo que sí que creo es
que esa espesura está ahí para dotar de profundidad al personaje. Conviene añadir que la
profundidad no refleja en este caso tanto una vaga inspiración como la intensidad con que
le castiga internamente el enigma. Como bien se ve, en esto el cuadro concuerda bien poco con
los anteriores. Estamos aquí ante un filósofo pronto al invento, no ante un
santo recién inspirado. Esto hace que el ángel quede subordinado y llevado a
un segundo plano, como discreto apoyo, no como mentor soberano. Sus ojos se
deslizan por encima del hombro hacia la página; su mirada es atenta, pero no
tiene intención de cruzarse con la de Mateo. La mano del autor obra por sí
sola, sin inquietud, con sosiego, como la de un avezado
funcionario.
Volviendo de estos escribanos a la actualidad, en ella hay de todo. Los hay que mirando hacia lo alto
suspiran por una idea motora que los active y lance a copar las páginas de
algún hipotético libro o de un complejo memorando. Otros miran, por el contrario, al frente más cercano y contemplan ansiosos el
panorama editorial a fin de descifrar el gusto de sus tornadizos lectores. Asesores críticos y celosos guardianes, cuando no arrogantes padres espirituales, querrían cumplir con el papel de las míticas figuras aladas. La realidad, sin embargo, es que operan como agentes transmisores, sin otro objetivo que mantener enchufados a los autores a la fuente de energía más clásica, más en concreto a lo que se lleva, y eso siempre que no ofenda la tradición. De este modo, muchas veces lo que se ofrece y vende como creación rompedora únicamente es fruto de la inspiración asistida.
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