miércoles, 25 de mayo de 2022

¿A dónde va la línea?

Cuando uno empieza a trazar la línea, no siempre tiene un plan concreto, simplemente avanza en una dirección que ha escogido al azar, sin una idea clara de dónde y por qué razón ha de ponerle término. Normalmente uno no suspende fulminantemente la operación, más bien se va dejando llevar mientras dura su interés. En el transcurso puede, eso sí, que se vea sometido a vacilaciones, como si viera en la hoja en blanco un océano demasiado extenso y quizá demasiado profundo. No siempre la tinta define bien su singladura, hay casos en que escapan a su paso pequeños hilillos y escorrentías, dándole al conjunto un aspecto dendrítico en el que el trazo troncal se difumina; hay otros casos en que la pluma se resiste a cumplir su cometido y, en vez de correr dócil, va hipando de tal modo que trastorna el dibujo con sus intermitencias. Como uno nunca permanece estable, varían los estados de ánimo y alteran obviamente su labor. Así, puede que arranque con mano firme y sin objetivo en mente para verse después sorprendido por una fulgurante idea, por una imagen precisa, por un dibujo fabuloso, y a partir de ese momento se ponga a delinear afanosamente esa ilusión. Ahí suele uno caer en el vicio de la precisión, dado que dispone de un proyecto. A él se debe, por más que su mano le resulte demasiado voluble y desconfíe un poco de la magia de la tinta. Sigue confiado, pero sabe reconocer que el soporte creativo impone sus límites, o sea que más allá del folio el trazo es fugitivo y fallido, y que en esos márgenes la obra es ya indefinida. Si encima el propósito es caligráfico, nada asegura que, rompiendo así el molde previsto, el resultado sea inteligible; si es artístico, todo dependerá de si está uno en vena, de si sabe demostrar su sensibilidad y de si actúa dentro de ese marco de forma original y sucinta. Pese a todo, nada podrá impedir que, atraídos por la desconfianza, aparezcan penosos temblores y queden en el papel reflejados como titubeos pasajeros o que la mano se desmande cuando la perplejidad provoque indecisión. El retorno de estas dudas, unido a algún amago repentino de parálisis, será indicio evidente de que toca ya culminar. Con la vista puesta en el engendro, al mismo tiempo que levanta su mano, verá uno oportuno abandonar la tarea y despegarse de tan arduo oficio. Podría alguien pensar que el resultado final habrá sido necesariamente caótico, pero no siempre es así. Para unos la línea quedará en resumen como huella impresa de un pasatiempo anodino, pero para otros describirá el mundo indescifrable que se oculta tras una tupida red de vías ideales. Seguro que hay también quien, como terapeuta, se sirve de ella para valorar el estado mental de su autor, aunque probablemente serán mayoría los que vean directamente en esa página emborronada un abigarrado signo de locura. Habrá que esperar todavía un tiempo a que el desdén hacia la obra se disipe y surjan felices intérpretes dispuestos a alabar la originalidad del intento y a llevar hasta un sitial de honor al delineante. Tras estos pioneros no tardarán en aparecer académicos, unos audaces, otros oportunistas, con la misión de componer una avanzada teoría. Los veremos preguntar por el enigmático punto de partida, por la filiación y escuela del autor o por la calidad del papel. Después someterán a examen ese trazado abstruso, procediendo a un análisis detallado de todos y cada uno de sus trenzados, arabescos y vericuetos. Digamos pues lo que ellos al respecto sostienen y sirve de fundamento de la academia: que cualquier obra del azar bien merece una teoría.

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