Para cuando busco acertar con esa palabra única, ésa que necesito urgentemente hacer mía, otro ya ha encontrado la boca en cuya lengua, allí justo en la punta, está retenida. Lo veo tirar con tremenda energía de ella, pero su dueño, Bocaprieta, resiste y no la suelta. Acudo entonces yo al quite, creyendo que la atraeré a mi discurso con buenas maneras y que para ello bastará con mostrarle quiénes podrían ser sus encantadoras compañeras. Mi colega, el filólogo, mientras tanto, sigue a mi lado forcejeando e incluso consigue entreabrirle la boca para oír esa olvidada voz. No conforme con su persistente silencio, le engancha la lengua y se la sacude con brío como si fuera una estera. Pero en vano, pues la palabra no cae, su sonido no vuela. Bocaprieta no cede, el muy engreído se cree que la palabra es sólo suya. Tras mucho insistir, el forzudo y yo nos miramos desquiciados. El filólogo se siente frustrado, casi impotente, así que se larga desairado murmurando: «Pues me buscaré otra que me regale el oído. Porque palabras nos sobran». Pero no es verdad, lo quiera o no ésa sigue siendo única, por su sonido nítido, por su significado preciso. Mientras él se va, a mí me da por quedarme como mudo y muy pensativo. Pero lo único en lo que llego a pensar es en esa palabra que me falta, en la que sigue retenida en esa boca, en la punta de su lengua. Cuando por fin salgo de mi resignación, repentinamente me acaloro y me sublevo. Algo descompuesto, miro el rostro ceñudo de Bocaprieta. Lo veo tan seco, tan falto de expresión, tan indigno de soltar por su boca esa delicada prenda que me sale de dentro gritarle: «Pues sabes lo que te digo: ¡será tuya, pero tendrás que disfrutarla tú solo! Aunque también te digo: Cuida bien, Bocaprieta, de cerrar esa boca tuya, porque en cuanto la abras se te escapará». En realidad, no creo que sirva esta advertencia y para mis adentros de hecho me digo «¡Qué más quisiera yo!» Y es que no, seguro que no sucederá. Doy media vuelta y me voy sin dejar de cavilar sobre la triste suerte de esa palabra cautiva. Desmemoriado no sé cómo rescatarla, ni siquiera sabría cómo convocarla, o sea que es inútil, jamás llegará hasta mí. Atrás se queda, pues, siempre ojeando la salida, desde la punta de esa mezquina lengua, sin poder despegarse, encerrada ahí por Bocaprieta, ese monstruo secuestrador de tantas palabras huérfanas. Imagino que a lo sumo acabará algún día escupida de mala gana en un debate o instalada como una reliquia en el diccionario, a mayor gloria de nuestro idioma. Y con los años ahí mismo seguirá, condenada hasta el fin de los tiempos, siempre fuera de la calle, donde ya nadie se dignará pronunciarla, donde ya nunca servirá de nada.
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