«En lo más alto veíase su cabeza, un brote singular, admirable y verdaderamente lúcido». Al final falló el acento o el aliento y donde se anunciaba inteligencia deslumbrante surgió algo extraño que unos tomaron por un cabezón prominente y otros por un prodigio floral.
jueves, 30 de septiembre de 2021
Sobre el huevo frito
Parece una cosa tonta, pero piensa detenidamente en esto: Hagas lo que hagas, por mucho que te empeñes en desentrañar el truco, que aparezca el huevo frito con su orla blanca de puntillas es potestad del propio huevo, no depende de ti, aunque tengas la arrogancia de presentar tal eventualidad como suprema obra gastronómica y a ti mismo como maestro puntillero. Hay cosas que van por su lado, que parecen y son así de tontas. Claro que hasta de lo tonto, si es de comer, hay quien hace llamativa ciencia.
miércoles, 29 de septiembre de 2021
El desaconsejo
En un almanaque como éste, y también en cualquier escrito, un consejo de Goethe siempre cae bien porque viste miserias y le da a todo un aire de gala. Vamos, pues, a él. Al habla con su fiel colega Eckermann, el que fuera consejero áulico del duque de Weimar, tenido además entre los suyos por indiscutible príncipe de los poetas, va y nos suelta (domingo 13 de febrero de 1831) en tono evocador, como si imaginara al propio Carlos Augusto escuchándole complacido desde la puerta: «El arte de dar consejos es muy expuesto a quiebras [..]. En el fondo, todo aquel que pide consejo acusa ya una limitación, y quien se lo da, una jactancia. No se deben dar consejos sino en aquellas cosas en que podamos colaborar. Yo, cuando me piden consejo, jamás me niego a darlo, pero impongo la condición de que no han de seguirlo». Muy agudo el desaconsejo viniendo de un perito de tanto renombre en el oficio.
La sesera
Por un sueldo bastante menor del convenido pero razonable me puse a reflexionar para ellos. No tardé mucho en sentir cómo la insistente lija iba desbastando mis típicas ocurrencias y salidas, para el caso excrecencias inútiles y a la vista ajena molestas. Después fue el cepillo afilado el que tomó el relevo levantando finas virutas que fueron cayendo de su lado como un copioso obsequio, aunque sin demasiado orden ni concierto, sin interés. Ante el excesivo ideario, juzgado por ellos barroco y casi delirante, hubo que volver al buril para dejar las cosas un poco más claras y definir objetivos y vías posibles. Así que fui alternando las herramientas al tiempo que iba comprobando cómo cumplían calladamente con su tarea: aquí rebajaban los inventos descollantes, allá afinaban niveles para evitar baches sorprendentes y poco a poco extendían el campo de provecho lo necesario. El caso es que al final, cuando acabé mi trabajo, entregué todo lo que había proyectado en una voluminosa memoria en la que se podían ver reflejadas mis sucesivas reflexiones como en un doloroso atlas especulativo. Cuando después recibí mis honorarios, lo primero que me vino a la cabeza fue acariciármela entusiasmado con la mano y, como por inercia reflexiva, pasé a hacer con ella números. Con todos aquellos números revoloteando, empecé a sentir allí dentro un vacío que nunca antes había sentido. A base de tacto, aquella mano mía se convirtió en un explorador verdaderamente profundo. Allí ya no había abismos y depresiones, aquello había dejado de ser un lugar propenso a extravíos y locuras, todo estaba bien medido. Mientras palpaba y seguía palpando, sentía como si me encontrara frente a una prometedora extensión, perimetrada por un horizonte muy lejano. Y por mucho que rastreaba aquella superficie, no sentía bajo mis dedos nada irregular, pero tampoco nada nuevo. Me alegré, cómo no, al entender que se habían acabado los obstáculos y las dificultades, y que tampoco se avistaban razones pendientes ni nuevas intenciones. Estaba todo resuelto. Fue entonces cuando sobrevino en aquel espacio cálido y acogedor algo parecido a una violenta y heladora ráfaga, y tuve la terrible impresión de que, con todo aquel trasteo mental y por un miserable sueldo, mi sesera se había quedado prácticamente plana.
martes, 28 de septiembre de 2021
Anonymus
Anonymus, Miklós Ligeti, 1903 Castillo de Vajdahunyad, Budapest |
Desconocemos el nombre del monje que, por encargo del rey Bela, escribió las primeras crónicas sobre la historia húngara, recogidas a la sazón en sus Gesta Hungarorum. El historiador ha pasado en este caso a la propia historia de las crónicas como Anonymus o Magister P y sigue especulándose sobre la identidad de este «fiel servidor» del rey Bela. Por otra parte, ni siquiera se sabe a ciencia cierta si se trata de Bela II o Bela III. A estas alturas lo único que se puede asegurar es que el manuscrito es de finales del siglo XII y que, con las licencias típicas en los cronistas de la época, combina la tradición oral con las invenciones propias del autor, por lo que podemos dejar a éste cabalgando sobre los hechos, y según convenga, como literato o como historiador.
Al margen de la identidad del cronista, merece también atención la escultura de Ligeti. Ya a primera vista, se adivina en la figura su alto rango por el porte majestuoso con que se exhibe. Añadamos a ese porte el aire relajado con que toma asiento en ese trono de mármol, relajo que parece deberse a algún receso en su intensa labor. La blancura y la sencillez geométrica del asiento hacen ver que en el rigor y la transparencia ha encontrado la anónima figura su soporte indispensable, mientras que el oscuro bronce con que está creada despliega una acabada combinación de frunces y pliegues, que apuntaría figuradamente a la complejidad y la gravedad de su escritura. Sólo hay que fijarse en cómo en la mano derecha destaca la pluma, el instrumento esencial de su oficio, mientras que bajo la derecha aparecen amontonadas las hojas sobre las que ha ido redactando su crónica. A partir de ahí, levantando el punto de mira, la estatua se torna un tanto siniestra al mostrar a un cronista encapuchado, del que se nos niega el acceso a su rostro y consiguientemente su identidad. La leyenda inferior ratifica la voluntad de honrarlo en público, pero a la vez que se le nombra Anonymus y se le aleja del conocimiento general.
Estamos, por tanto, ante un modo, sin duda peculiar, de honrar y rendir tributo a un autor, algo que tendría el mismo sentido tanto para historiadores como para literatos. Sin embargo, por muy peculiar que parezca, este modo no está exento de virtudes. Y es que, pensándolo un poco, eso de ponernos delante una figura evocadora que ha sido sustraída a conciencia al homenaje personal hace que la evocación lleve nuestra mente en otra dirección bien distinta. Para ver hacia dónde va fijémonos, pues, un poco más en esas virtudes. Entre ellas, sería la primera y principal la de que a la noticia del autor se antepone la importancia y el relieve que merece su obra. Como segunda virtud, y no menor, podríamos considerar una que afecta a todos los autores por igual, pues la estatua exhibida pasa a dignificar y a conceder carácter magistral al oficio de escribir, evitando mediante el anonimato explícito cualquier maniobra de exaltación personal. Además, con independencia de su valor artístico, la estatua aporta cierta épica, una épica que hasta ahora parecía reservada al soldado desconocido, pero que pasa a enaltecer en este caso la sufrida figura del «escritor anónimo».
lunes, 27 de septiembre de 2021
El fisonomista
Los sueños del fisonomista estaban poblados de caras inquietantes. Le miraban fijamente ranas enormes y sudorosas, focas bigotudas y parsimoniosas, lechuzas vigilantes y ojerosas, panteras lascivas y ansiosas, mientras a su alrededor volaban unas cuantas urracas osadas y engañosas y un montón de moscas morrudas y pegajosas. Sólo una vez distinguió entre toda aquella multitud el rostro inocente de una bella doncella. Parecía oscura y triste, y sin embargo relucía como el azabache. Iba él presto a su encuentro, a contemplarla de cerca e intentar deleitarse con aquella faz perfecta, cuando oyó el clamor acompasado de las restantes que, dirigiéndose al cercano bosque, llamaban Tarzán, Tarzán. De repente un enorme y fornido mono blanco, con cara de sátiro, salió de la espesura volando colgado de una larga liana. Delante de sus narices, tomó con decidido ademán a la doncella por el talle y se la llevó de nuevo a su guarida portándola entre sus sucias patas. Al rapto de la bella siguió el jolgorio vengativo de aquellas criaturas horrendas. Cuando con el barullo despertó el fisonomista de su sueño, seguía teniendo a todas ahí delante, pero ahora eran ellas las que lo estudiaban detenidamente. En su cara de consumado miope, tan sólo conseguían ver a un curioso más, pero, sabiéndolo además investigador y fisonomista, pasaron a considerarlo un idiota impertinente, tanto que a punto estuvieron, para que le arreglara la cara, de volver a llamar a Tarzán.
domingo, 26 de septiembre de 2021
Insomnio
Sospecho que no soy único ni siquiera original al decir que por la noche surgen en mi cabeza imágenes (a veces simples frases), que me rondan como fantasmas y con su constante revoloteo me atormentan, hasta que consigo ajustarlas y condenarlas a mirarme fijamente desde este papel.
sábado, 25 de septiembre de 2021
Habla Periferio
Si es cierto que la verdad se fabrica en Madrid, como sostiene su prensa, imagino que pronto se nos informará de que, aunque el resto seamos aún algo rústicos y un poco paletos, gracias a nuestra cercanía a la capital, hemos sido declarados vecinos numerarios de Nueva York o algo así. El milagro, que seguramente no merecemos, atiende al sabio criterio de la silenciosa Cibeles. Dicta ella así su divina voluntad y nos permite llevar a cabo un gozoso vuelo hacia esa nueva verdad, según la cual pertenecemos a aquel atractivo mundo. No es probable, sin embargo, que desde su periferia nos dejemos arrastrar tan fácil, pues somos duros de mollera y tenemos verdades propias. Tengo menos duda de que muchos castizos empezarán pronto a farfullar en inglés y de que, antes de levitar, ensayarán en sus círculos, en bares, iglesias y ministerios, como renovado grito de guerra un De Madrid al cielo con escala en Nueva York. Con él atronarán como de costumbre a toda la península. No sólo lo oiremos este lema bautismal en todas sus calles y plazas sino que nos llegará por aquí a todos, incluidas las aldeas más recónditas. Siguiendo la lógica habitual en los viejos pronunciamientos, la tropa informativa se apresurará a anunciar el próximo y maravilloso viaje y a confirmar como hecho geográfico y destino final una verdad que para muchos ya era evidente como vecindad sentimental: siempre fuimos neoyorquinos. Gracias a su esforzada labor publicitaria intentarán que el mundo así como sus paisanos más refractarios vean bajo nueva luz este bonito y remoto barrio y reluzca su identidad neoyorquina. Es verdad que ha tardado demasiado en decidirse a ser algo más, a ser consciente de su importancia y a vivir ilusionado en aquella órbita. Dejará atrás su tratamiento como simple villa y se desprenderá, bien es verdad que con algún pesar, de ese enclaustramiento provinciano que al final tanto lo ahogaba. Nos llegarán desde la Puerta del Sol declaraciones ante los medios sobre lo duro y extenuante que venía siendo lidiar con todas las falsedades promovidas desde apartados lugares como Barcelona, Sevilla, Valencia, Coruña o Bilbao. Como tendrán por seguro que la diosa los respalda y se sentirán ya situados casi en las antípodas con su recién rescatada identidad como verdad indiscutible, no verán razón para seguir soportando toda nuestra insolencia descarada, todos esos pujos nuestros tan llenos de arrogancia y, por encima de todo, el inagotable cúmulo de nuestras reclamaciones y demandas. Y si lo ponemos duda, dejarán que la diosa castiza hable, porque lo que diga sólo podrá ser la pura verdad, recién salida de fábrica, y como tal será difundida en prensa y plasmada en un glorioso titular: Madrid va camino de otro mundo, vengáis o no. En páginas interiores contarán cómo esta historia empezó cuando un ilustre periodista acudió a pedir consejo a la diosa y, ablandado por las aguas que inagotables surtían a su alrededor, acabó por llorar sin consuelo mientras solicitaba de ella su favor: Proclama tú en voz alta la verdad, diles a esos ingratos que no nos merecen. Aunque la diosa siguió muda, todos dieron por cierta la respuesta transcrita por el ilustre en su columna diaria. Y ahí fue cuando los nuevos neoyorquinos empezaron la cuenta atrás. Cada vez está más cercano el día en que, montados en el carro de la diosa, los castizos partirán rumbo a Nueva York y dejarán por fin de verse sometidos a todo esa provincianía amargada. A su paso por unos cielos aún inciertos, el pasaje viajará esperanzado a su nuevo destino y, cuando al amanecer divisen el skyline de la gran metrópoli y la estatua guardiana del puerto, todos gritarán a una y con tremendo alborozo We are finally free. Lo que no sabrán todavía en ese momento es que, apenas aviste la Cibeles la apolínea figura de la Libertad, se deshará de ellos como de un fatigoso e inútil lastre y se dispondrá a vivir su loca aventura huyendo al Pacífico con el secreto amor de su vida. Y ahí es cuando conocerán esos viajeros ilusos la más triste de las verdades, la que la prensa nunca les contó: que, sin el favor de la diosa, están condenados a seguir siempre pegados a tierra y que a lo sumo serán sacrificados dueños de lo que les queda a la vista en su meseta inacabable e inhóspita.
viernes, 24 de septiembre de 2021
La tesis de la última bala
¿Tan difícil es de entender? Es así: el enfermo, que viene contemplando su deterioro y soportando a duras penas la escalada imparable del dolor, no siempre será capaz de atemperarlo y menos de admitirlo como umbral obligado a una suerte de beneficio ilimitado. Orientar la mirada hacia un mundo mejor sólo puede ser un modo de distraerse y escapar del encierro que nos mantiene frente a una alimaña que no sólo nos hiere sino que nos humilla y reduce por debajo del mínimo tolerable nuestra conciencia, nuestra autonomía y hasta nuestra condición humana. Además, ese alivio dura poco. Y quien ni siquiera se sienta animado a deambular por esos paraísos de fantasía libres de todo mal, irá viendo, en el mejor de los casos, cómo su situación se estanca en la calamidad. Tarde o temprano entrará en un estado de pervivencia amortiguada o simplemente llana y, para cuando entre, seguro que querrá tener a mano la posibilidad de contar con una última bala para romper el cerco de esa realidad afilada e implacable, aunque se lleve por delante su futuro y amargue la memoria de quienes compartieron su pasado.
miércoles, 22 de septiembre de 2021
Se estaba yendo
Volvió hacia mí sus ojos húmedos y algo extraviados, mientras su angustiado rostro demandaba generosidad y consentimiento para aquel «te prometo que haré todo lo posible por entender», promesa que llegó a mis oídos sostenida por un hilo de voz como dramático testimonio de que la luz, que un día sobresalió por encima de las de todos nosotros, se extinguía ahora en su mente.
martes, 21 de septiembre de 2021
Competir
Una cosa es ser competente y otra muy distinta estar dispuesto a competir. De la competencia podemos ver surgir dos espíritus que a su vez compiten para mostrar su predominio. El uno da vida a un impecable conocedor y el otro a un indomable luchador. En realidad nadie es lo bastante competente como para lograr conciliar pericia y potencia, pero, si nos fiamos del refrán para vaticinar un desenlace, lo más probable es que gane la maña frente a la fuerza.
lunes, 20 de septiembre de 2021
Cómo crearse una coartada moral
A la vuelta de un acto dudoso, no tanto por su eficacia como por su carácter reprobable y vergonzoso, trata el actor algo azorado de ponerse de acuerdo consigo mismo. Estamos ante un ejercicio de conciencia bien singular, y normalmente exitoso, en el que ese actor consigue, mirando atentamente a su interior y cerrando herméticamente los ojos a los perjuicios de su acción, transformar la escala de valores que venía manejando. En esa escala posterior se verá hábilmente realzado con grados de sensibilidad y cordialidad que jamás se le conocieron, todo ello de cara a mantenerse al menos en una medianía tolerable y no verse hundido a ojos de todos en un pozo moral como un personaje abyecto. La maniobra es de suma importancia, socialmente se entiende, pues gracias a ella podrá seguir a flote y levantar la cabeza sin sonrojarse ni tener que rendirle cuentas a nadie por lo que él mismo admite a la vez que se absuelve. A tal efecto considerará el actor que, aunque su actuación pueda parecer a primera vista una humillación, un abuso o incluso un atropello, debería de ser contemplada más bien como fruto de un momento de pasajera indignación, nada acorde con la seriedad, contención y sensatez que le caracterizan. Alegará, además, ante quienquiera que le pida cuentas, que despachar esas emociones turbias y traducirlas en actos más o menos controlados nunca debería ser juzgado como algo impropio, pues con esas traslados no hace uno sino dar curso expresivo a malquerencias y frustraciones que difícilmente encontrarían de otro modo cauce de salida y posibilidades de sanar. Creo que resaltar aquí y ahora —y así pasará a la defensiva— el indudable valor terapéutico que tienen dichas actuaciones, por muy aparatosas y hasta desafortunadas que parezcan, es innecesario y condenarlas un verdadero sinsentido. No obstante, desde fuera, es bastante obvio y hasta un poco lamentable que, a pesar de los innumerables beneficios que desde su punto de vista esas medidas acarrean, lo que cunde para bien en el primero, o sea en el actor principal, no repercuta tan favorablemente en los segundos o terceros, que actuarían ahí como meros secundarios y sufridos receptores de sus desahogos intempestivos. Ante esto, seguro que él aducirá que mal podría alcanzar su propio equilibrio emocional sin dar pie, lamentándolo mucho, a otros efectos desequilibrantes en su entorno personal. Siempre será así y siempre será su propósito, o así dirá, resarcir a quienes han contribuido a su higiénica catarsis de los ocasionales trastornos que hayan podido padecer. Apelará, no obstante, al realismo más elemental para advertir que, si bien sería algo de justicia, en la práctica es imposible, dada la fluidez con que se encadenan los acontecimientos y la más que probable mejora de la situación de los trastornados en un entorno social que sabe regular por sí mismo la desazón y la rabia colectivas. Por tanto, acudir en auxilio de los posibles afectados por su acto, cuando esos daños fortuitos ya han sanado, será para él y «para cualquiera con un poco de cabeza» ridículo. Todo esto lo resumirá añadiendo que «socialmente eso sería darle relieve a lo que y al que no lo tiene». Para él cualquier intento de colocar al actor causante de este pequeño incidente —atención aquí a su ataque final— en una posición absolutamente incómoda, después de cargarlo con una responsabilidad que no le corresponde, resulta para él más cómico que otra cosa. Con todo ello irá madurando su opinión, que creerá urgente dar a conocer para sensibilizar al público, según la cual todas las dudas que pudiera haber generado ese acto inicial, cuando son correctamente juzgadas y se hace oídos sordos a los destalentados que se apresuran a condenarlo, mueven a risa.
domingo, 19 de septiembre de 2021
Los distantes
A cuenta del coronavirus, llevan tiempo aconsejándonos que mantengamos distancias. Lo que puede ser eficaz desde un punto de vista epidemiológico puede arrastrarnos, sin embargo, a una deriva peligrosa. Ese consejo es reciente, pero otros llevan mucho más tiempo intentando persuadirnos de que comprando distancia y ahorrando contacto personal ganamos en seguridad. Es normal, puesto que vender seguridad siempre ha sido negocio seguro. Lo malo del caso, eso de lo que nadie habla, es el costo personal de esa venta, cómo repercute el distanciamiento en el tejido social y el extraño efecto que en ese mismo tejido provocan unos individuos a la vez dependientes y descolgados. Atacados de un espíritu lunático, cuando estos distantes se vuelven obsesivos y se atrincheran tras sus pantallas, giran como satélites alrededor del sol que más calienta. Pero lo peor de todo es que, aun siendo simples viajeros del tiempo pasante, están firmemente convencidos de que van por el mundo como exploradores galácticos.
Érase una vez
Da la impresión de que el público, para dárselas de adulto y avisado, ya no soporta un cuento o una novela a menos que incorpore datos que avalen el relato. No hablo del crédito que su autor, su productor o su editor merezcan, hablo de datos históricos, informes económicos o descubrimientos científicos, hablo de fechas, auditorías o diagnósticos, hablo de todo ese contexto que para muchos hace que valga más o menos el argumento del cuento. Intentando que de ese modo todo se vea verosímil, acabará pareciendo su argumento más una obra de lógica que una fábula inventada. Bajo el formato de animación documental, de ficción científica, de casuística dramatizada o, si se prefiere, de historia fabulada con figurantes, los hechos, acreditados como reales, vienen apretando tanto que es muy probable que aquel érase una vez de antaño ya nunca vuelva a ser.
sábado, 18 de septiembre de 2021
Sobre azul celeste
La impresora es un artefacto misterioso. El aprovechamiento compartido suele generar animado corrillo junto a ella mientras todos esperan a que por la boca de salida aparezcan una tras otra las páginas del trabajo que han enviado. En esas estaba un buen día un grupo de doctorandos cuando su impresora, en vez de despachar tareas, de repente enmudeció. Nadie hizo demasiado caso, pues no era algo tan extraño que el artefacto se insolentara y se atragantara con el papel, provocando a su alrededor cierto mosqueo y, si la espera se prolongaba, hasta desesperación. Si el parón, pese a ser fulminante, les pasó en esta ocasión desapercibido fue por que entre ellos se había abierto encendido debate sobre algunos flecos pendientes de la endiablada cuestión que el jefe les había presentado en el seminario semanal. Quien más quien menos acababa de mandar imprimir, con vistas a la nueva sesión, sus ideas tentativas y algunos incluso se jactaban de haber dado con la solución. Menos desapercibido que el parón les resultó el repentino relumbrón que se produjo justo antes de que la impresora se volviera a poner en marcha. Entre risas, todos coincidieron en que a esta clase de aparatos les gustaba mucho hacerse notar y siempre se reservaban algún repente caprichoso para asustar a la gente y mantenerse callados como dueños de algún indescifrable misterio. Al menos aquello sí que les llamó algo la atención, y hasta les distrajo de su charla, pero tardaron poco en volver al problema y dejaron que la máquina se las apañara por su cuenta. Llámale a esa actitud desprecio o arrogancia, pero lo cierto es que la máquina decidió reaccionar ante tanta indiferencia. De hecho, no sería el relumbrón la única sorpresa que les tenía reservada, las cosas no iban a parar ahí. Pronto oyeron un chasquido, señal de que algún engranaje interno se ponía en movimiento, y fueron viendo cómo un papel se dejaba tímidamente ver por la rendija de salida de la impresora. Les divirtió comprobar que alguien había tenido la peregrina idea de cargar el cajetín del papel con folios de color azul, y no de un azul cualquiera sino de un luminoso azul celeste. A uno de ellos le dio entonces por seguir bromeando y pidió a todos que permanecieran atentos, pues estaba a punto de llegar por ese canal, según él, algún mensaje enviado desde las alturas. Otro le cogió el relevo y fue un poco más allá afirmando convencido que, tras la sospechosa y generalizada desaparición de los ángeles del cielo, las impresoras se habían convertido en los mediadores favoritos para los poderes celestes. Llegó un tercero y, además de reconocer que aquello era muy verosímil, quiso abundar en ello y, tras pedir a todos mayor recogimiento, les invitó a. imaginar que estaban asistiendo a la comunicación al género humano de alguna importantísima revelación. En representación de la humanidad entera, todos se sintieron señalados por la fortuna y empezaron a mirar a la impresora con inusitado respeto y, en algún caso, con franca devoción. El más joven y desenvuelto rompió aquella expectación muda y sin pensárselo lanzó su mano curiosa hacia el papel que ya emergía. No le hizo grandes honores, simplemente lo extrajo aún caliente, pero sí que se contuvo y evitó darle inmediatamente la vuelta para ver el mensaje. A pesar de las altas expectativas generadas por los bromistas, lo que a cada uno realmente le interesaba en ese momento era saber si ese mensaje estaba dirigido a él. Suponían que tras él llegaría por fin su trabajo impreso, pero no por ello dejaban de fantasear con la posibilidad de que les llegara milagrosamente convertido en la solución más brillante y sobresaliente. En tantas soluciones y revelaciones, nadie adivinaba a qué venía un papel de colorines que sólo podía desviar el interés por el problema provocando desconcierto y confusión. Como nadie reconoció haberlo metido en la máquina, empezaron a pensar muy seriamente en la naturaleza extraordinaria y providencial de su aparición. Su función era un misterio más. Aun así, lo que todos seguían queriendo saber era si su trabajo sería el que se erigiría como solución definitiva y se materializaría en las páginas que, de seguro, aparecerían después de ese papel precursor. Sin embargo, cuando aquel papel comenzó a circular y a pasar de mano en mano, se dio la curiosa paradoja de que ninguno pareció dispuesto a reconocerlo como suyo. Al principio parecía que todos los asistentes compartían el deseo de conocer su contenido. Poco después, aquella ansia reveladora se desvanecía. A medida que cada uno de ellos tomaba la hoja y le daba la vuelta, en su rostro se dibujaba un gesto de vergonzante asombro por lo que se la pasaba al siguiente como si ese afán de conocer le hubiera abrasado la mano. Ante el temor general a que la impresora señalara al destinatario del mensaje lanzando tras él su trabajo, todos acordaron apagar aquella máquina delatora y llamar al técnico para que la desatascara. A última hora del día el técnico acudió y lo que se encontró sobre la impresora fue una copia sobre azul celeste de una muchacha de colorido resplandeciente y exuberante figura exhibiéndose en cueros, despampanante, sin más apaño que unas monumentales alas blancas sobresaliéndole por la espalda, un poco a la manera de aquella victoria alada del museo pero en versión procaz. Resulta inexplicable que los continuados avisos de la máquina se quedaran en nada y que ninguno de los doctorandos entendiera que aquella espléndida imagen de portada era portadora y reveladora de la verdadera solución al problema universal, en realidad a todos sus problemas. Después de doblar cuidadosamente la hoja y guardarla sigilosamente en el bolsillo, el operario se puso a la faena. Revisó a conciencia el rodillo, los engranajes, el cajetín, la tinta... y todo lo demás. Cuando acabó, puso la máquina en marcha. Por la ranura fueron saliendo sin dificultad todas las hojas que habían quedado retenidas dentro. Una tras otra las fue amontonando sobre la impresora, con tan mala fortuna que, al moverla para volver a ponerla en su sitio, el valioso material de investigación acabó esparcido por el suelo. Incapaz de poner orden en todo aquel lío, barajó las hojas, las reunió como pudo y las dejó en un montón al cuidado de la taimada impresora.
viernes, 17 de septiembre de 2021
Corazón de pan
Dijo él: «Ya verás, tiene un corazón gigantesco, desmesurado, se le sale del pecho». Dicho así yo imaginé una víscera descomunal animando un cuerpo mastodóntico. Algo estaba a punto de surgir ante mí imponente y arrollador. Seguro que, sin tener siquiera tiempo de temerlo, quedaría cautivado y paralizado oyendo retumbar a aquel formidable péndulo y que tras sus latidos tremendos me llegaría el agitado susurro de los ríos de sangre que ponía en movimiento. Me bastó escuchar después su respiración ronca y profunda seguida de un intempestivo bufido para temer que todo aquel caudal me arrastrara y me hiciera perecer víctima de su potente torrente sanguíneo. A mi lado, mi compañero fungía de rapsoda y con sus anuncios sobre el visitante no paraba de torturar mi imaginación con epítetos cada vez más incandescentes. Cuando dijo —supongo que para calmarme— «vaya ronquera, creo que por aquí todos andamos algo resfriados», simplemente no le entendí. Seguí alerta esperando que de un momento a otro nos sorprendiera ese gigante, cuyos pasos y resoplidos sentía ya cercanos. Mientras aguardábamos y preparábamos un tentempié, siguió él en su poético empeño de adornar y engrandecer la inquietante figura. Lo que por mi parte imaginaba en mi cabeza se parecía bastante a algún monstruoso emisario de los titanes. Cuando quiso zanjar con una breve rúbrica las fantasías que en mí venían avivando sus palabras, no tuvo mejor idea que declararme en tono confiado: «Es como un trozo de pan, siempre tan cándido y tierno, es la generosidad en persona». No dudo que con esa imagen quisiera llenar de poesía y fuerza mi espíritu, que quizá viera visiblemente inquieto, pero intuí torcida intención en ese generoso mendrugo del que hablaba. En vez de tranquilizarme, con aquellas palabras tan melodiosas como afónicas temí lo peor. Ni siquiera llegué a verlo, porque en ese momento él cortó una rebanada de pan y generosamente me la pasó. Miré su rostro sonriente y no puede sino imaginar entre sus manos sangrientas el corazón troceado del gigante y ahí fue cuando el terror a tragarme aquello definitivamente me consumió.
jueves, 16 de septiembre de 2021
Los planes, breves
Si necesitas dar demasiados pasos, piensa si no andarás falto de un plan preciso y si no acabarás por decidir que el próximo a dar será el último.
miércoles, 15 de septiembre de 2021
Alegrías bíblicas
La Biblia, tan aparentemente severa y canónica, ofrece también pasajes donde se anima al creyente a la alegría y el desenfado, aunque con matices bien distintos según el caso. De todos los libros que la componen, todos ellos escrupulosamente estudiados, han salido textos que tienen hoy hondo significado litúrgico tanto en la tradición hebrea como en la cristiana. No faltan entre ellos los cánticos, mayormente de alabanza o expiación, por eso lo que me parece destacable aquí es que en algunos de ellos se nos exhorte a recuperar la alegría de vivir. Como conviene matizar un poco más esas exhortaciones, me gustaría poner algunos ejemplos de estos cantos. Voy a mantenerme en la tradición cristiana, ya que las versiones musicales que conozco se mueven en ese terreno. Sin embargo, no veo necesario recurrir a las más antiguas, como el caso del canto gregoriano, que está rodeado, en mi opinión, de un halo musical casi arqueológico. De modo que acudiré directamente a un período mucho más próximo, al barroco, un período de innegable trascendencia en la cultura musical.
Vayamos, pues, a los textos escogidos. El primero de ellos proviene del Libro de los salmos, que está compuesto, como es bien sabido, de un conjunto de alabanzas poéticas atribuidas en su mayor parte al rey David. Entre estos salmos hay uno que parece haber gozado de cierta predilección en los oficios litúrgicos por su tono entusiasta y fervoroso. Me refiero a uno que en su versión latina comienza afirmando Laetatus sum. Acompañado de antífonas gregorianas, este salmo sigue incluido en el repertorio de la misa del segundo domingo de Adviento. El salmo intenta comunicar la alegría por la llegada a Jerusalén, la ciudad santa, un motivo que tiene obviamente en la liturgia cristiana un carácter más simbólico que otra cosa. Su aparición musical más deslumbrante se da, junto a otras antífonas y salmos, en una obra de capital importancia en la historia de la música, Vespro della beata Vergine. La versión más notable de esta obra de música sacra, la original, fue compuesta por Claudio Monteverdi en 1610, pero existen otras posteriores e igualmente interesantes como las de Alessandro Scarlatti, Giovanni Battista Pergolesi y Nicola Porpora. La de este último es la que a continuación presentaremos. La obra, dedicada a la Virgen, se interpretaba en la víspera de la Asunción. Entre la serie de piezas que la forman destaca el salmo Laetatus sum, un fogoso allegro concebido como un motete para soprano y coro de cuatro voces respaldado por un conjunto de cuerdas y bajo continuo.
Laetatus sum, Salmo 121, N. Porpora,
Isabelle Poulenard, soprano,
Les Passions, dir. Jean-Marc Andrieu, 2007
De la misma época, prácticamente coetáneo de Porpora, es Georg Philipp Telemann. El texto ahora escogido procede de un libro que, a diferencia del Libro de los salmos, no es precisamente un cancionero. El Eclesiastés viene a ser una larga predicación en la que se nos proponen consejos acerca del carácter fugaz que tiene la vida en la perspectiva de una muerte inexorable. El curso del tiempo y la aceptación de nuestro destino final están presentes en buena parte de sus versículos. El tono puede ser marcadamente grave, como en el resto de los libros sapienciales de la Biblia, pero existen concesiones manifiestas a la alegría de vivir, que en algún caso se nos presenta como una conquista por la que deberíamos luchar. Alguien aconsejó a Telemann la inclusión en su oratorio Jauchze, jubiliere und singe del versículo 7 del capítulo 9 en la versión alemana que Lutero hizo de la Biblia. Dicho versículo se inicia incitando a aprovechar la vida y regocijarse con So gehe hin und iss dein Brot mit Freuden, que traducido viene a decir «¡Vamos, pues! Disfruta del pan que comes y goza del vino que bebes». La pieza que tienen aires de himno festivo culminaba este oratorio. Su carácter general era más cívico que sagrado, puesto que se destinaba al festejo anual que reunía a los capitanes de marina de Hamburgo. Telemann era desde 1722 director musical de la ciudad y como tal componía cada año una obra nueva para este evento. Desgraciadamente no se dispone de toda la colección, algunas se han perdido. La que aquí traigo es una de las más ambiciosas, la de 1730.
So gehe hin, Ec. 9:7, G. P. Telemann,
Hamburgische Käpitansmusik 1730,
Rundfunkchor und Rundfunk-Simphonie-Orchester Leipzig
Vayamos, pues, a los textos escogidos. El primero de ellos proviene del Libro de los salmos, que está compuesto, como es bien sabido, de un conjunto de alabanzas poéticas atribuidas en su mayor parte al rey David. Entre estos salmos hay uno que parece haber gozado de cierta predilección en los oficios litúrgicos por su tono entusiasta y fervoroso. Me refiero a uno que en su versión latina comienza afirmando Laetatus sum. Acompañado de antífonas gregorianas, este salmo sigue incluido en el repertorio de la misa del segundo domingo de Adviento. El salmo intenta comunicar la alegría por la llegada a Jerusalén, la ciudad santa, un motivo que tiene obviamente en la liturgia cristiana un carácter más simbólico que otra cosa. Su aparición musical más deslumbrante se da, junto a otras antífonas y salmos, en una obra de capital importancia en la historia de la música, Vespro della beata Vergine. La versión más notable de esta obra de música sacra, la original, fue compuesta por Claudio Monteverdi en 1610, pero existen otras posteriores e igualmente interesantes como las de Alessandro Scarlatti, Giovanni Battista Pergolesi y Nicola Porpora. La de este último es la que a continuación presentaremos. La obra, dedicada a la Virgen, se interpretaba en la víspera de la Asunción. Entre la serie de piezas que la forman destaca el salmo Laetatus sum, un fogoso allegro concebido como un motete para soprano y coro de cuatro voces respaldado por un conjunto de cuerdas y bajo continuo.
Laetatus sum, Salmo 121, N. Porpora,
Isabelle Poulenard, soprano,
Les Passions, dir. Jean-Marc Andrieu, 2007
De la misma época, prácticamente coetáneo de Porpora, es Georg Philipp Telemann. El texto ahora escogido procede de un libro que, a diferencia del Libro de los salmos, no es precisamente un cancionero. El Eclesiastés viene a ser una larga predicación en la que se nos proponen consejos acerca del carácter fugaz que tiene la vida en la perspectiva de una muerte inexorable. El curso del tiempo y la aceptación de nuestro destino final están presentes en buena parte de sus versículos. El tono puede ser marcadamente grave, como en el resto de los libros sapienciales de la Biblia, pero existen concesiones manifiestas a la alegría de vivir, que en algún caso se nos presenta como una conquista por la que deberíamos luchar. Alguien aconsejó a Telemann la inclusión en su oratorio Jauchze, jubiliere und singe del versículo 7 del capítulo 9 en la versión alemana que Lutero hizo de la Biblia. Dicho versículo se inicia incitando a aprovechar la vida y regocijarse con So gehe hin und iss dein Brot mit Freuden, que traducido viene a decir «¡Vamos, pues! Disfruta del pan que comes y goza del vino que bebes». La pieza que tienen aires de himno festivo culminaba este oratorio. Su carácter general era más cívico que sagrado, puesto que se destinaba al festejo anual que reunía a los capitanes de marina de Hamburgo. Telemann era desde 1722 director musical de la ciudad y como tal componía cada año una obra nueva para este evento. Desgraciadamente no se dispone de toda la colección, algunas se han perdido. La que aquí traigo es una de las más ambiciosas, la de 1730.
So gehe hin, Ec. 9:7, G. P. Telemann,
Hamburgische Käpitansmusik 1730,
Rundfunkchor und Rundfunk-Simphonie-Orchester Leipzig
martes, 14 de septiembre de 2021
Las recias columnas que sostienen el tinglado
Con idea de desmitificar, siquiera sea ligeramente, entre los redactores más jóvenes de la Gaceta del Chapitel su ingente, sufrido, comprometido y trascendental esfuerzo como profesional, un conocido colaborador confiesa haber tenido que pechar muy resignadamente con lo que para él es «un reconocimiento un poco desmedido» a su simpática columna diaria de opinión La mirada chispoleta. Un poco más suelto, entre copas y croquetas, decide a continuación abrirse en canal y revelar en corrillo su secreto: «Cualquiera puede durar mil años si ha aprendido a darse cuerda y vivir de sus sinsorgadas. Para muchos esto viene siendo un descubrimiento. Yo hace años que estoy en ello y, como es en beneficio de mi empresa, espero seguir ahí hasta los mil».
lunes, 13 de septiembre de 2021
El engaño diario
El engaño nos asiste generoso en el sueño, pero no deberíamos entenderlo conforme a lo dictado por el diccionario, es decir como una falta a la verdad. Al soñar, el engaño nos ayuda ante todo a desprendernos de la realidad. Gracias a eso, dejamos avanzar a sus anchas al deseo o accedemos a realidades fantasmales mucho menos afectuosas. Pero en ninguno de estos casos nuestra verdad, la que guardamos en nuestro subconsciente, desaparece del sueño, más bien se mantiene en escena y sentimos cómo desde el fondo guía nuestro viaje. No obstante, es difícil distinguirla, porque suele acompañarnos disfrazada y completamente desarmada de lógicas. Al despertar nadie piensa que el sueño no sucedió, a lo sumo dirá que lo que sucedió no fue real, algo que es bien fácil de sostener cuando lo difícil es recordarlo. Nadie dirá tampoco que lo que le sucedió en el sueño fue mentira, pues probablemente tuvo una experiencia vívida, donde las visiones y sensaciones le llegaron con suficiente nitidez como para conmocionarle. Podrá uno decir que, como mediaba el engaño, su integridad física siempre estuvo a salvo, pero no que lo sucedido no le afectó. Ahora bien, valorar las consecuencias tras salir del engaño y reconocer la medida en que uno como soñador se ha visto afectado, es un asunto complejo que nos remite de nuevo a la verdad. Puesto que de certezas hablamos, sólo quiero remarcar que lo que era cierto en nosotros, lo que sustenta nuestra forma de ser, seguirá siendo cierto después. No digo con ello que lo percibido como verdadero más allá de nosotros no experimente alteraciones. Puede que al salir del sueño, en el desengaño, se dé, por ejemplo, una erosión de nuestras creencias. Cuando al despertar nos reconciliamos con la realidad material, nuestra conciencia trata de fijar la verdad, pero se necesita tiempo para saber en qué medida se ha visto afectada. Poníamos antes el ejemplo de los que salen descreídos del sueño. Normalmente no quieren creer que lo que el sueño ha expresado, recabando en su subconsciente, sea cierto y resumen su escepticismo diciendo que todo ha sido un mal sueño. Esto nos llevaría a reflexionar si existen los buenos sueños, pero no creo que corresponda hacer ahí distinción entre malos y buenos. Lo que sí podemos decir es que, gracias a ese engaño en que al soñar nos movemos, con algunos de ellos alcanzamos objetivos que en la realidad tangible nos resultan imposibles. A raíz del sueño nos preguntamos, y ésta es la afección principal, hasta dónde debemos creer en esa realidad, cuya ambigüedad ahora nos sorprende, pero la incidencia de esto en la verdad que establece nuestra conciencia personal es relativa. Hay, no obstante, casos excepcionales. En ellos ya no se trata de objetivos virtualmente logrados ni de deseos virtualmente satisfechos, de lo que hablamos es de visiones que proyectan su potente imagen sobre la realidad material y que inducen a algunos soñadores visionarios a abrazar nuevos criterios de verdad. Cuando esa verdad se afirma en su conciencia, corren el severo riesgo de provocar terribles efectos al sobreponer, o imponer si pueden, su frágil sueño en la esperanzada realidad que comparte con otros.
domingo, 12 de septiembre de 2021
Pensamiento hermético
Hablemos del pensamiento. Hermético no significa profundo, profundo no significa valioso, valioso no significa imperecedero, imperecedero no significa auténtico, auténtico no significa verdadero. Puede ser hermético un cerrojo, profundo un calabozo, valiosa una llave, imperecedera una piedra, auténtico un cretino. Si lo juntas todo, puede que te salga la historia de aquel auténtico cretino que, sentado en una piedra gastada pero imperecedera, miraba decepcionado la llave del profundo calabozo en que estaba encerrado al no poder abrir su cerrojo hermético. Que tengas una historia no significa que el pobre cretino tenga un pensamiento verdadero. Por no tener no tiene ni la llave verdadera y sin ella no puede pensar en salir de su agujero.
La verdad burlona
El buen cómico oficia con la verdad de un modo sutil: primero prueba a cerrar los ojos para huir de su imponente brillo y consigue así dejarla a oscuras; seguidamente la hará resurgir sacándole los colores y, al enfocarla desde otro punto de vista, saldrá además a la luz su lado más escondido y ridículo.
sábado, 11 de septiembre de 2021
El mundo desde arriba
La primera idea frente a un mapa es situarnos, encontrar nuestra posición, a fin de estimar a continuación qué importancia tiene respecto a lo que la rodea. En este sentido la cosa cambia bastante según sea la escala en que se nos muestre el conjunto. En algún caso podemos sentirnos de hecho tan insignificantes que quedamos abrumados por la magnitud de los llanos que extienden más allá de nuestras fronteras o fascinados ante el opaco mundo que yace sumergido muy cerca de nuestras costas. Si la escala del mapa es muy pequeña, no encontramos gran obstáculo para encontrar en él nuestra propia casa y nos sentimos tentados de creer que el mundo entero se reduce a la pequeña y familiar parcela que el mapa nos enseña. Cuánto más amplio es el mapa más tiende a distorsionar nuestra verdadera dimensión y a desvirtuar nuestro dominio sobre el territorio. Basta medir distancias y establecer horarios para entender qué lejos nos queda lo que sucede en la otra punta. Cuando median días de viaje se nos hace casi imposible sentir, a pesar de la instantaneidad de la comunicación, los hechos del mismo modo, al quedar la simultaneidad retardada y la sintonía enturbiada por la lejanía. Partiendo de la geografía, esos mapas vienen a dejar constancia, como si fueran desagradables espejos, de nuestra condición limitada y a rebajar drásticamente nuestras aspiraciones de abarcar el mundo.
Cuando resistimos a esa inicial e imperiosa tentación de vernos representados en el mapa, todo empieza a ser mucho más interesante. Desde luego que examinar un mapa puede ser sugerente siempre. Pero cuando el mapa viene además con su leyenda, parece animarnos a descubrir lugares, o más bien puntos, insólitos, que imaginamos perdidos en algún rincón de la tierra. Con ser interesante, más aún lo es el ir topando con nombres (cuando somos capaces de entender la grafía) de resonancias tan pronto misteriosas como históricas. Para ello no hay más que probar a ampliar en el ordenador el mapa y empezar a navegar en él a través del mar Egeo o internarse en los frondosos bosques avenados por los infinitos afluentes del Amazonas. Cuando perdemos contacto con los nombres y se desdibujan las fronteras administrativas, surge con más nitidez la pura geografía. Los ríos, los lagos, las costas, hasta los páramos y los desiertos adquieren su propio relieve. Es entonces cuando sucede algo inesperado: el mapa nos descubre formas conocidas y figuras intrigantes que aguardaban calladas a la sombra de las tintas de colores. En ese punto sentimos como si el mapa nos interpelara, pero no supone plantearse, como al principio, quiénes somos o no somos ni dónde nos encontramos en el mundo, sino cómo lo miramos y lo hacemos comprensible, cómo seguimos reconociéndolo a través de las mudas formas. El experimento requiere prescindir en el mapa de todo lo que distraiga el examen directo de la geografía. Por eso es preferible llevarlo a cabo con las ortofotos y mejor aún si pueden ser coloreadas en sus tonos naturales para poder así apreciar en ellas los verdes, los blancos, los ocres y los azules, e intentar dar a cada área su carácter cromático. Esto da pie además a un interesante juego, pues podemos contemplar ese mapa como una fantasía pictórica y descubrir en él el asombroso cuadro que surge de repente al alcance de nuestra imaginación.
Cuando resistimos a esa inicial e imperiosa tentación de vernos representados en el mapa, todo empieza a ser mucho más interesante. Desde luego que examinar un mapa puede ser sugerente siempre. Pero cuando el mapa viene además con su leyenda, parece animarnos a descubrir lugares, o más bien puntos, insólitos, que imaginamos perdidos en algún rincón de la tierra. Con ser interesante, más aún lo es el ir topando con nombres (cuando somos capaces de entender la grafía) de resonancias tan pronto misteriosas como históricas. Para ello no hay más que probar a ampliar en el ordenador el mapa y empezar a navegar en él a través del mar Egeo o internarse en los frondosos bosques avenados por los infinitos afluentes del Amazonas. Cuando perdemos contacto con los nombres y se desdibujan las fronteras administrativas, surge con más nitidez la pura geografía. Los ríos, los lagos, las costas, hasta los páramos y los desiertos adquieren su propio relieve. Es entonces cuando sucede algo inesperado: el mapa nos descubre formas conocidas y figuras intrigantes que aguardaban calladas a la sombra de las tintas de colores. En ese punto sentimos como si el mapa nos interpelara, pero no supone plantearse, como al principio, quiénes somos o no somos ni dónde nos encontramos en el mundo, sino cómo lo miramos y lo hacemos comprensible, cómo seguimos reconociéndolo a través de las mudas formas. El experimento requiere prescindir en el mapa de todo lo que distraiga el examen directo de la geografía. Por eso es preferible llevarlo a cabo con las ortofotos y mejor aún si pueden ser coloreadas en sus tonos naturales para poder así apreciar en ellas los verdes, los blancos, los ocres y los azules, e intentar dar a cada área su carácter cromático. Esto da pie además a un interesante juego, pues podemos contemplar ese mapa como una fantasía pictórica y descubrir en él el asombroso cuadro que surge de repente al alcance de nuestra imaginación.
Karen Amaia, Esto no es un árbol, Ortofotos tomadas de Google Maps 2020 |
viernes, 10 de septiembre de 2021
Literatura del asfalto
Fue el mismísimo Joseph Goebbels el que, tras dictar en su discurso sentencia de exclusión para los judíos por tratarse de una infame lacra social, hizo lo propio con sus escritos calificándolos de literatura del asfalto. Suponemos que pretendía llevar a cabo una estigmatización en toda regla, más teniendo en cuenta que el estilo de los autores judíos chocaba frontalmente con el tono evocador e impregnado de rancio romanticismo que tanto agradaba al poder nacionalsocialista y que servía de algún modo de mullido sostén a sus ideas. A la sentencia siguió la quema ejemplar de toda esa literatura en la plaza pública. El ignominioso acto, hoy conocido como la Brandnacht, se celebró el 10 de mayo de 1933. Buena parte del espíritu alemán voló con las pavesas cuando aquellos libros quedaron reducidos a cenizas. Así lo entendió uno de aquellos escritores declarados inaceptables e indignos de seguir en las bibliotecas alemanasy que por ello formó parte de la primera lista negra. En ella constaban 131 escritores, no sólo judíos evidentemente, sino de toda condición y procedencia. Para entonces Joseph Roth había publicado novelas tales como La tela de araña, La rebelión, Fuga sin fin y, quizá la más famosa, La marcha Radetzky. Por su condición de judío, de periodista y, sobre todo, por haber reflejado magistralmente el pulso y la polifacética vida de las ciudades alemanas, particularmente de Berlín, en sus crónicas y novelas, representa como ningún otro a esa literatura del asfalto.
Lo que que para Goebbels era absolutamente abominable, ese apego al asfalto, constituía sin embargo para Roth, convertido en portavoz de la amplísima nómina de narradores judíos, casi un timbre de gloria. Comparado con esos paraísos perdidos en el fondo de llanuras y colinas, de bosques y mares, el mundo urbano no es de tan anchos horizontes y, a medida que avanzas hacia su núcleo, situado en la plaza del mercado, la ilusión racionalista, con sus largas avenidas buscando escapar de la ciudad, se ve trocada por una maraña de intrincadas callejuelas en las que el ciudadano queda irremediablemente atrapado. El urbanismo, si se entiende en su sentido más general, genera su propio mundo, un mundo cuyos habitantes viven muchas veces atribulados por odiosas rutinas de las que son ocasionalmente rescatados por singulares encuentros, fervorosas reuniones y celebraciones masivas. Justo de ese mundo que se asienta en el asfalto es del que principalmente hablan las obras de escritores como Alfred Döblin, Peter Altenberg, Franz Kafka, Stefan Zweig o las del propio Roth. Eso en el plano estrictamente literario, porque, si nos movemos a otros campos de corte más filosófico, es imposible despegar el asfalto del legado de gente como Walter Benjamin, Hanna Arendt o Elias Canetti.
Podrá parecer un tanto pretencioso arrogarse para los judíos, así en general, el descubrimiento de una literatura propiamente urbana, pero de lo que no cabe duda es de que su contribución, sin ser germinal, ha sido decisiva. Creo que deberíamos disculpar a Roth su arrogancia, fruto probable del terrible momento que vivía la Alemania urbana cuyas calles y plazas tanto había pateado, y cuyos cafés y garitos tanto había frecuentado. Pocos meses después de la Brandnacht escribe desde París un artículo titulado El auto de fe del espíritu. Tras denunciar en él «la sangrienta irrupción de los bárbaros en la técnica perfeccionada» de destrucción del espíritu, lamenta el tremendo error de quienes se habían considerado hasta entonces «ciudadanos alemanes de confesión judía» y pasa a continuación a reivindicar la importancia determinante en la literatura alemana del siglo XX de los escritores «judíos, medio judíos y un cuarto de judíos». Para cifrar su importancia se detiene en aquella literatura del asfalto y en el intelectualismo que tanto odiaba Goebbels. En opinión de Roth, «los judíos han descubierto y pintado el paisaje de la ciudad y el paisaje anímico del ciudadano. Han desvelado toda la complejidad de la civilización urbana. Han inventado el café y la fábrica, el bar y el hotel, la banca y la pequeña burguesía de la capital, los lugares de encuentro de los ricos y los barrios de los pobres, el pecado y el vicio, el día y la noche en la ciudad, el carácter del habitante de las grandes urbes».
Es posible que Roth se dejara llevar ahí por su ardor reivindicativo, pero, si examinamos lo que vino tras la siembra en aquellos años 30, veremos a Nueva York convertida en una metrópoli símbolo de la moderna ciudad. Mirando ese espejo, parece imposible no reconocer en su carácter cosmopolita y mercantil la herencia europea y lo mucho que debe mucho al espíritu judío de aquella agitada época de los 30, un cáracter que, por otra parte, lo hemos ido viendo reproducirse después en la mayoría de las grandes capitales del mundo. También la literatura y el pensamiento del siglo XX reflejan de un modo u otro ese protagonismo neoyorkino de raíz urbana. Autores como Saul Bellow, Philip Roth o Paul Auster, pensadores como Isaiah Berlin, Claude Lévi-Strauss o Eric Hobsbawn, críticos como George Steiner o Harold Bloom, son buena muestra de que cierta tradición literaria y de pensamiento no declina, ni en el mundo urbano ni entre los autores judíos.
Lo que que para Goebbels era absolutamente abominable, ese apego al asfalto, constituía sin embargo para Roth, convertido en portavoz de la amplísima nómina de narradores judíos, casi un timbre de gloria. Comparado con esos paraísos perdidos en el fondo de llanuras y colinas, de bosques y mares, el mundo urbano no es de tan anchos horizontes y, a medida que avanzas hacia su núcleo, situado en la plaza del mercado, la ilusión racionalista, con sus largas avenidas buscando escapar de la ciudad, se ve trocada por una maraña de intrincadas callejuelas en las que el ciudadano queda irremediablemente atrapado. El urbanismo, si se entiende en su sentido más general, genera su propio mundo, un mundo cuyos habitantes viven muchas veces atribulados por odiosas rutinas de las que son ocasionalmente rescatados por singulares encuentros, fervorosas reuniones y celebraciones masivas. Justo de ese mundo que se asienta en el asfalto es del que principalmente hablan las obras de escritores como Alfred Döblin, Peter Altenberg, Franz Kafka, Stefan Zweig o las del propio Roth. Eso en el plano estrictamente literario, porque, si nos movemos a otros campos de corte más filosófico, es imposible despegar el asfalto del legado de gente como Walter Benjamin, Hanna Arendt o Elias Canetti.
Podrá parecer un tanto pretencioso arrogarse para los judíos, así en general, el descubrimiento de una literatura propiamente urbana, pero de lo que no cabe duda es de que su contribución, sin ser germinal, ha sido decisiva. Creo que deberíamos disculpar a Roth su arrogancia, fruto probable del terrible momento que vivía la Alemania urbana cuyas calles y plazas tanto había pateado, y cuyos cafés y garitos tanto había frecuentado. Pocos meses después de la Brandnacht escribe desde París un artículo titulado El auto de fe del espíritu. Tras denunciar en él «la sangrienta irrupción de los bárbaros en la técnica perfeccionada» de destrucción del espíritu, lamenta el tremendo error de quienes se habían considerado hasta entonces «ciudadanos alemanes de confesión judía» y pasa a continuación a reivindicar la importancia determinante en la literatura alemana del siglo XX de los escritores «judíos, medio judíos y un cuarto de judíos». Para cifrar su importancia se detiene en aquella literatura del asfalto y en el intelectualismo que tanto odiaba Goebbels. En opinión de Roth, «los judíos han descubierto y pintado el paisaje de la ciudad y el paisaje anímico del ciudadano. Han desvelado toda la complejidad de la civilización urbana. Han inventado el café y la fábrica, el bar y el hotel, la banca y la pequeña burguesía de la capital, los lugares de encuentro de los ricos y los barrios de los pobres, el pecado y el vicio, el día y la noche en la ciudad, el carácter del habitante de las grandes urbes».
Es posible que Roth se dejara llevar ahí por su ardor reivindicativo, pero, si examinamos lo que vino tras la siembra en aquellos años 30, veremos a Nueva York convertida en una metrópoli símbolo de la moderna ciudad. Mirando ese espejo, parece imposible no reconocer en su carácter cosmopolita y mercantil la herencia europea y lo mucho que debe mucho al espíritu judío de aquella agitada época de los 30, un cáracter que, por otra parte, lo hemos ido viendo reproducirse después en la mayoría de las grandes capitales del mundo. También la literatura y el pensamiento del siglo XX reflejan de un modo u otro ese protagonismo neoyorkino de raíz urbana. Autores como Saul Bellow, Philip Roth o Paul Auster, pensadores como Isaiah Berlin, Claude Lévi-Strauss o Eric Hobsbawn, críticos como George Steiner o Harold Bloom, son buena muestra de que cierta tradición literaria y de pensamiento no declina, ni en el mundo urbano ni entre los autores judíos.
jueves, 9 de septiembre de 2021
El engañoso lirismo campestre
Hay que tener mucho cuidado con ese lirismo campestre que hoy circula por las ciudades y que tan bien se vende. Como es además tan evocador, nos podemos acabar creyendo en deuda perpetua con ese entrañable terruño que nos soporta y alimenta. A partir de ahí falta poco para considerarnos algo así como los últimos y legítimos herederos de los númenes que gobernaron aquellos paraísos enigmáticos, cuando realmente no pasamos de ser simples propagandistas de goces que allí nunca existieron. Los prados, los trigales, incluso los bosques, nunca fueron lugares donde solazarse y seguro que nuestra apropiación y explotación los han convertido en focos invasivos y a la postre en decisivos campos de batalla. En este ambiente de disputa territorial nadie puede creer desde la ciudad que escapará del litigio abierto haciendo una retirada neutral y adoptando como regla una «vida natural» plena de sensatez y mansedumbre. El naturalista sabe cuando posa orgulloso con el último ejemplar de una mariposa desconocida que sólo los medios y redes sociales pueden servir de altavoz a su descubrimiento, cuyo interés es más bien nulo entre la gente de las marismas donde esa criatura habita, mientras que la presencia de la mariposa en la ciudad sería prácticamente imposible. Admitamos, pues, que la convivencia del ciudadano con su entorno natural está guiada por el interés y que eso da pie a desavenencias y abusos. Por lo que llevamos visto a lo largo de la historia, la convivencia se ha visto salpicada, y lo hace cada vez con mayor frecuencia, por episodios de fuerza mayor de consecuencias generalmente devastadoras. Hablábamos al comienzo de las deudas contraídas cuando deberíamos hablar más bien de equilibrio, para no llevar al terreno moral lo que corresponde a otro orden más secular, a un cambio de percepción de lo natural dejándonos llevar una conducta menos agresiva. Con esa deuda en su conciencia, tanto si es moral como no, los hay que vuelven al campo de batalla e intentan practicar la coexistencia; otros nos contentamos con dedicar al medio natural una mirada distinta, nunca tan escrutadora y aséptica como la del naturalista, una mirada discreta destinada a promover cierto equilibrio. Sería casi imposible que no subsistiera en ella el deseo de redimir culpas y por ello nos consagramos a la misión de contrarrestar daños evitando como ciudadanos seguir con esa convivencia destructora y netamente ventajista. Puede parecer un programa modesto, pero la verdad es que dudo mucho de que puedan ser el poeta o el paisajista desde sus residencias urbanas los que, remugando viejas creencias y apelando a las raíces, rediman con delicada fantasía, en aras del supremo valor del orden y la belleza, tanto estrago y tanta crudeza.
Sociodiversidad
Como el instinto de supervivencia manda e insta forzosamente a adaptarse, la ciudad ha ido dando lugar de forma bastante espontánea, en su relativamente breve período de existencia, a tanta sociodiversidad como biodiversidad reina en la naturaleza. En realidad, la sociedad es un complejo sistema no del todo natural, surgido fundamentalmente de la ciudad, en el que no hay especies distinguibles, pero en el que hay, por contra, castas, religiones, círculos, sectas así como asociaciones de toda índole. Entre todas ellas se han acabado estableciendo rígidas fronteras y en torno a ellas han surgido conflictos y guerras. Al margen de lo que señalen las fronteras, diferenciar una asociación de otra requiere a veces sutileza y consecuentemente un esfuerzo analítico importante y lo peor es que no existe, como pasa en la clasificación biológica, nada parecido a una clave dicotómica capaz de deslindar las costumbres y actitudes que hacen la diferencia. Es curioso que en las clasificaciones linneanas esté el hombre representado por una única especie, homo sapiens; parece casi una broma, considerando la diversidad de saberes y de ignorancias que en la ciudad se cultivan y las infinitas combinaciones de ambos con que los ciudadanos circulan por sus calles. Incluso dos individuos de sexo opuesto, aunque no sean socialmente afines, pueden procrear y tener descendencia, claro que ésta se verá sometida más tarde a la tensión que cada uno de ellos imponga por llevarla a su cuerda. Así, sorprende ver que dentro de la especie existe una neutralidad biológica, una neutralidad que no siempre se da entre los ciudadanos, en tanto que portadores del acento cultural impuesto mediante los códigos propios de su grupo social. Da la impresión de que en la actualidad, al estar la vida social enfocada y proyectada desde la ciudad, la sociodiversidad ha entrado en un proceso de expansión acelerada. Podría incluso concluirse que aquí cierta neutralidad se ha alcanzado, porque el libre albedrío personal parece sacar ventaja a los intentos de control social ejercidos por los diversos grupos. Mientras tanto, frente a esa expansión caprichosa de la sociodiversidad que rige en la ciudad, la biodiversidad se va replegando a santuarios cada vez más restringidos. Hace tiempo que estas dos tendencias han entrado en conflicto y lo que llamamos vulgarmente medio ambiente viene siendo el campo de batalla. Admitir respeto para criaturas y entes que no se pronuncian sino que calladamente desaparecen, exige códigos de conducta que son extraños, si no incompatibles, con la dinámica de grupos que la sociedad fomenta a través de la ciudad y todos sus medios de comunicación. La pregunta urgente que todos ahora mismo nos hacemos es: ¿representa de algún modo la libertad individual, como factor medular de la vida urbana, una amenaza para la supervivencia del resto de las especies? O bien, ¿existe alguna relación inversa entre el aumento de la sociodiversidad y la disminución de la biodiversidad? Es difícil responder, pero, hablando de códigos sociales, sí que podemos afirmar que dentro de la diversidad urbana hay sectores que entienden su ejercicio liberal para con el medio en el que se desenvuelven de un modo dominante y depredador. Reprobar a esa gente es imprescindible, pero eso a veces no basta, por lo que sus pulsiones destructivas deberán de ser combatidas con reglamentos restrictivos si no queremos quedarnos solos y rodeados por un ambiente tan enrarecido y poco natural que todo lo que nos quede finalmente a la vista tenga un aire claudicante y sometido, desvitalizado.
miércoles, 8 de septiembre de 2021
Creer consejos
No siempre me creas, ponme en duda. Quizá dije lo dije para que me creyeras, pero eso no significa que fuera yo quien lo creyera. El que te habla no es necesariamente el que se lo cree. Son dos. Así funciona la persuasión. Nunca acabarás de saber bien del todo lo que creo, sólo sabrás lo que quiero que creas. Así que no pretendas creer lo mismo que yo creo, porque nunca sabrás qué es. Con todo créeme ahora cuando te digo: marca tu distancia, despeja tus propias dudas y cree lo que tu quieras.
martes, 7 de septiembre de 2021
Cita con el filibustero
Se equivoca quien crea que por echarse a la cara un libro, tanto mejor si es un clásico, va a salir de su espesura con inteligencia y va a abandonar por fin el dique seco. Como mucho este improvisado navegante sacará de entre esas páginas alguna idea nueva, cuyo crédito evitará revelar no vaya a ser que cuando esboce y lleve al papel sus florituras quede expuesto a incómodas comparaciones con el original. Hablo ahí de un personaje bastante reconocible, hecho a la idea de que esas minucias no pueden ser obstáculo para lanzarse a hacer literatura y exhibirse como genuino creador. Te lo puedes imaginar acodado en la mesa de trabajo, en su rincón favorito rodeado de sus fetiches inspiradores y algún libro de citas célebres. Como en ese escenario siempre se siente observado, te dedicará su actuación y, a tal efecto, inclinará abrumado su cabeza y llevará su mano hasta la frente para dar muestras de fatiga insuperable y remover allí suavemente, con los ojos entrecerrados, ese indómito mechón que se le viene hasta la ceja. Tan acabada es su representación que por un momento, como espectador, pensarás tú que allí dentro, en su mente, se ha desatado una terrible tormenta. Estate tranquilo, no tardará mucho en salir para ti de su ensimismamiento y justo entonces lo verás en su momento más crítico, porque es ahí cuando te mirará fijamente y, tras desembarazarse de cualquier asomo de decencia y pasar a limpio las ideas ajenas, declarará con aires de indiferencia: «¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; no hay nada nuevo bajo el sol»; y lo hará convencido de que así quedarán justificados sus atropellos. Imagina, además, que nadie echará en falta la cita a pie de página y que todos tomarán la luminosa frase como un destilado final de su activo intelecto. Siempre habrá —porque la gente está hoy muy documentada— alguien que, para chafarle su comedia, mostrará el número del versículo del Eclesiastés y reclamará para Salomón su papel de inspirador, dejando de este modo caer, con su legítima alegación, un oscuro e irremediable borrón en el flamante discurso del farsante. Salir airoso de la farsa requiere tablas y cierta dosis de jactancia para contrarrestar la acusación de botarate que se le vendrá encima. Si lo que sigue a esa declaración en su discurso aún merece la pena, quizá le sirva como excusa decir que «por clásico es lo antedicho tan común que ni merece acreditación»; si no merece la pena, debería quedar definitivamente expuesto al escarnio público por fatuo. Pero, incluso en el primer caso, después de su falta de escrúpulo, quién va a creer que merece la pena entrar a valorar su dudosa continuación de las ideas ajenas y, además, quién dice que no sigue siendo el resto de lo que ofrece una copia de algún otro autor más difícil de identificar. Puede que el periplo de este lector oportunista y navegante en aguas ajenas llegue a ser de interesantes consecuencias, pero cualquiera que lea la crónica de sus viajes, sospechando de su cinismo, evitará acompañarle. Un aviso para quien anda buscando rumbos nuevos: no es sensato seguir en su singladura al filibustero.
lunes, 6 de septiembre de 2021
Entre el espacio y la tierra
Atraviesas en sueños el espacio y no aciertas a saber si caes o vuelas. Nada deberías temer mientras sigas acogido ahí entre las alturas, pero no se te ocurra despertar o te reclamará la tierra resentida.
domingo, 5 de septiembre de 2021
Oportunidades
A un lado están los espabilados que dicen verlas venir, al otro los remolones que se conforman con dejarlas escapar y en medio somos mayoría los que, incapaces de pillarlas, las vemos simplemente pasar.
sábado, 4 de septiembre de 2021
Mi lágrima de piedra
Pretender que sólo pueden ser joyas las piedras talladas por el humano es
absurdo, porque de un modo u otro todas han sido talladas. Lo que pasa es que
la belleza natural sólo acaba destacando ante quien la quiere ver. Normalmente
en esto de la belleza nos dejamos llevar por el valor fijado para la piedra
por el mercado o por el número de horas empleadas en darle forma. Creo que es
un error seguir por ahí e incluso que no pocas veces carece de sentido adaptar
la materia al gusto dominante. Podemos ver el arte y la artesanía como formas
de intervención humana dotadas sin duda de grandes dosis de ingenio, pero quizá sea excesivo celebrar
su resultado como auténticas creaciones. No sé, la verdad, si como humanos
nos corresponden palabras tan grandes, tan sonoras. Todos queremos ser
creadores y queremos dejar en el mundo huella, por más que debamos contentarnos
con dejar a lo sumo descendencia. Nos atenemos a la idea de que el mundo por ser de todos no
es en realidad de nadie y, consecuentes con ella, nos empeñamos en firmar debajo de lo que un buen día
moldeamos a nuestro antojo para así poder proclamar a los cuatro vientos que eso es obra
nuestra.
No sé si es exactamente mía la piedra que ahora mismo tengo delante de mí, encima de mi mesa, junto al teclado. Creo que reposa ajena a todo lo que la rodea, que aparte de mí nadie realmente la reclama y que
tampoco solicita dueño que la posea. En esto lo único cierto es que a mí me gusta
verla. Por eso a veces la cojo y la palpo siguiendo cuidadosamente las
pequeñas estrías que la recorren, en las que hasta creo sentir los constantes tumbos
que ha ido sufriendo. Dentro de su evidente humildad lo extraordinario es que
al examinarla siempre remueve mi imaginación y me ofrece más de una sorpresa. A mí me parece que eso es
tan digno de aprecio si no más que lo que ofrecen la originalidad y la belleza.
Ya sé que no tengo delante un rubí, ni un ágata, ni una esmeralda, pero eso no quiere decir que mi piedra carezca de encanto. Supongo que por su condición telúrica tiene el raro poder de transmitir vibraciones y eso estimula en mí sentimientos positivos. Diría incluso que despierta en mí afectos nuevos hacia ese mundo mineral, siempre tan descuidado, una clase de afectos que probablemente ninguna de aquellas
otras piedras tan luminosas y codiciadas conseguiría.
Sin saber mucho de esto, supongo que, como los roquedos cercanos al lugar donde la encontré, la pieza de marras es una caliza del Terciario, del Oligoceno. La descubrí en el largo raso herboso que culmina el monte Azegi, una de las alturas que jalonan el valle de Esteribar. Estaba casi enterrada en la hierba, sólo era visible un cuarto de su volumen. Al principio no me pareció gran cosa, era sólo una curiosidad mineral como muchas otras de las que a veces bajo del monte. Fue después cuando me fue encandilando por su forma singular. Y no era sólo su forma, era también su tacto rugoso, su aspecto genuino lo que me atraía. Estaba tan bien modelada que me planteaba dudas de si había sido simplemente obra del azar o estaba ante una herramienta neolítica de fabricación humana. Con sus 5 centímetros, era de tamaño tan modesto que rondaba la insignificancia y no era fácil encontrarle función. Por esa razón es probable que quisiera darle a mi hallazgo algún relieve. Así que comencé a verla como una tremenda lágrima y eso hizo que se incorporaran al caso, sin pedir permiso, las explicaciones literarias.
Lo primero que se me ocurrió fue elucubrar acerca de quién habría podido ser el que dejó caer en lo alto del monte semejante lágrima. Con aquella apariencia opaca y gris, con aquel calibre gigante, pensé en alguna criatura colosal y un poco melancólica. Vendría ésta de las profundidades y al salir de ellas se habría visto confundida y aterrada por la claridad celeste. Sentí pena por esa figura monstruosa y hasta la imaginé arrodillada, con su enorme cabeza apoyada en la hierba y los ojos inundados de espesas y oscuras lágrimas. La angustia le atenazaba a plena luz del día, allí desorientada en lo alto de la montaña. Como el cielo la había descubierto vagando amenazante a la intemperie, se sentía obligada a pedir clemencia por quebrantar el encierro subterráneo al que había sido condenada por su abominable pasado. Aunque quiero imaginar su errática figura, no consigo darle forma, porque sólo me queda de ella desgraciadamente esa lágrima. Aun así, como muestra, la lágrima es tan tremenda que da la medida de lo terrible que debió ser la pena que arrastraba tras su sentencia. No obstante, me chirriaba un poco aquel llanto incontenible en un imaginario titán, así que cambié de registro. Podría suceder que el monstruo fuera un infame rey desterrado por su gente y perseguido por ella hasta las hondas simas que se abrían en la montaña. Se le habría ordenado refugiarse sin corte, séquito ni ayuda alguna en las alturas de lo que había sido su reino y obligado a descender desde allí a las lóbregas y temibles profundidades donde algunos de sus opositores habían sido encerrados. A veces quebrantaba las normas y salía a un raso herboso cercano. Pero apenas le aliviaba, porque desde allí arriba los días más claros podían llegar a ser para él los más tristes. Aturdido por tanta luz, hacía esfuerzos por contemplar sus dominios hasta que veía con hiriente detalle cómo la gente iba y venía libre de todas las servidumbres que de su férrea mano en otro tiempo conocieron. El espectáculo suponía una condena añadida, tan cruel además que no había día en que no derramara unas cuantas lágrimas. Sin embargo, aquellas lágrimas nunca llegaban a ser transparentes y sinceras. Por su pasada dignidad, por pura arrogancia, se creía en el deber de contenerlas y eso las hacía aún más grandes y densas. Lo que yo había recogido del suelo herboso, mi piedra, era seguramente una muestra de su terrible aflicción y prueba fehaciente de que ese rey imaginado existió. En cualquier caso, es más cómodo imaginar un rey pérfido y desconsolado que una princesa acosada y fugitiva. Pero, ¿y si el rey además de pérfido estaba dominado por una incontenible y lúbrica pasión hacia ella? Ese sería otro cuento. Y en ese cuento es muy probable que un día harta de tanto atropello ella se decidiera a escapar. Llegaría en su huida hasta un recóndito lugar del bosque y, como durante meses no cesó de llorar, bajo sus pies surgió un pequeño manantial de lágrimas. De hecho, lloró tanto y con tanta rabia que al final vio como sus lágrimas se cargaban de fuerza, ganaban cuerpo e iban tomando forma de pequeñas pero afiladas armas. Algo muy dentro le animaba a cobrarse venganza. Sus amigos del bosque, los que a diario bebían de su manantial, le avisaron de que el hombre que la había acosado, su padre, había dejado de ser rey y campaba ahora por las cumbres contemplando con torpe melancolía el reino perdido, aunque sin el menor signo de arrepentimiento por sus muchas fechorías. En realidad no había cambiado demasiado, tan sólo aspiraba a ser el de antes, a ejercer de nuevo su despótico mandato. Un día al ver merodear por los alrededores de la cueva a su hija, sus ojos se le encendieron. Quedó tan cegado por aquella visión de su lascivo pasado que rompió a llorar. Se equivocaría quien creyera que le embargaba alguna dulce emoción, ardía de irrefrenable deseo. Se acercó entonces con ímpetu dominante hasta ella y ni siquiera se insinuó sino que se fue directo a tomar de nuevo posesión de su cuerpo. Al intuir ella sus perversas intenciones, fue sacando de entre sus ropas el arsenal de contundentes y puntiagudas lágrimas que traía y se acercó hasta él solícita. A conciencia y sin ningún remordimiento, le clavó en el pecho aquel llanto suyo de letales lágrimas. Tras acabar su misión, la última la arrojó a la hierba donde quedó medio enterrada. Sería aquella lágrima el triste e imperecedero testimonio de su venganza. Allí la dejó, prefería no verla, quería olvidarla. Siempre supo que las lágrimas de piedra nunca desaparecen, que quizá no afloran del todo, pero que nos pesan siempre en el fondo. A veces le pregunto a mi lágrima si todo esto que imagino es cierto, pero ella calla su versión de la historia y nunca me contesta.
Vulgar caliza, Azegi, Esteribar |
Sin saber mucho de esto, supongo que, como los roquedos cercanos al lugar donde la encontré, la pieza de marras es una caliza del Terciario, del Oligoceno. La descubrí en el largo raso herboso que culmina el monte Azegi, una de las alturas que jalonan el valle de Esteribar. Estaba casi enterrada en la hierba, sólo era visible un cuarto de su volumen. Al principio no me pareció gran cosa, era sólo una curiosidad mineral como muchas otras de las que a veces bajo del monte. Fue después cuando me fue encandilando por su forma singular. Y no era sólo su forma, era también su tacto rugoso, su aspecto genuino lo que me atraía. Estaba tan bien modelada que me planteaba dudas de si había sido simplemente obra del azar o estaba ante una herramienta neolítica de fabricación humana. Con sus 5 centímetros, era de tamaño tan modesto que rondaba la insignificancia y no era fácil encontrarle función. Por esa razón es probable que quisiera darle a mi hallazgo algún relieve. Así que comencé a verla como una tremenda lágrima y eso hizo que se incorporaran al caso, sin pedir permiso, las explicaciones literarias.
Lo primero que se me ocurrió fue elucubrar acerca de quién habría podido ser el que dejó caer en lo alto del monte semejante lágrima. Con aquella apariencia opaca y gris, con aquel calibre gigante, pensé en alguna criatura colosal y un poco melancólica. Vendría ésta de las profundidades y al salir de ellas se habría visto confundida y aterrada por la claridad celeste. Sentí pena por esa figura monstruosa y hasta la imaginé arrodillada, con su enorme cabeza apoyada en la hierba y los ojos inundados de espesas y oscuras lágrimas. La angustia le atenazaba a plena luz del día, allí desorientada en lo alto de la montaña. Como el cielo la había descubierto vagando amenazante a la intemperie, se sentía obligada a pedir clemencia por quebrantar el encierro subterráneo al que había sido condenada por su abominable pasado. Aunque quiero imaginar su errática figura, no consigo darle forma, porque sólo me queda de ella desgraciadamente esa lágrima. Aun así, como muestra, la lágrima es tan tremenda que da la medida de lo terrible que debió ser la pena que arrastraba tras su sentencia. No obstante, me chirriaba un poco aquel llanto incontenible en un imaginario titán, así que cambié de registro. Podría suceder que el monstruo fuera un infame rey desterrado por su gente y perseguido por ella hasta las hondas simas que se abrían en la montaña. Se le habría ordenado refugiarse sin corte, séquito ni ayuda alguna en las alturas de lo que había sido su reino y obligado a descender desde allí a las lóbregas y temibles profundidades donde algunos de sus opositores habían sido encerrados. A veces quebrantaba las normas y salía a un raso herboso cercano. Pero apenas le aliviaba, porque desde allí arriba los días más claros podían llegar a ser para él los más tristes. Aturdido por tanta luz, hacía esfuerzos por contemplar sus dominios hasta que veía con hiriente detalle cómo la gente iba y venía libre de todas las servidumbres que de su férrea mano en otro tiempo conocieron. El espectáculo suponía una condena añadida, tan cruel además que no había día en que no derramara unas cuantas lágrimas. Sin embargo, aquellas lágrimas nunca llegaban a ser transparentes y sinceras. Por su pasada dignidad, por pura arrogancia, se creía en el deber de contenerlas y eso las hacía aún más grandes y densas. Lo que yo había recogido del suelo herboso, mi piedra, era seguramente una muestra de su terrible aflicción y prueba fehaciente de que ese rey imaginado existió. En cualquier caso, es más cómodo imaginar un rey pérfido y desconsolado que una princesa acosada y fugitiva. Pero, ¿y si el rey además de pérfido estaba dominado por una incontenible y lúbrica pasión hacia ella? Ese sería otro cuento. Y en ese cuento es muy probable que un día harta de tanto atropello ella se decidiera a escapar. Llegaría en su huida hasta un recóndito lugar del bosque y, como durante meses no cesó de llorar, bajo sus pies surgió un pequeño manantial de lágrimas. De hecho, lloró tanto y con tanta rabia que al final vio como sus lágrimas se cargaban de fuerza, ganaban cuerpo e iban tomando forma de pequeñas pero afiladas armas. Algo muy dentro le animaba a cobrarse venganza. Sus amigos del bosque, los que a diario bebían de su manantial, le avisaron de que el hombre que la había acosado, su padre, había dejado de ser rey y campaba ahora por las cumbres contemplando con torpe melancolía el reino perdido, aunque sin el menor signo de arrepentimiento por sus muchas fechorías. En realidad no había cambiado demasiado, tan sólo aspiraba a ser el de antes, a ejercer de nuevo su despótico mandato. Un día al ver merodear por los alrededores de la cueva a su hija, sus ojos se le encendieron. Quedó tan cegado por aquella visión de su lascivo pasado que rompió a llorar. Se equivocaría quien creyera que le embargaba alguna dulce emoción, ardía de irrefrenable deseo. Se acercó entonces con ímpetu dominante hasta ella y ni siquiera se insinuó sino que se fue directo a tomar de nuevo posesión de su cuerpo. Al intuir ella sus perversas intenciones, fue sacando de entre sus ropas el arsenal de contundentes y puntiagudas lágrimas que traía y se acercó hasta él solícita. A conciencia y sin ningún remordimiento, le clavó en el pecho aquel llanto suyo de letales lágrimas. Tras acabar su misión, la última la arrojó a la hierba donde quedó medio enterrada. Sería aquella lágrima el triste e imperecedero testimonio de su venganza. Allí la dejó, prefería no verla, quería olvidarla. Siempre supo que las lágrimas de piedra nunca desaparecen, que quizá no afloran del todo, pero que nos pesan siempre en el fondo. A veces le pregunto a mi lágrima si todo esto que imagino es cierto, pero ella calla su versión de la historia y nunca me contesta.
viernes, 3 de septiembre de 2021
El drama del analista
El que juega a buscar llaves no tiene verdadera intención de entrar a ninguna parte. Para él al otro lado de la puerta está la realidad y la cerradura es el inicio de un amargo contraste. Si al probar la llave no acierta, se verá obligado a aprender otro método y a reanudar su frenética partida; si acierta, es todavía peor, es el final del juego y lo que le espera tras cruzar el umbral es la conclusión, de tamaño tan diminuto que, pese a su brillo, pronto queda sumida en un vacío profundo en el que escarbará y escarbará desesperado para dar con la última llave, la que encierra la única verdad, la que abre la puerta de salida.
jueves, 2 de septiembre de 2021
¿Sabemos vivir?
Pues no, está claro que no sabemos vivir, simplemente vivimos. Se supone que si supiéramos lo haríamos mejor, de una forma más eficiente o, al menos, más satisfactoria. Pero conviene no equivocarse: no obedecemos a reglas fijas y las instrucciones sólo llegan, en el mejor de los casos, a orientarnos. Por otro lado, tampoco estoy seguro de que la efectividad vital —sea esto lo que sea— produzca más satisfacción personal, de igual modo que nunca acabo de ver cómo la satisfacción momentánea puede traducirse en un estado de felicidad. Así que formulemos la pregunta inicial, pero con más implicaciones. ¿Acaso saber vivir significa lo mismo que ser feliz? Hay razones para dudarlo. Pensemos un poco en los supervivientes de catástrofes o en los que viven a duras penas con lo poco de que disponen. ¿Diríamos que no saben vivir porque se muestran ajenos al patrón con que muchos miden la felicidad? Quizá tenga también algo que ver el hecho de que por felicidad se sobreentiende un régimen de vida sin penurias ni sobresaltos. Mejor que nadie me pregunte ahora qué es entonces eso de ser feliz. Lo que sí creo es que toda esa gente de la que hablaba ha demostrado y demuestra cada día que en situaciones difíciles saben mantenerse vivos. Así pues, lo que toca preguntarse es: ¿aquel que sabe mantenerse con vida y apura su instinto de supervivencia no es también el que más sabe sobre lo que es realmente vivir? Dejemos ahí la cuestión, pero entonces hay otra que merece la pena tener en cuenta. Se trata de algo que es fácil de constatar: para sobrevivir se tira de instinto y de poco sirve lo que previamente uno hubiera podido aprender en las guías de supervivencia. Y lo que se constata en el caso de la supervivencia, vale en general para la vida, incluso para la más rutinaria. No, no existe manual de uso ni prontuario de reglas con el que sacarle mejor partido. Es inútil pensar que se puede aprender a vivir en cursos programados, por mucho que nos empeñemos en creer que educando marcamos a nuestros retoños los mejores caminos. Es vivir, o mantenerse vivo, lo que nos empuja a aprender por dónde nos movemos, pero propiamente nadie aprende así a vivir sino a lo sumo a trazar su propio camino.
miércoles, 1 de septiembre de 2021
Calamidades que asolan la memoria
Cuando la calamidad ataca y se ceba con la memoria no nos queda más remedio que seguir su evolución con una mezcla de asombro y temor. No se suelen ver venir, porque esas calamidades nunca se declaran de forma repentina, surgen lentamente y avanzan a la manera de plagas, de tal modo que cuando ya han invadido ese territorio gris donde mansamente habitan millones de neuronas y reconocen en el centro ese castillo casi aéreo desde el que se gobiernan, no paran hasta que desdibujan todos los caminos que conducen a él y logran su definitiva ruina. Cada cual estima e identifica a su manera sus propios temores frente a lo que ve y algo parecido pasa con esas calamidades. Eso hace que pase uno a vigilarse de cerca en cuanto presiente que algo dañino va ascendiendo como una imparable marea de fondo. Por lo que llevo conocido, a mí me parece que la memoria es susceptible de sufrir sobre todo tres tipos de calamidades. Me refiero a la nostalgia, la venganza y el olvido, ya que son las que con mayor impacto y efectos más devastadores la aquejan, propiciando en muchos casos un deterioro que resulta tanto más dramático cuanto más temprano. Aunque es relativamente sencillo concretar cuáles son las peores calamidades, no lo es tanto detectar sus silenciosos avances. Sólo cuando el daño se ha hecho con la memoria, percibimos desde fuera que ese portentoso órgano, el cerebro, con el que el paciente venía registrando los hechos en los que se basa su trayectoria, no funciona todo lo bien que sería de esperar y su pequeña historia va dando tremendos bandazos. De todos modos las afecciones de las calamidades y sus manifestaciones en las personas varían notablemente según los casos.
En el caso de la nostalgia estamos ante un estado de conciencia, por así decir, en que la memoria se recrea vagamente en el bien perdido y eso lleva al afectado a perder el sentido de lo que realmente sucedió tras haber elegido cuidadosamente como alternativa un espacio ideal donde todo se vuelve a desarrollar de un modo armonioso, gracias a a lo cual, por muy incierto que todo le parezca en él cuando le sobreviene cierta lucidez, consigue atraerle y cautivarle por completo. El disfrute, aunque sea aplazado, de aquel bien que se perdió convierte la nostalgia en la cara más amable de un mal de mayores y más profundas consecuencias como es la melancolía. De algún modo la nostalgia es su afección en la memoria. Si la melancolía carga tintas oscuras sobre la conciencia de uno mismo y llega a desactivar la voluntad de actuar, la nostalgia puede a veces servir de estímulo a la hora de promocionar desde la memoria ese proceso disolvente. Para combatirlo la mente tiende a reclamar de la memoria ese mundo balsámico que con tanta delicadeza el afectado ha ido tejiendo con los momentos más encantadores que ha podido encontrar en su pasado.
A diferencia de la nostalgia, que siempre gira en torno al bien y a la que la mudanza a lo ideal no le arredra en su vocación expansiva, la venganza se concentra de manera obsesiva en un perjuicio que es normalmente físico y por ello evidente y hasta tangible. Para el afectado ese perjuicio nunca fue fortuito, así que es imperativo que sea su causante quien asuma consecuencias, incluso físicas, toda vez que ha pasado a ser visto a sus ojos como el mensajero del mal. Ese mal, además de incurable, es tan persistente y se memora con tanta insistencia que alimenta el firme deseo de acudir al foco y anular al mensajero. Una vez convertido en vengador, la memoria del afectado no cesa de remitirle al mundo físico en busca del culpable, cuya ostentosa presencia se mueve en inversa proporción respecto a su dolorosa sensación de ausencia. Además de abrir un penoso vacío, esa ausencia hace imposible restaurar ese mundo pasado que la memoria aún retiene y en el que a duras penas intenta vivir. Continúa en el intento hasta que hasta finalmente se rinde y todo aquel mundo deviene fallido e incompleto. Es por tanto esa ausencia, que él se resiste a aceptar como pérdida, la que acaba por invalidar su mundo y su propia presencia en él, hasta el punto de resultarle imposible regenerar su memoria y reparar el daño sufrido. Todo esto genera un ciclo malsano y ese ciclo reiterado provoca a su vez un vértigo obsesivo y claramente enfocado que puede incluso arrastrar al afectado a conclusiones y acciones trágicas.
En el olvido la pérdida no se da de forma singular y física sino en plural, es absoluta y definitiva, porque el olvido llega para secuestrarlo todo, aunque traslada amablemente, en compensación, al afectado a un mundo exterior donde los males padecidos y los bienes disfrutados ni existen. Ese secuestro del recuerdo no es instantáneo ni consecuencia de un desgraciado accidente, es una calamidad que se manifiesta de forma paulatina hasta la pérdida definitiva de contacto. Poco a poco la memoria se extravía dejando escaso rastro y apenas posibilidades de que desde fuera se pueda dar con su paradero. Nos consta que lo que se pierde sin haberlo registrado por algún medio artificial, en papel o en imágenes, ya no se recupera. Pero sabemos también que lo registrado no es más que un pálido reflejo de todo lo que la memoria atesoraba. No hace falta fijarse en el discurso incoherente, es la propia voz destemplada, junto con los silencios entrecortados y cada vez más prolongados, el más fiel indicio de la celeridad con la que su mundo se nos va ocultando. En la sociedad actual tendemos a cifrar la pérdida asignándole un valor, casi siempre numérico, un valor que tiende inexorablemente a cero, a medida que la luz que iluminaba el mundo del afectado progresivamente se apaga. No me gustan demasiado esos símiles con valoraciones, me parece mejor dar a esa pérdida un sentido y aprovechar los restos salvados del naufragio, todo lo conservado en escritos, fotografías y grabaciones fonográficas, para imaginar en nuevos mundos lo que que el mundo perdido en su memoria habría podido llegar a significar. Al fin y al cabo crear no es mucho más que rememorar, mediante los hechos vividos por uno, las inquietudes que otros vivieron. Son las trazas de esas memorias ajenas, muchas de las cuales siguen a nuestro alcance, las que nos ayudan a rescatar mundos y es tarea del creador encontrarles positiva significación en el nuestro.
En el caso de la nostalgia estamos ante un estado de conciencia, por así decir, en que la memoria se recrea vagamente en el bien perdido y eso lleva al afectado a perder el sentido de lo que realmente sucedió tras haber elegido cuidadosamente como alternativa un espacio ideal donde todo se vuelve a desarrollar de un modo armonioso, gracias a a lo cual, por muy incierto que todo le parezca en él cuando le sobreviene cierta lucidez, consigue atraerle y cautivarle por completo. El disfrute, aunque sea aplazado, de aquel bien que se perdió convierte la nostalgia en la cara más amable de un mal de mayores y más profundas consecuencias como es la melancolía. De algún modo la nostalgia es su afección en la memoria. Si la melancolía carga tintas oscuras sobre la conciencia de uno mismo y llega a desactivar la voluntad de actuar, la nostalgia puede a veces servir de estímulo a la hora de promocionar desde la memoria ese proceso disolvente. Para combatirlo la mente tiende a reclamar de la memoria ese mundo balsámico que con tanta delicadeza el afectado ha ido tejiendo con los momentos más encantadores que ha podido encontrar en su pasado.
A diferencia de la nostalgia, que siempre gira en torno al bien y a la que la mudanza a lo ideal no le arredra en su vocación expansiva, la venganza se concentra de manera obsesiva en un perjuicio que es normalmente físico y por ello evidente y hasta tangible. Para el afectado ese perjuicio nunca fue fortuito, así que es imperativo que sea su causante quien asuma consecuencias, incluso físicas, toda vez que ha pasado a ser visto a sus ojos como el mensajero del mal. Ese mal, además de incurable, es tan persistente y se memora con tanta insistencia que alimenta el firme deseo de acudir al foco y anular al mensajero. Una vez convertido en vengador, la memoria del afectado no cesa de remitirle al mundo físico en busca del culpable, cuya ostentosa presencia se mueve en inversa proporción respecto a su dolorosa sensación de ausencia. Además de abrir un penoso vacío, esa ausencia hace imposible restaurar ese mundo pasado que la memoria aún retiene y en el que a duras penas intenta vivir. Continúa en el intento hasta que hasta finalmente se rinde y todo aquel mundo deviene fallido e incompleto. Es por tanto esa ausencia, que él se resiste a aceptar como pérdida, la que acaba por invalidar su mundo y su propia presencia en él, hasta el punto de resultarle imposible regenerar su memoria y reparar el daño sufrido. Todo esto genera un ciclo malsano y ese ciclo reiterado provoca a su vez un vértigo obsesivo y claramente enfocado que puede incluso arrastrar al afectado a conclusiones y acciones trágicas.
En el olvido la pérdida no se da de forma singular y física sino en plural, es absoluta y definitiva, porque el olvido llega para secuestrarlo todo, aunque traslada amablemente, en compensación, al afectado a un mundo exterior donde los males padecidos y los bienes disfrutados ni existen. Ese secuestro del recuerdo no es instantáneo ni consecuencia de un desgraciado accidente, es una calamidad que se manifiesta de forma paulatina hasta la pérdida definitiva de contacto. Poco a poco la memoria se extravía dejando escaso rastro y apenas posibilidades de que desde fuera se pueda dar con su paradero. Nos consta que lo que se pierde sin haberlo registrado por algún medio artificial, en papel o en imágenes, ya no se recupera. Pero sabemos también que lo registrado no es más que un pálido reflejo de todo lo que la memoria atesoraba. No hace falta fijarse en el discurso incoherente, es la propia voz destemplada, junto con los silencios entrecortados y cada vez más prolongados, el más fiel indicio de la celeridad con la que su mundo se nos va ocultando. En la sociedad actual tendemos a cifrar la pérdida asignándole un valor, casi siempre numérico, un valor que tiende inexorablemente a cero, a medida que la luz que iluminaba el mundo del afectado progresivamente se apaga. No me gustan demasiado esos símiles con valoraciones, me parece mejor dar a esa pérdida un sentido y aprovechar los restos salvados del naufragio, todo lo conservado en escritos, fotografías y grabaciones fonográficas, para imaginar en nuevos mundos lo que que el mundo perdido en su memoria habría podido llegar a significar. Al fin y al cabo crear no es mucho más que rememorar, mediante los hechos vividos por uno, las inquietudes que otros vivieron. Son las trazas de esas memorias ajenas, muchas de las cuales siguen a nuestro alcance, las que nos ayudan a rescatar mundos y es tarea del creador encontrarles positiva significación en el nuestro.
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