Fue el mismísimo Joseph Goebbels el que, tras dictar en su discurso sentencia de exclusión para los judíos por tratarse de una infame lacra social, hizo lo propio con sus escritos calificándolos de literatura del asfalto. Suponemos que pretendía llevar a cabo una estigmatización en toda regla, más teniendo en cuenta que el estilo de los autores judíos chocaba frontalmente con el tono evocador e impregnado de rancio romanticismo que tanto agradaba al poder nacionalsocialista y que servía de algún modo de mullido sostén a sus ideas. A la sentencia siguió la quema ejemplar de toda esa literatura en la plaza pública. El ignominioso acto, hoy conocido como la Brandnacht, se celebró el 10 de mayo de 1933. Buena parte del espíritu alemán voló con las pavesas cuando aquellos libros quedaron reducidos a cenizas. Así lo entendió uno de aquellos escritores declarados inaceptables e indignos de seguir en las bibliotecas alemanasy que por ello formó parte de la primera lista negra. En ella constaban 131 escritores, no sólo judíos evidentemente, sino de toda condición y procedencia. Para entonces Joseph Roth había publicado novelas tales como La tela de araña, La rebelión, Fuga sin fin y, quizá la más famosa, La marcha Radetzky. Por su condición de judío, de periodista y, sobre todo, por haber reflejado magistralmente el pulso y la polifacética vida de las ciudades alemanas, particularmente de Berlín, en sus crónicas y novelas, representa como ningún otro a esa literatura del asfalto.
Lo que que para Goebbels era absolutamente abominable, ese apego al asfalto, constituía sin embargo para Roth, convertido en portavoz de la amplísima nómina de narradores judíos, casi un timbre de gloria. Comparado con esos paraísos perdidos en el fondo de llanuras y colinas, de bosques y mares, el mundo urbano no es de tan anchos horizontes y, a medida que avanzas hacia su núcleo, situado en la plaza del mercado, la ilusión racionalista, con sus largas avenidas buscando escapar de la ciudad, se ve trocada por una maraña de intrincadas callejuelas en las que el ciudadano queda irremediablemente atrapado. El urbanismo, si se entiende en su sentido más general, genera su propio mundo, un mundo cuyos habitantes viven muchas veces atribulados por odiosas rutinas de las que son ocasionalmente rescatados por singulares encuentros, fervorosas reuniones y celebraciones masivas. Justo de ese mundo que se asienta en el asfalto es del que principalmente hablan las obras de escritores como Alfred Döblin, Peter Altenberg, Franz Kafka, Stefan Zweig o las del propio Roth. Eso en el plano estrictamente literario, porque, si nos movemos a otros campos de corte más filosófico, es imposible despegar el asfalto del legado de gente como Walter Benjamin, Hanna Arendt o Elias Canetti.
Podrá parecer un tanto pretencioso arrogarse para los judíos, así en general, el descubrimiento de una literatura propiamente urbana, pero de lo que no cabe duda es de que su contribución, sin ser germinal, ha sido decisiva. Creo que deberíamos disculpar a Roth su arrogancia, fruto probable del terrible momento que vivía la Alemania urbana cuyas calles y plazas tanto había pateado, y cuyos cafés y garitos tanto había frecuentado. Pocos meses después de la Brandnacht escribe desde París un artículo titulado El auto de fe del espíritu. Tras denunciar en él «la sangrienta irrupción de los bárbaros en la técnica perfeccionada» de destrucción del espíritu, lamenta el tremendo error de quienes se habían considerado hasta entonces «ciudadanos alemanes de confesión judía» y pasa a continuación a reivindicar la importancia determinante en la literatura alemana del siglo XX de los escritores «judíos, medio judíos y un cuarto de judíos». Para cifrar su importancia se detiene en aquella literatura del asfalto y en el intelectualismo que tanto odiaba Goebbels. En opinión de Roth, «los judíos han descubierto y pintado el paisaje de la ciudad y el paisaje anímico del ciudadano. Han desvelado toda la complejidad de la civilización urbana. Han inventado el café y la fábrica, el bar y el hotel, la banca y la pequeña burguesía de la capital, los lugares de encuentro de los ricos y los barrios de los pobres, el pecado y el vicio, el día y la noche en la ciudad, el carácter del habitante de las grandes urbes».
Es posible que Roth se dejara llevar ahí por su ardor reivindicativo, pero, si examinamos lo que vino tras la siembra en aquellos años 30, veremos a Nueva York convertida en una metrópoli símbolo de la moderna ciudad. Mirando ese espejo, parece imposible no reconocer en su carácter cosmopolita y mercantil la herencia europea y lo mucho que debe mucho al espíritu judío de aquella agitada época de los 30, un cáracter que, por otra parte, lo hemos ido viendo reproducirse después en la mayoría de las grandes capitales del mundo. También la literatura y el pensamiento del siglo XX reflejan de un modo u otro ese protagonismo neoyorkino de raíz urbana. Autores como Saul Bellow, Philip Roth o Paul Auster, pensadores como Isaiah Berlin, Claude Lévi-Strauss o Eric Hobsbawn, críticos como George Steiner o Harold Bloom, son buena muestra de que cierta tradición literaria y de pensamiento no declina, ni en el mundo urbano ni entre los autores judíos.
Lo que que para Goebbels era absolutamente abominable, ese apego al asfalto, constituía sin embargo para Roth, convertido en portavoz de la amplísima nómina de narradores judíos, casi un timbre de gloria. Comparado con esos paraísos perdidos en el fondo de llanuras y colinas, de bosques y mares, el mundo urbano no es de tan anchos horizontes y, a medida que avanzas hacia su núcleo, situado en la plaza del mercado, la ilusión racionalista, con sus largas avenidas buscando escapar de la ciudad, se ve trocada por una maraña de intrincadas callejuelas en las que el ciudadano queda irremediablemente atrapado. El urbanismo, si se entiende en su sentido más general, genera su propio mundo, un mundo cuyos habitantes viven muchas veces atribulados por odiosas rutinas de las que son ocasionalmente rescatados por singulares encuentros, fervorosas reuniones y celebraciones masivas. Justo de ese mundo que se asienta en el asfalto es del que principalmente hablan las obras de escritores como Alfred Döblin, Peter Altenberg, Franz Kafka, Stefan Zweig o las del propio Roth. Eso en el plano estrictamente literario, porque, si nos movemos a otros campos de corte más filosófico, es imposible despegar el asfalto del legado de gente como Walter Benjamin, Hanna Arendt o Elias Canetti.
Podrá parecer un tanto pretencioso arrogarse para los judíos, así en general, el descubrimiento de una literatura propiamente urbana, pero de lo que no cabe duda es de que su contribución, sin ser germinal, ha sido decisiva. Creo que deberíamos disculpar a Roth su arrogancia, fruto probable del terrible momento que vivía la Alemania urbana cuyas calles y plazas tanto había pateado, y cuyos cafés y garitos tanto había frecuentado. Pocos meses después de la Brandnacht escribe desde París un artículo titulado El auto de fe del espíritu. Tras denunciar en él «la sangrienta irrupción de los bárbaros en la técnica perfeccionada» de destrucción del espíritu, lamenta el tremendo error de quienes se habían considerado hasta entonces «ciudadanos alemanes de confesión judía» y pasa a continuación a reivindicar la importancia determinante en la literatura alemana del siglo XX de los escritores «judíos, medio judíos y un cuarto de judíos». Para cifrar su importancia se detiene en aquella literatura del asfalto y en el intelectualismo que tanto odiaba Goebbels. En opinión de Roth, «los judíos han descubierto y pintado el paisaje de la ciudad y el paisaje anímico del ciudadano. Han desvelado toda la complejidad de la civilización urbana. Han inventado el café y la fábrica, el bar y el hotel, la banca y la pequeña burguesía de la capital, los lugares de encuentro de los ricos y los barrios de los pobres, el pecado y el vicio, el día y la noche en la ciudad, el carácter del habitante de las grandes urbes».
Es posible que Roth se dejara llevar ahí por su ardor reivindicativo, pero, si examinamos lo que vino tras la siembra en aquellos años 30, veremos a Nueva York convertida en una metrópoli símbolo de la moderna ciudad. Mirando ese espejo, parece imposible no reconocer en su carácter cosmopolita y mercantil la herencia europea y lo mucho que debe mucho al espíritu judío de aquella agitada época de los 30, un cáracter que, por otra parte, lo hemos ido viendo reproducirse después en la mayoría de las grandes capitales del mundo. También la literatura y el pensamiento del siglo XX reflejan de un modo u otro ese protagonismo neoyorkino de raíz urbana. Autores como Saul Bellow, Philip Roth o Paul Auster, pensadores como Isaiah Berlin, Claude Lévi-Strauss o Eric Hobsbawn, críticos como George Steiner o Harold Bloom, son buena muestra de que cierta tradición literaria y de pensamiento no declina, ni en el mundo urbano ni entre los autores judíos.
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