Hay que tener mucho cuidado con ese lirismo campestre que hoy circula por las ciudades y que tan bien se vende. Como es además tan evocador, nos podemos acabar creyendo en deuda perpetua con ese entrañable terruño que nos soporta y alimenta. A partir de ahí falta poco para considerarnos algo así como los últimos y legítimos herederos de los númenes que gobernaron aquellos paraísos enigmáticos, cuando realmente no pasamos de ser simples propagandistas de goces que allí nunca existieron. Los prados, los trigales, incluso los bosques, nunca fueron lugares donde solazarse y seguro que nuestra apropiación y explotación los han convertido en focos invasivos y a la postre en decisivos campos de batalla. En este ambiente de disputa territorial nadie puede creer desde la ciudad que escapará del litigio abierto haciendo una retirada neutral y adoptando como regla una «vida natural» plena de sensatez y mansedumbre. El naturalista sabe cuando posa orgulloso con el último ejemplar de una mariposa desconocida que sólo los medios y redes sociales pueden servir de altavoz a su descubrimiento, cuyo interés es más bien nulo entre la gente de las marismas donde esa criatura habita, mientras que la presencia de la mariposa en la ciudad sería prácticamente imposible. Admitamos, pues, que la convivencia del ciudadano con su entorno natural está guiada por el interés y que eso da pie a desavenencias y abusos. Por lo que llevamos visto a lo largo de la historia, la convivencia se ha visto salpicada, y lo hace cada vez con mayor frecuencia, por episodios de fuerza mayor de consecuencias generalmente devastadoras. Hablábamos al comienzo de las deudas contraídas cuando deberíamos hablar más bien de equilibrio, para no llevar al terreno moral lo que corresponde a otro orden más secular, a un cambio de percepción de lo natural dejándonos llevar una conducta menos agresiva. Con esa deuda en su conciencia, tanto si es moral como no, los hay que vuelven al campo de batalla e intentan practicar la coexistencia; otros nos contentamos con dedicar al medio natural una mirada distinta, nunca tan escrutadora y aséptica como la del naturalista, una mirada discreta destinada a promover cierto equilibrio. Sería casi imposible que no subsistiera en ella el deseo de redimir culpas y por ello nos consagramos a la misión de contrarrestar daños evitando como ciudadanos seguir con esa convivencia destructora y netamente ventajista. Puede parecer un programa modesto, pero la verdad es que dudo mucho de que puedan ser el poeta o el paisajista desde sus residencias urbanas los que, remugando viejas creencias y apelando a las raíces, rediman con delicada fantasía, en aras del supremo valor del orden y la belleza, tanto estrago y tanta crudeza.
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