jueves, 2 de septiembre de 2021

¿Sabemos vivir?

Pues no, está claro que no sabemos vivir, simplemente vivimos. Se supone que si supiéramos lo haríamos mejor, de una forma más eficiente o, al menos, más satisfactoria. Pero conviene no equivocarse: no obedecemos a reglas fijas y las instrucciones sólo llegan, en el mejor de los casos, a orientarnos. Por otro lado, tampoco estoy seguro de que la efectividad vital —sea esto lo que sea— produzca más satisfacción personal, de igual modo que nunca acabo de ver cómo la satisfacción momentánea puede traducirse en un estado de felicidad. Así que formulemos la pregunta inicial, pero con más implicaciones. ¿Acaso saber vivir significa lo mismo que ser feliz? Hay razones para dudarlo. Pensemos un poco en los supervivientes de catástrofes o en los que viven a duras penas con lo poco de que disponen. ¿Diríamos que no saben vivir porque se muestran ajenos al patrón con que muchos miden la felicidad? Quizá tenga también algo que ver el hecho de que por felicidad se sobreentiende un régimen de vida sin penurias ni sobresaltos. Mejor que nadie me pregunte ahora qué es entonces eso de ser feliz. Lo que sí creo es que toda esa gente de la que hablaba ha demostrado y demuestra cada día que en situaciones difíciles saben mantenerse vivos. Así pues, lo que toca preguntarse es: ¿aquel que sabe mantenerse con vida y apura su instinto de supervivencia no es también el que más sabe sobre lo que es realmente vivir? Dejemos ahí la cuestión, pero entonces hay otra que merece la pena tener en cuenta. Se trata de algo que es fácil de constatar: para sobrevivir se tira de instinto y de poco sirve lo que previamente uno hubiera podido aprender en las guías de supervivencia. Y lo que se constata en el caso de la supervivencia, vale en general para la vida, incluso para la más rutinaria. No, no existe manual de uso ni prontuario de reglas con el que sacarle mejor partido. Es inútil pensar que se puede aprender a vivir en cursos programados, por mucho que nos empeñemos en creer que educando marcamos a nuestros retoños los mejores caminos. Es vivir, o mantenerse vivo, lo que nos empuja a aprender por dónde nos movemos, pero propiamente nadie aprende así a vivir sino a lo sumo a trazar su propio camino.

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