Cuando la calamidad ataca y se ceba con la memoria no nos queda más remedio que seguir su evolución con una mezcla de asombro y temor. No se suelen ver venir, porque esas calamidades nunca se declaran de forma repentina, surgen lentamente y avanzan a la manera de plagas, de tal modo que cuando ya han invadido ese territorio gris donde mansamente habitan millones de neuronas y reconocen en el centro ese castillo casi aéreo desde el que se gobiernan, no paran hasta que desdibujan todos los caminos que conducen a él y logran su definitiva ruina. Cada cual estima e identifica a su manera sus propios temores frente a lo que ve y algo parecido pasa con esas calamidades. Eso hace que pase uno a vigilarse de cerca en cuanto presiente que algo dañino va ascendiendo como una imparable marea de fondo. Por lo que llevo conocido, a mí me parece que la memoria es susceptible de sufrir sobre todo tres tipos de calamidades. Me refiero a la nostalgia, la venganza y el olvido, ya que son las que con mayor impacto y efectos más devastadores la aquejan, propiciando en muchos casos un deterioro que resulta tanto más dramático cuanto más temprano. Aunque es relativamente sencillo concretar cuáles son las peores calamidades, no lo es tanto detectar sus silenciosos avances. Sólo cuando el daño se ha hecho con la memoria, percibimos desde fuera que ese portentoso órgano, el cerebro, con el que el paciente venía registrando los hechos en los que se basa su trayectoria, no funciona todo lo bien que sería de esperar y su pequeña historia va dando tremendos bandazos. De todos modos las afecciones de las calamidades y sus manifestaciones en las personas varían notablemente según los casos.
En el caso de la nostalgia estamos ante un estado de conciencia, por así decir, en que la memoria se recrea vagamente en el bien perdido y eso lleva al afectado a perder el sentido de lo que realmente sucedió tras haber elegido cuidadosamente como alternativa un espacio ideal donde todo se vuelve a desarrollar de un modo armonioso, gracias a a lo cual, por muy incierto que todo le parezca en él cuando le sobreviene cierta lucidez, consigue atraerle y cautivarle por completo. El disfrute, aunque sea aplazado, de aquel bien que se perdió convierte la nostalgia en la cara más amable de un mal de mayores y más profundas consecuencias como es la melancolía. De algún modo la nostalgia es su afección en la memoria. Si la melancolía carga tintas oscuras sobre la conciencia de uno mismo y llega a desactivar la voluntad de actuar, la nostalgia puede a veces servir de estímulo a la hora de promocionar desde la memoria ese proceso disolvente. Para combatirlo la mente tiende a reclamar de la memoria ese mundo balsámico que con tanta delicadeza el afectado ha ido tejiendo con los momentos más encantadores que ha podido encontrar en su pasado.
A diferencia de la nostalgia, que siempre gira en torno al bien y a la que la mudanza a lo ideal no le arredra en su vocación expansiva, la venganza se concentra de manera obsesiva en un perjuicio que es normalmente físico y por ello evidente y hasta tangible. Para el afectado ese perjuicio nunca fue fortuito, así que es imperativo que sea su causante quien asuma consecuencias, incluso físicas, toda vez que ha pasado a ser visto a sus ojos como el mensajero del mal. Ese mal, además de incurable, es tan persistente y se memora con tanta insistencia que alimenta el firme deseo de acudir al foco y anular al mensajero. Una vez convertido en vengador, la memoria del afectado no cesa de remitirle al mundo físico en busca del culpable, cuya ostentosa presencia se mueve en inversa proporción respecto a su dolorosa sensación de ausencia. Además de abrir un penoso vacío, esa ausencia hace imposible restaurar ese mundo pasado que la memoria aún retiene y en el que a duras penas intenta vivir. Continúa en el intento hasta que hasta finalmente se rinde y todo aquel mundo deviene fallido e incompleto. Es por tanto esa ausencia, que él se resiste a aceptar como pérdida, la que acaba por invalidar su mundo y su propia presencia en él, hasta el punto de resultarle imposible regenerar su memoria y reparar el daño sufrido. Todo esto genera un ciclo malsano y ese ciclo reiterado provoca a su vez un vértigo obsesivo y claramente enfocado que puede incluso arrastrar al afectado a conclusiones y acciones trágicas.
En el olvido la pérdida no se da de forma singular y física sino en plural, es absoluta y definitiva, porque el olvido llega para secuestrarlo todo, aunque traslada amablemente, en compensación, al afectado a un mundo exterior donde los males padecidos y los bienes disfrutados ni existen. Ese secuestro del recuerdo no es instantáneo ni consecuencia de un desgraciado accidente, es una calamidad que se manifiesta de forma paulatina hasta la pérdida definitiva de contacto. Poco a poco la memoria se extravía dejando escaso rastro y apenas posibilidades de que desde fuera se pueda dar con su paradero. Nos consta que lo que se pierde sin haberlo registrado por algún medio artificial, en papel o en imágenes, ya no se recupera. Pero sabemos también que lo registrado no es más que un pálido reflejo de todo lo que la memoria atesoraba. No hace falta fijarse en el discurso incoherente, es la propia voz destemplada, junto con los silencios entrecortados y cada vez más prolongados, el más fiel indicio de la celeridad con la que su mundo se nos va ocultando. En la sociedad actual tendemos a cifrar la pérdida asignándole un valor, casi siempre numérico, un valor que tiende inexorablemente a cero, a medida que la luz que iluminaba el mundo del afectado progresivamente se apaga. No me gustan demasiado esos símiles con valoraciones, me parece mejor dar a esa pérdida un sentido y aprovechar los restos salvados del naufragio, todo lo conservado en escritos, fotografías y grabaciones fonográficas, para imaginar en nuevos mundos lo que que el mundo perdido en su memoria habría podido llegar a significar. Al fin y al cabo crear no es mucho más que rememorar, mediante los hechos vividos por uno, las inquietudes que otros vivieron. Son las trazas de esas memorias ajenas, muchas de las cuales siguen a nuestro alcance, las que nos ayudan a rescatar mundos y es tarea del creador encontrarles positiva significación en el nuestro.
En el caso de la nostalgia estamos ante un estado de conciencia, por así decir, en que la memoria se recrea vagamente en el bien perdido y eso lleva al afectado a perder el sentido de lo que realmente sucedió tras haber elegido cuidadosamente como alternativa un espacio ideal donde todo se vuelve a desarrollar de un modo armonioso, gracias a a lo cual, por muy incierto que todo le parezca en él cuando le sobreviene cierta lucidez, consigue atraerle y cautivarle por completo. El disfrute, aunque sea aplazado, de aquel bien que se perdió convierte la nostalgia en la cara más amable de un mal de mayores y más profundas consecuencias como es la melancolía. De algún modo la nostalgia es su afección en la memoria. Si la melancolía carga tintas oscuras sobre la conciencia de uno mismo y llega a desactivar la voluntad de actuar, la nostalgia puede a veces servir de estímulo a la hora de promocionar desde la memoria ese proceso disolvente. Para combatirlo la mente tiende a reclamar de la memoria ese mundo balsámico que con tanta delicadeza el afectado ha ido tejiendo con los momentos más encantadores que ha podido encontrar en su pasado.
A diferencia de la nostalgia, que siempre gira en torno al bien y a la que la mudanza a lo ideal no le arredra en su vocación expansiva, la venganza se concentra de manera obsesiva en un perjuicio que es normalmente físico y por ello evidente y hasta tangible. Para el afectado ese perjuicio nunca fue fortuito, así que es imperativo que sea su causante quien asuma consecuencias, incluso físicas, toda vez que ha pasado a ser visto a sus ojos como el mensajero del mal. Ese mal, además de incurable, es tan persistente y se memora con tanta insistencia que alimenta el firme deseo de acudir al foco y anular al mensajero. Una vez convertido en vengador, la memoria del afectado no cesa de remitirle al mundo físico en busca del culpable, cuya ostentosa presencia se mueve en inversa proporción respecto a su dolorosa sensación de ausencia. Además de abrir un penoso vacío, esa ausencia hace imposible restaurar ese mundo pasado que la memoria aún retiene y en el que a duras penas intenta vivir. Continúa en el intento hasta que hasta finalmente se rinde y todo aquel mundo deviene fallido e incompleto. Es por tanto esa ausencia, que él se resiste a aceptar como pérdida, la que acaba por invalidar su mundo y su propia presencia en él, hasta el punto de resultarle imposible regenerar su memoria y reparar el daño sufrido. Todo esto genera un ciclo malsano y ese ciclo reiterado provoca a su vez un vértigo obsesivo y claramente enfocado que puede incluso arrastrar al afectado a conclusiones y acciones trágicas.
En el olvido la pérdida no se da de forma singular y física sino en plural, es absoluta y definitiva, porque el olvido llega para secuestrarlo todo, aunque traslada amablemente, en compensación, al afectado a un mundo exterior donde los males padecidos y los bienes disfrutados ni existen. Ese secuestro del recuerdo no es instantáneo ni consecuencia de un desgraciado accidente, es una calamidad que se manifiesta de forma paulatina hasta la pérdida definitiva de contacto. Poco a poco la memoria se extravía dejando escaso rastro y apenas posibilidades de que desde fuera se pueda dar con su paradero. Nos consta que lo que se pierde sin haberlo registrado por algún medio artificial, en papel o en imágenes, ya no se recupera. Pero sabemos también que lo registrado no es más que un pálido reflejo de todo lo que la memoria atesoraba. No hace falta fijarse en el discurso incoherente, es la propia voz destemplada, junto con los silencios entrecortados y cada vez más prolongados, el más fiel indicio de la celeridad con la que su mundo se nos va ocultando. En la sociedad actual tendemos a cifrar la pérdida asignándole un valor, casi siempre numérico, un valor que tiende inexorablemente a cero, a medida que la luz que iluminaba el mundo del afectado progresivamente se apaga. No me gustan demasiado esos símiles con valoraciones, me parece mejor dar a esa pérdida un sentido y aprovechar los restos salvados del naufragio, todo lo conservado en escritos, fotografías y grabaciones fonográficas, para imaginar en nuevos mundos lo que que el mundo perdido en su memoria habría podido llegar a significar. Al fin y al cabo crear no es mucho más que rememorar, mediante los hechos vividos por uno, las inquietudes que otros vivieron. Son las trazas de esas memorias ajenas, muchas de las cuales siguen a nuestro alcance, las que nos ayudan a rescatar mundos y es tarea del creador encontrarles positiva significación en el nuestro.
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