sábado, 18 de septiembre de 2021

Sobre azul celeste

La impresora es un artefacto misterioso. El aprovechamiento compartido suele generar animado corrillo junto a ella mientras todos esperan a que por la boca de salida aparezcan una tras otra las páginas del trabajo que han enviado. En esas estaba un buen día un grupo de doctorandos cuando su impresora, en vez de despachar tareas, de repente enmudeció. Nadie hizo demasiado caso, pues no era algo tan extraño que el artefacto se insolentara y se atragantara con el papel, provocando a su alrededor cierto mosqueo y, si la espera se prolongaba, hasta desesperación. Si el parón, pese a ser fulminante, les pasó en esta ocasión desapercibido fue por que entre ellos se había abierto encendido debate sobre algunos flecos pendientes de la endiablada cuestión que el jefe les había presentado en el seminario semanal. Quien más quien menos acababa de mandar imprimir, con vistas a la nueva sesión, sus ideas tentativas y algunos incluso se jactaban de haber dado con la solución. Menos desapercibido que el parón les resultó el repentino relumbrón que se produjo justo antes de que la impresora se volviera a poner en marcha. Entre risas, todos coincidieron en que a esta clase de aparatos les gustaba mucho hacerse notar y siempre se reservaban algún repente caprichoso para asustar a la gente y mantenerse callados como dueños de algún indescifrable misterio. Al menos aquello sí que les llamó algo la atención, y hasta les distrajo de su charla, pero tardaron poco en volver al problema y dejaron que la máquina se las apañara por su cuenta. Llámale a esa actitud desprecio o arrogancia, pero lo cierto es que la máquina decidió reaccionar ante tanta indiferencia. De hecho, no sería el relumbrón la única sorpresa que les tenía reservada, las cosas no iban a parar ahí. Pronto oyeron un chasquido, señal de que algún engranaje interno se ponía en movimiento, y fueron viendo cómo un papel se dejaba tímidamente ver por la rendija de salida de la impresora. Les divirtió comprobar que alguien había tenido la peregrina idea de cargar el cajetín del papel con folios de color azul, y no de un azul cualquiera sino de un luminoso azul celeste. A uno de ellos le dio entonces por seguir bromeando y pidió a todos que permanecieran atentos, pues estaba a punto de llegar por ese canal, según él, algún mensaje enviado desde las alturas. Otro le cogió el relevo y fue un poco más allá afirmando convencido que, tras la sospechosa y generalizada desaparición de los ángeles del cielo, las impresoras se habían convertido en los mediadores favoritos para los poderes celestes. Llegó un tercero y, además de reconocer que aquello era muy verosímil, quiso abundar en ello y, tras pedir a todos mayor recogimiento, les invitó a. imaginar que estaban asistiendo a la comunicación al género humano de alguna importantísima revelación. En representación de la humanidad entera, todos se sintieron señalados por la fortuna y empezaron a mirar a la impresora con inusitado respeto y, en algún caso, con franca devoción. El más joven y desenvuelto rompió aquella expectación muda y sin pensárselo lanzó su mano curiosa hacia el papel que ya emergía. No le hizo grandes honores, simplemente lo extrajo aún caliente, pero sí que se contuvo y evitó darle inmediatamente la vuelta para ver el mensaje. A pesar de las altas expectativas generadas por los bromistas, lo que a cada uno realmente le interesaba en ese momento era saber si ese mensaje estaba dirigido a él. Suponían que tras él llegaría por fin su trabajo impreso, pero no por ello dejaban de fantasear con la posibilidad de que les llegara milagrosamente convertido en la solución más brillante y sobresaliente. En tantas soluciones y revelaciones, nadie adivinaba a qué venía un papel de colorines que sólo podía desviar el interés por el problema provocando desconcierto y confusión. Como nadie reconoció haberlo metido en la máquina, empezaron a pensar muy seriamente en la naturaleza extraordinaria y providencial de su aparición. Su función era un misterio más. Aun así, lo que todos seguían queriendo saber era si su trabajo sería el que se erigiría como solución definitiva y se materializaría en las páginas que, de seguro, aparecerían después de ese papel precursor. Sin embargo, cuando aquel papel comenzó a circular y a pasar de mano en mano, se dio la curiosa paradoja de que ninguno pareció dispuesto a reconocerlo como suyo. Al principio parecía que todos los asistentes compartían el deseo de conocer su contenido. Poco después, aquella ansia reveladora se desvanecía. A medida que cada uno de ellos tomaba la hoja y le daba la vuelta, en su rostro se dibujaba un gesto de vergonzante asombro por lo que se la pasaba al siguiente como si ese afán de conocer le hubiera abrasado la mano. Ante el temor general a que la impresora señalara al destinatario del mensaje lanzando tras él su trabajo, todos acordaron apagar aquella máquina delatora y llamar al técnico para que la desatascara. A última hora del día el técnico acudió y lo que se encontró sobre la impresora fue una copia sobre azul celeste de una muchacha de colorido resplandeciente y exuberante figura exhibiéndose en cueros, despampanante, sin más apaño que unas monumentales alas blancas sobresaliéndole por la espalda, un poco a la manera de aquella victoria alada del museo pero en versión procaz. Resulta inexplicable que los continuados avisos de la máquina se quedaran en nada y que ninguno de los doctorandos entendiera que aquella espléndida imagen de portada era portadora y reveladora de la verdadera solución al problema universal, en realidad a todos sus problemas. Después de doblar cuidadosamente la hoja y guardarla sigilosamente en el bolsillo, el operario se puso a la faena. Revisó a conciencia el rodillo, los engranajes, el cajetín, la tinta... y todo lo demás. Cuando acabó, puso la máquina en marcha. Por la ranura fueron saliendo sin dificultad todas las hojas que habían quedado retenidas dentro. Una tras otra las fue amontonando sobre la impresora, con tan mala fortuna que, al moverla para volver a ponerla en su sitio, el valioso material de investigación acabó esparcido por el suelo. Incapaz de poner orden en todo aquel lío, barajó las hojas, las reunió como pudo y las dejó en un montón al cuidado de la taimada impresora.

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