A la vuelta de un acto dudoso, no tanto por su eficacia como por su carácter reprobable y vergonzoso, trata el actor algo azorado de ponerse de acuerdo consigo mismo. Estamos ante un ejercicio de conciencia bien singular, y normalmente exitoso, en el que ese actor consigue, mirando atentamente a su interior y cerrando herméticamente los ojos a los perjuicios de su acción, transformar la escala de valores que venía manejando. En esa escala posterior se verá hábilmente realzado con grados de sensibilidad y cordialidad que jamás se le conocieron, todo ello de cara a mantenerse al menos en una medianía tolerable y no verse hundido a ojos de todos en un pozo moral como un personaje abyecto. La maniobra es de suma importancia, socialmente se entiende, pues gracias a ella podrá seguir a flote y levantar la cabeza sin sonrojarse ni tener que rendirle cuentas a nadie por lo que él mismo admite a la vez que se absuelve. A tal efecto considerará el actor que, aunque su actuación pueda parecer a primera vista una humillación, un abuso o incluso un atropello, debería de ser contemplada más bien como fruto de un momento de pasajera indignación, nada acorde con la seriedad, contención y sensatez que le caracterizan. Alegará, además, ante quienquiera que le pida cuentas, que despachar esas emociones turbias y traducirlas en actos más o menos controlados nunca debería ser juzgado como algo impropio, pues con esas traslados no hace uno sino dar curso expresivo a malquerencias y frustraciones que difícilmente encontrarían de otro modo cauce de salida y posibilidades de sanar. Creo que resaltar aquí y ahora —y así pasará a la defensiva— el indudable valor terapéutico que tienen dichas actuaciones, por muy aparatosas y hasta desafortunadas que parezcan, es innecesario y condenarlas un verdadero sinsentido. No obstante, desde fuera, es bastante obvio y hasta un poco lamentable que, a pesar de los innumerables beneficios que desde su punto de vista esas medidas acarrean, lo que cunde para bien en el primero, o sea en el actor principal, no repercuta tan favorablemente en los segundos o terceros, que actuarían ahí como meros secundarios y sufridos receptores de sus desahogos intempestivos. Ante esto, seguro que él aducirá que mal podría alcanzar su propio equilibrio emocional sin dar pie, lamentándolo mucho, a otros efectos desequilibrantes en su entorno personal. Siempre será así y siempre será su propósito, o así dirá, resarcir a quienes han contribuido a su higiénica catarsis de los ocasionales trastornos que hayan podido padecer. Apelará, no obstante, al realismo más elemental para advertir que, si bien sería algo de justicia, en la práctica es imposible, dada la fluidez con que se encadenan los acontecimientos y la más que probable mejora de la situación de los trastornados en un entorno social que sabe regular por sí mismo la desazón y la rabia colectivas. Por tanto, acudir en auxilio de los posibles afectados por su acto, cuando esos daños fortuitos ya han sanado, será para él y «para cualquiera con un poco de cabeza» ridículo. Todo esto lo resumirá añadiendo que «socialmente eso sería darle relieve a lo que y al que no lo tiene». Para él cualquier intento de colocar al actor causante de este pequeño incidente —atención aquí a su ataque final— en una posición absolutamente incómoda, después de cargarlo con una responsabilidad que no le corresponde, resulta para él más cómico que otra cosa. Con todo ello irá madurando su opinión, que creerá urgente dar a conocer para sensibilizar al público, según la cual todas las dudas que pudiera haber generado ese acto inicial, cuando son correctamente juzgadas y se hace oídos sordos a los destalentados que se apresuran a condenarlo, mueven a risa.
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