Los sueños del fisonomista estaban poblados de caras inquietantes. Le miraban fijamente ranas enormes y sudorosas, focas bigotudas y parsimoniosas, lechuzas vigilantes y ojerosas, panteras lascivas y ansiosas, mientras a su alrededor volaban unas cuantas urracas osadas y engañosas y un montón de moscas morrudas y pegajosas. Sólo una vez distinguió entre toda aquella multitud el rostro inocente de una bella doncella. Parecía oscura y triste, y sin embargo relucía como el azabache. Iba él presto a su encuentro, a contemplarla de cerca e intentar deleitarse con aquella faz perfecta, cuando oyó el clamor acompasado de las restantes que, dirigiéndose al cercano bosque, llamaban Tarzán, Tarzán. De repente un enorme y fornido mono blanco, con cara de sátiro, salió de la espesura volando colgado de una larga liana. Delante de sus narices, tomó con decidido ademán a la doncella por el talle y se la llevó de nuevo a su guarida portándola entre sus sucias patas. Al rapto de la bella siguió el jolgorio vengativo de aquellas criaturas horrendas. Cuando con el barullo despertó el fisonomista de su sueño, seguía teniendo a todas ahí delante, pero ahora eran ellas las que lo estudiaban detenidamente. En su cara de consumado miope, tan sólo conseguían ver a un curioso más, pero, sabiéndolo además investigador y fisonomista, pasaron a considerarlo un idiota impertinente, tanto que a punto estuvieron, para que le arreglara la cara, de volver a llamar a Tarzán.
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