Pretender que sólo pueden ser joyas las piedras talladas por el humano es
absurdo, porque de un modo u otro todas han sido talladas. Lo que pasa es que
la belleza natural sólo acaba destacando ante quien la quiere ver. Normalmente
en esto de la belleza nos dejamos llevar por el valor fijado para la piedra
por el mercado o por el número de horas empleadas en darle forma. Creo que es
un error seguir por ahí e incluso que no pocas veces carece de sentido adaptar
la materia al gusto dominante. Podemos ver el arte y la artesanía como formas
de intervención humana dotadas sin duda de grandes dosis de ingenio, pero quizá sea excesivo celebrar
su resultado como auténticas creaciones. No sé, la verdad, si como humanos
nos corresponden palabras tan grandes, tan sonoras. Todos queremos ser
creadores y queremos dejar en el mundo huella, por más que debamos contentarnos
con dejar a lo sumo descendencia. Nos atenemos a la idea de que el mundo por ser de todos no
es en realidad de nadie y, consecuentes con ella, nos empeñamos en firmar debajo de lo que un buen día
moldeamos a nuestro antojo para así poder proclamar a los cuatro vientos que eso es obra
nuestra.
No sé si es exactamente mía la piedra que ahora mismo tengo delante de mí, encima de mi mesa, junto al teclado. Creo que reposa ajena a todo lo que la rodea, que aparte de mí nadie realmente la reclama y que
tampoco solicita dueño que la posea. En esto lo único cierto es que a mí me gusta
verla. Por eso a veces la cojo y la palpo siguiendo cuidadosamente las
pequeñas estrías que la recorren, en las que hasta creo sentir los constantes tumbos
que ha ido sufriendo. Dentro de su evidente humildad lo extraordinario es que
al examinarla siempre remueve mi imaginación y me ofrece más de una sorpresa. A mí me parece que eso es
tan digno de aprecio si no más que lo que ofrecen la originalidad y la belleza.
Ya sé que no tengo delante un rubí, ni un ágata, ni una esmeralda, pero eso no quiere decir que mi piedra carezca de encanto. Supongo que por su condición telúrica tiene el raro poder de transmitir vibraciones y eso estimula en mí sentimientos positivos. Diría incluso que despierta en mí afectos nuevos hacia ese mundo mineral, siempre tan descuidado, una clase de afectos que probablemente ninguna de aquellas
otras piedras tan luminosas y codiciadas conseguiría.
Sin saber mucho de esto, supongo que, como los roquedos cercanos al lugar donde la encontré, la pieza de marras es una caliza del Terciario, del Oligoceno. La descubrí en el largo raso herboso que culmina el monte Azegi, una de las alturas que jalonan el valle de Esteribar. Estaba casi enterrada en la hierba, sólo era visible un cuarto de su volumen. Al principio no me pareció gran cosa, era sólo una curiosidad mineral como muchas otras de las que a veces bajo del monte. Fue después cuando me fue encandilando por su forma singular. Y no era sólo su forma, era también su tacto rugoso, su aspecto genuino lo que me atraía. Estaba tan bien modelada que me planteaba dudas de si había sido simplemente obra del azar o estaba ante una herramienta neolítica de fabricación humana. Con sus 5 centímetros, era de tamaño tan modesto que rondaba la insignificancia y no era fácil encontrarle función. Por esa razón es probable que quisiera darle a mi hallazgo algún relieve. Así que comencé a verla como una tremenda lágrima y eso hizo que se incorporaran al caso, sin pedir permiso, las explicaciones literarias.
Lo primero que se me ocurrió fue elucubrar acerca de quién habría podido ser el que dejó caer en lo alto del monte semejante lágrima. Con aquella apariencia opaca y gris, con aquel calibre gigante, pensé en alguna criatura colosal y un poco melancólica. Vendría ésta de las profundidades y al salir de ellas se habría visto confundida y aterrada por la claridad celeste. Sentí pena por esa figura monstruosa y hasta la imaginé arrodillada, con su enorme cabeza apoyada en la hierba y los ojos inundados de espesas y oscuras lágrimas. La angustia le atenazaba a plena luz del día, allí desorientada en lo alto de la montaña. Como el cielo la había descubierto vagando amenazante a la intemperie, se sentía obligada a pedir clemencia por quebrantar el encierro subterráneo al que había sido condenada por su abominable pasado. Aunque quiero imaginar su errática figura, no consigo darle forma, porque sólo me queda de ella desgraciadamente esa lágrima. Aun así, como muestra, la lágrima es tan tremenda que da la medida de lo terrible que debió ser la pena que arrastraba tras su sentencia. No obstante, me chirriaba un poco aquel llanto incontenible en un imaginario titán, así que cambié de registro. Podría suceder que el monstruo fuera un infame rey desterrado por su gente y perseguido por ella hasta las hondas simas que se abrían en la montaña. Se le habría ordenado refugiarse sin corte, séquito ni ayuda alguna en las alturas de lo que había sido su reino y obligado a descender desde allí a las lóbregas y temibles profundidades donde algunos de sus opositores habían sido encerrados. A veces quebrantaba las normas y salía a un raso herboso cercano. Pero apenas le aliviaba, porque desde allí arriba los días más claros podían llegar a ser para él los más tristes. Aturdido por tanta luz, hacía esfuerzos por contemplar sus dominios hasta que veía con hiriente detalle cómo la gente iba y venía libre de todas las servidumbres que de su férrea mano en otro tiempo conocieron. El espectáculo suponía una condena añadida, tan cruel además que no había día en que no derramara unas cuantas lágrimas. Sin embargo, aquellas lágrimas nunca llegaban a ser transparentes y sinceras. Por su pasada dignidad, por pura arrogancia, se creía en el deber de contenerlas y eso las hacía aún más grandes y densas. Lo que yo había recogido del suelo herboso, mi piedra, era seguramente una muestra de su terrible aflicción y prueba fehaciente de que ese rey imaginado existió. En cualquier caso, es más cómodo imaginar un rey pérfido y desconsolado que una princesa acosada y fugitiva. Pero, ¿y si el rey además de pérfido estaba dominado por una incontenible y lúbrica pasión hacia ella? Ese sería otro cuento. Y en ese cuento es muy probable que un día harta de tanto atropello ella se decidiera a escapar. Llegaría en su huida hasta un recóndito lugar del bosque y, como durante meses no cesó de llorar, bajo sus pies surgió un pequeño manantial de lágrimas. De hecho, lloró tanto y con tanta rabia que al final vio como sus lágrimas se cargaban de fuerza, ganaban cuerpo e iban tomando forma de pequeñas pero afiladas armas. Algo muy dentro le animaba a cobrarse venganza. Sus amigos del bosque, los que a diario bebían de su manantial, le avisaron de que el hombre que la había acosado, su padre, había dejado de ser rey y campaba ahora por las cumbres contemplando con torpe melancolía el reino perdido, aunque sin el menor signo de arrepentimiento por sus muchas fechorías. En realidad no había cambiado demasiado, tan sólo aspiraba a ser el de antes, a ejercer de nuevo su despótico mandato. Un día al ver merodear por los alrededores de la cueva a su hija, sus ojos se le encendieron. Quedó tan cegado por aquella visión de su lascivo pasado que rompió a llorar. Se equivocaría quien creyera que le embargaba alguna dulce emoción, ardía de irrefrenable deseo. Se acercó entonces con ímpetu dominante hasta ella y ni siquiera se insinuó sino que se fue directo a tomar de nuevo posesión de su cuerpo. Al intuir ella sus perversas intenciones, fue sacando de entre sus ropas el arsenal de contundentes y puntiagudas lágrimas que traía y se acercó hasta él solícita. A conciencia y sin ningún remordimiento, le clavó en el pecho aquel llanto suyo de letales lágrimas. Tras acabar su misión, la última la arrojó a la hierba donde quedó medio enterrada. Sería aquella lágrima el triste e imperecedero testimonio de su venganza. Allí la dejó, prefería no verla, quería olvidarla. Siempre supo que las lágrimas de piedra nunca desaparecen, que quizá no afloran del todo, pero que nos pesan siempre en el fondo. A veces le pregunto a mi lágrima si todo esto que imagino es cierto, pero ella calla su versión de la historia y nunca me contesta.
Vulgar caliza, Azegi, Esteribar |
Sin saber mucho de esto, supongo que, como los roquedos cercanos al lugar donde la encontré, la pieza de marras es una caliza del Terciario, del Oligoceno. La descubrí en el largo raso herboso que culmina el monte Azegi, una de las alturas que jalonan el valle de Esteribar. Estaba casi enterrada en la hierba, sólo era visible un cuarto de su volumen. Al principio no me pareció gran cosa, era sólo una curiosidad mineral como muchas otras de las que a veces bajo del monte. Fue después cuando me fue encandilando por su forma singular. Y no era sólo su forma, era también su tacto rugoso, su aspecto genuino lo que me atraía. Estaba tan bien modelada que me planteaba dudas de si había sido simplemente obra del azar o estaba ante una herramienta neolítica de fabricación humana. Con sus 5 centímetros, era de tamaño tan modesto que rondaba la insignificancia y no era fácil encontrarle función. Por esa razón es probable que quisiera darle a mi hallazgo algún relieve. Así que comencé a verla como una tremenda lágrima y eso hizo que se incorporaran al caso, sin pedir permiso, las explicaciones literarias.
Lo primero que se me ocurrió fue elucubrar acerca de quién habría podido ser el que dejó caer en lo alto del monte semejante lágrima. Con aquella apariencia opaca y gris, con aquel calibre gigante, pensé en alguna criatura colosal y un poco melancólica. Vendría ésta de las profundidades y al salir de ellas se habría visto confundida y aterrada por la claridad celeste. Sentí pena por esa figura monstruosa y hasta la imaginé arrodillada, con su enorme cabeza apoyada en la hierba y los ojos inundados de espesas y oscuras lágrimas. La angustia le atenazaba a plena luz del día, allí desorientada en lo alto de la montaña. Como el cielo la había descubierto vagando amenazante a la intemperie, se sentía obligada a pedir clemencia por quebrantar el encierro subterráneo al que había sido condenada por su abominable pasado. Aunque quiero imaginar su errática figura, no consigo darle forma, porque sólo me queda de ella desgraciadamente esa lágrima. Aun así, como muestra, la lágrima es tan tremenda que da la medida de lo terrible que debió ser la pena que arrastraba tras su sentencia. No obstante, me chirriaba un poco aquel llanto incontenible en un imaginario titán, así que cambié de registro. Podría suceder que el monstruo fuera un infame rey desterrado por su gente y perseguido por ella hasta las hondas simas que se abrían en la montaña. Se le habría ordenado refugiarse sin corte, séquito ni ayuda alguna en las alturas de lo que había sido su reino y obligado a descender desde allí a las lóbregas y temibles profundidades donde algunos de sus opositores habían sido encerrados. A veces quebrantaba las normas y salía a un raso herboso cercano. Pero apenas le aliviaba, porque desde allí arriba los días más claros podían llegar a ser para él los más tristes. Aturdido por tanta luz, hacía esfuerzos por contemplar sus dominios hasta que veía con hiriente detalle cómo la gente iba y venía libre de todas las servidumbres que de su férrea mano en otro tiempo conocieron. El espectáculo suponía una condena añadida, tan cruel además que no había día en que no derramara unas cuantas lágrimas. Sin embargo, aquellas lágrimas nunca llegaban a ser transparentes y sinceras. Por su pasada dignidad, por pura arrogancia, se creía en el deber de contenerlas y eso las hacía aún más grandes y densas. Lo que yo había recogido del suelo herboso, mi piedra, era seguramente una muestra de su terrible aflicción y prueba fehaciente de que ese rey imaginado existió. En cualquier caso, es más cómodo imaginar un rey pérfido y desconsolado que una princesa acosada y fugitiva. Pero, ¿y si el rey además de pérfido estaba dominado por una incontenible y lúbrica pasión hacia ella? Ese sería otro cuento. Y en ese cuento es muy probable que un día harta de tanto atropello ella se decidiera a escapar. Llegaría en su huida hasta un recóndito lugar del bosque y, como durante meses no cesó de llorar, bajo sus pies surgió un pequeño manantial de lágrimas. De hecho, lloró tanto y con tanta rabia que al final vio como sus lágrimas se cargaban de fuerza, ganaban cuerpo e iban tomando forma de pequeñas pero afiladas armas. Algo muy dentro le animaba a cobrarse venganza. Sus amigos del bosque, los que a diario bebían de su manantial, le avisaron de que el hombre que la había acosado, su padre, había dejado de ser rey y campaba ahora por las cumbres contemplando con torpe melancolía el reino perdido, aunque sin el menor signo de arrepentimiento por sus muchas fechorías. En realidad no había cambiado demasiado, tan sólo aspiraba a ser el de antes, a ejercer de nuevo su despótico mandato. Un día al ver merodear por los alrededores de la cueva a su hija, sus ojos se le encendieron. Quedó tan cegado por aquella visión de su lascivo pasado que rompió a llorar. Se equivocaría quien creyera que le embargaba alguna dulce emoción, ardía de irrefrenable deseo. Se acercó entonces con ímpetu dominante hasta ella y ni siquiera se insinuó sino que se fue directo a tomar de nuevo posesión de su cuerpo. Al intuir ella sus perversas intenciones, fue sacando de entre sus ropas el arsenal de contundentes y puntiagudas lágrimas que traía y se acercó hasta él solícita. A conciencia y sin ningún remordimiento, le clavó en el pecho aquel llanto suyo de letales lágrimas. Tras acabar su misión, la última la arrojó a la hierba donde quedó medio enterrada. Sería aquella lágrima el triste e imperecedero testimonio de su venganza. Allí la dejó, prefería no verla, quería olvidarla. Siempre supo que las lágrimas de piedra nunca desaparecen, que quizá no afloran del todo, pero que nos pesan siempre en el fondo. A veces le pregunto a mi lágrima si todo esto que imagino es cierto, pero ella calla su versión de la historia y nunca me contesta.
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