La primera idea frente a un mapa es situarnos, encontrar nuestra posición, a fin de estimar a continuación qué importancia tiene respecto a lo que la rodea. En este sentido la cosa cambia bastante según sea la escala en que se nos muestre el conjunto. En algún caso podemos sentirnos de hecho tan insignificantes que quedamos abrumados por la magnitud de los llanos que extienden más allá de nuestras fronteras o fascinados ante el opaco mundo que yace sumergido muy cerca de nuestras costas. Si la escala del mapa es muy pequeña, no encontramos gran obstáculo para encontrar en él nuestra propia casa y nos sentimos tentados de creer que el mundo entero se reduce a la pequeña y familiar parcela que el mapa nos enseña. Cuánto más amplio es el mapa más tiende a distorsionar nuestra verdadera dimensión y a desvirtuar nuestro dominio sobre el territorio. Basta medir distancias y establecer horarios para entender qué lejos nos queda lo que sucede en la otra punta. Cuando median días de viaje se nos hace casi imposible sentir, a pesar de la instantaneidad de la comunicación, los hechos del mismo modo, al quedar la simultaneidad retardada y la sintonía enturbiada por la lejanía. Partiendo de la geografía, esos mapas vienen a dejar constancia, como si fueran desagradables espejos, de nuestra condición limitada y a rebajar drásticamente nuestras aspiraciones de abarcar el mundo.
Cuando resistimos a esa inicial e imperiosa tentación de vernos representados en el mapa, todo empieza a ser mucho más interesante. Desde luego que examinar un mapa puede ser sugerente siempre. Pero cuando el mapa viene además con su leyenda, parece animarnos a descubrir lugares, o más bien puntos, insólitos, que imaginamos perdidos en algún rincón de la tierra. Con ser interesante, más aún lo es el ir topando con nombres (cuando somos capaces de entender la grafía) de resonancias tan pronto misteriosas como históricas. Para ello no hay más que probar a ampliar en el ordenador el mapa y empezar a navegar en él a través del mar Egeo o internarse en los frondosos bosques avenados por los infinitos afluentes del Amazonas. Cuando perdemos contacto con los nombres y se desdibujan las fronteras administrativas, surge con más nitidez la pura geografía. Los ríos, los lagos, las costas, hasta los páramos y los desiertos adquieren su propio relieve. Es entonces cuando sucede algo inesperado: el mapa nos descubre formas conocidas y figuras intrigantes que aguardaban calladas a la sombra de las tintas de colores. En ese punto sentimos como si el mapa nos interpelara, pero no supone plantearse, como al principio, quiénes somos o no somos ni dónde nos encontramos en el mundo, sino cómo lo miramos y lo hacemos comprensible, cómo seguimos reconociéndolo a través de las mudas formas. El experimento requiere prescindir en el mapa de todo lo que distraiga el examen directo de la geografía. Por eso es preferible llevarlo a cabo con las ortofotos y mejor aún si pueden ser coloreadas en sus tonos naturales para poder así apreciar en ellas los verdes, los blancos, los ocres y los azules, e intentar dar a cada área su carácter cromático. Esto da pie además a un interesante juego, pues podemos contemplar ese mapa como una fantasía pictórica y descubrir en él el asombroso cuadro que surge de repente al alcance de nuestra imaginación.
Cuando resistimos a esa inicial e imperiosa tentación de vernos representados en el mapa, todo empieza a ser mucho más interesante. Desde luego que examinar un mapa puede ser sugerente siempre. Pero cuando el mapa viene además con su leyenda, parece animarnos a descubrir lugares, o más bien puntos, insólitos, que imaginamos perdidos en algún rincón de la tierra. Con ser interesante, más aún lo es el ir topando con nombres (cuando somos capaces de entender la grafía) de resonancias tan pronto misteriosas como históricas. Para ello no hay más que probar a ampliar en el ordenador el mapa y empezar a navegar en él a través del mar Egeo o internarse en los frondosos bosques avenados por los infinitos afluentes del Amazonas. Cuando perdemos contacto con los nombres y se desdibujan las fronteras administrativas, surge con más nitidez la pura geografía. Los ríos, los lagos, las costas, hasta los páramos y los desiertos adquieren su propio relieve. Es entonces cuando sucede algo inesperado: el mapa nos descubre formas conocidas y figuras intrigantes que aguardaban calladas a la sombra de las tintas de colores. En ese punto sentimos como si el mapa nos interpelara, pero no supone plantearse, como al principio, quiénes somos o no somos ni dónde nos encontramos en el mundo, sino cómo lo miramos y lo hacemos comprensible, cómo seguimos reconociéndolo a través de las mudas formas. El experimento requiere prescindir en el mapa de todo lo que distraiga el examen directo de la geografía. Por eso es preferible llevarlo a cabo con las ortofotos y mejor aún si pueden ser coloreadas en sus tonos naturales para poder así apreciar en ellas los verdes, los blancos, los ocres y los azules, e intentar dar a cada área su carácter cromático. Esto da pie además a un interesante juego, pues podemos contemplar ese mapa como una fantasía pictórica y descubrir en él el asombroso cuadro que surge de repente al alcance de nuestra imaginación.
Karen Amaia, Esto no es un árbol, Ortofotos tomadas de Google Maps 2020 |
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