Por un sueldo bastante menor del convenido pero razonable me puse a reflexionar para ellos. No tardé mucho en sentir cómo la insistente lija iba desbastando mis típicas ocurrencias y salidas, para el caso excrecencias inútiles y a la vista ajena molestas. Después fue el cepillo afilado el que tomó el relevo levantando finas virutas que fueron cayendo de su lado como un copioso obsequio, aunque sin demasiado orden ni concierto, sin interés. Ante el excesivo ideario, juzgado por ellos barroco y casi delirante, hubo que volver al buril para dejar las cosas un poco más claras y definir objetivos y vías posibles. Así que fui alternando las herramientas al tiempo que iba comprobando cómo cumplían calladamente con su tarea: aquí rebajaban los inventos descollantes, allá afinaban niveles para evitar baches sorprendentes y poco a poco extendían el campo de provecho lo necesario. El caso es que al final, cuando acabé mi trabajo, entregué todo lo que había proyectado en una voluminosa memoria en la que se podían ver reflejadas mis sucesivas reflexiones como en un doloroso atlas especulativo. Cuando después recibí mis honorarios, lo primero que me vino a la cabeza fue acariciármela entusiasmado con la mano y, como por inercia reflexiva, pasé a hacer con ella números. Con todos aquellos números revoloteando, empecé a sentir allí dentro un vacío que nunca antes había sentido. A base de tacto, aquella mano mía se convirtió en un explorador verdaderamente profundo. Allí ya no había abismos y depresiones, aquello había dejado de ser un lugar propenso a extravíos y locuras, todo estaba bien medido. Mientras palpaba y seguía palpando, sentía como si me encontrara frente a una prometedora extensión, perimetrada por un horizonte muy lejano. Y por mucho que rastreaba aquella superficie, no sentía bajo mis dedos nada irregular, pero tampoco nada nuevo. Me alegré, cómo no, al entender que se habían acabado los obstáculos y las dificultades, y que tampoco se avistaban razones pendientes ni nuevas intenciones. Estaba todo resuelto. Fue entonces cuando sobrevino en aquel espacio cálido y acogedor algo parecido a una violenta y heladora ráfaga, y tuve la terrible impresión de que, con todo aquel trasteo mental y por un miserable sueldo, mi sesera se había quedado prácticamente plana.
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