Se equivoca quien crea que por echarse a la cara un libro, tanto mejor si es un clásico, va a salir de su espesura con inteligencia y va a abandonar por fin el dique seco. Como mucho este improvisado navegante sacará de entre esas páginas alguna idea nueva, cuyo crédito evitará revelar no vaya a ser que cuando esboce y lleve al papel sus florituras quede expuesto a incómodas comparaciones con el original. Hablo ahí de un personaje bastante reconocible, hecho a la idea de que esas minucias no pueden ser obstáculo para lanzarse a hacer literatura y exhibirse como genuino creador. Te lo puedes imaginar acodado en la mesa de trabajo, en su rincón favorito rodeado de sus fetiches inspiradores y algún libro de citas célebres. Como en ese escenario siempre se siente observado, te dedicará su actuación y, a tal efecto, inclinará abrumado su cabeza y llevará su mano hasta la frente para dar muestras de fatiga insuperable y remover allí suavemente, con los ojos entrecerrados, ese indómito mechón que se le viene hasta la ceja. Tan acabada es su representación que por un momento, como espectador, pensarás tú que allí dentro, en su mente, se ha desatado una terrible tormenta. Estate tranquilo, no tardará mucho en salir para ti de su ensimismamiento y justo entonces lo verás en su momento más crítico, porque es ahí cuando te mirará fijamente y, tras desembarazarse de cualquier asomo de decencia y pasar a limpio las ideas ajenas, declarará con aires de indiferencia: «¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; no hay nada nuevo bajo el sol»; y lo hará convencido de que así quedarán justificados sus atropellos. Imagina, además, que nadie echará en falta la cita a pie de página y que todos tomarán la luminosa frase como un destilado final de su activo intelecto. Siempre habrá —porque la gente está hoy muy documentada— alguien que, para chafarle su comedia, mostrará el número del versículo del Eclesiastés y reclamará para Salomón su papel de inspirador, dejando de este modo caer, con su legítima alegación, un oscuro e irremediable borrón en el flamante discurso del farsante. Salir airoso de la farsa requiere tablas y cierta dosis de jactancia para contrarrestar la acusación de botarate que se le vendrá encima. Si lo que sigue a esa declaración en su discurso aún merece la pena, quizá le sirva como excusa decir que «por clásico es lo antedicho tan común que ni merece acreditación»; si no merece la pena, debería quedar definitivamente expuesto al escarnio público por fatuo. Pero, incluso en el primer caso, después de su falta de escrúpulo, quién va a creer que merece la pena entrar a valorar su dudosa continuación de las ideas ajenas y, además, quién dice que no sigue siendo el resto de lo que ofrece una copia de algún otro autor más difícil de identificar. Puede que el periplo de este lector oportunista y navegante en aguas ajenas llegue a ser de interesantes consecuencias, pero cualquiera que lea la crónica de sus viajes, sospechando de su cinismo, evitará acompañarle. Un aviso para quien anda buscando rumbos nuevos: no es sensato seguir en su singladura al filibustero.
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