Dicen ahora que el idioma puede y debe ser un motor económico. Suena raro. Cabe preguntarse, de ser eso verdad, qué clase de economía mueve y quién pretende colocarse al volante de ese motor. Concebido como una máquina y con un piloto político al frente el idioma ha sido casi siempre un instrumento de dominación, un modo de imponer la soberanía del fuerte y acabar creando un discurso legal único. No creo que ahora sea distinto. En su expansión el idioma crea cautivos culturales, que pasan a ser delegados y beneficiarios económicos de un sistema monolingüe. Con el pretexto de que esto permite crear un mercado laboral más saneado y fluido, se atropellan sin escrúpulo y por vía administrativa los idiomas no comerciales, los cuales se ven condenados a acabar como lenguas muertas. Desgraciadamente un idioma no se proclama triunfador entre los nuevos hablantes por haber ampliado su visión del mundo sino por haberles ofrecido mejores oportunidades económicas. Lo de siempre, a medida que los hace más ricos, los despega del que fue su mundo al que solo volverán ya como ciegos nostálgicos. Esas maniobras para una reconsideración económica de la lengua encubren ensueños de soberanía, pero se ven determinadas al mismo tiempo por fines bien concretos. Son fines económicos, evidentemente, ajenos por completo a la fecundidad cultural, que meten en disputa a las lenguas, apenas favorecen una mayor capacidad comunicativa y dificultan una comprensión adecuada del mundo en su diversidad.
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