Que la gilipollez es un rasgo propio de la especie humana no es nada nuevo. Dicho por una autoridad —un renombrado director de cine en este caso— pasa a ser indiscutible. La renovación de la especie tiene sus propios resortes y el afán reproductivo es uno de ellos. Al parecer, este afán nos convierte, como padres, en individuos sentimentales, una lamentable flaqueza que, por lo visto, está asociada a ser gilipollas. Ser gilipollas sentimental por ser padre, o viceversa, debe ser algo particularmente grave. No sé bien si por la deriva hacia la gilipollez o por la amenaza de contagiarse de sentimentalismo. El sentimentalismo siempre ha sido algo de valía difícil de calibrar, pero en la actualidad es evidente que cotiza a la baja. Algún día se escribirá alguna tesis sobre los vaivenes y vasos comunicantes que conectan el sentimentalismo vulgar con la fina sensibilidad. Pero hoy por hoy, para no caer en el primero, como digo muy mal visto, conviene evitar gestos que pongan en evidencia una sensibilidad excesiva y quizá enfermiza. La psicología callejera, la que se pronuncia sobre cualquier asunto con una caña ante las barras de los bares, nos dice que ser duro en la calle no es una prerrogativa es una necesidad. La calle es dura, nos avisa esa ciencia, y sólo quien se acostumbra a la dureza llega a sobrevivir. Sólo añadir que con eso de sobrevivir no se refieren exactamente al riesgo de perecer sino a algo mucho peor, al de vagar moqueando de continuo para ir quedando por ahí como un perfecto gilipollas.
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