Frankie, Groupe KLAT Esplanade de Plainpalais Genève, 2014 |
Lo que se ha venido en llamar interacción hombre-máquina va teniendo un desarrollo bastante confuso y de día en día más imprevisible. Admitimos desde antiguo la tecnología como una prolongación de nuestro cuerpo, algo que amplia nuestras facultades a niveles extraordinarios, desconocidos. Y justamente por ser niveles desconocidos nos imaginamos gracias a ella con unas competencias superiores, pero en ningún caso fuera de nuestro dominio y control. Por otro lado, nuestra continua convivencia con estos aparatos nos está demostrando que los más recientes y sofisticados son precisamente los más problemáticos. Que afectan a nuestra conducta parece indiscutible, otra cosa será decidir en qué sentido. Sin llegar a imponerse de forma manifiesta, la condicionan. Por el momento no nos gobiernan, simplemente alteran nuestra forma de desenvolvernos al resolver las tareas más dificultosas. Sin embargo, como el grado de dificultad es subjetivo y variable, tendemos a tomar por difícil, por comodidad, lo que en otro tiempo no lo fue. Entramos por esa vía en un modo viciado de comportarnos. Contando con el previsible auxilio de la máquina, actuamos colocándonos en cierto modo a su merced. No es que la máquina propiamente se imponga, pero sí impone un sesgo bien definido a nuestro comportamiento. Debería de bastar ese cambio como probada sospecha de que los avances en este terreno condicionan nuestra capacidad de decisión. Sin embargo, aun percibiendo esa inclinación, seguimos sintiéndonos dueños de la situación. No nos vemos seriamente condicionados ni nos sentimos dirigidos por el instrumento. Al fin y al cabo seguimos viéndolo como una extensión tecnológica. Pongamos el caso del ordenador. Ese es un ejemplo bastante palmario de cómo un instrumento ha conseguido crear una especie de dependencia simbiótica. No es el único caso, hay otros muchos en que se generan cambios de comportamiento. Estoy pensando en esa actitud ausente, casi autista, que muchos adoptan al manejar una máquina, ya sea una fresadora, el aspirador o el propio automóvil. Si por un casual recuperamos ahí momentánemente cierta conciencia de lo que hacemos, será para reconocer que sólo en estrecha sintonía con el autómata podemos conseguir una respuesta eficaz. Nuestra eficiencia está, pues, de algún modo subordinada al grado de entendimiento con el instrumento y viene a ser juzgada por él. En aras de culminar adecuadamente la acción, nuestra dependencia lo viene a situar en un plano superior. Una vez dependientes, de poco servirá rebelarse y menos aún erigirse frente a la máquina en su inventor o su interventor. De momento las máquinas hablan poco, pero de hacerlo con más soltura bien podrían pronunciarse, en un momento dado, con las mismas palabras con las que la criatura humanoide se dirigió al Dr. Frankenstein: «Tu eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme!». Cualquier hombre encuentra resumida en esa orden una de sus más recurrentes pesadillas: el síndrome Frankenstein. El síndrome, como es bien sabido, se desencadena en cuanto empezamos a creernos demiurgos fabulosos y, como tales, maestros en el arte de fabricar para nuestra servidumbre nuestras propias criaturas, hasta que tiempo después, ante su pujanza, empezamos a temer vernos sometidos y vislumbramos en ellas a un odioso y omnipotente amo.
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