Doris Lara, en tránsito desde Honduras a Kansas City con su hijo de cuatro años. Adam Ferguson, New York Times, 2021 |
Cuando uno llega ante un rostro como éste, hay algo en la mirada que le interpela y ya no puede engañarse, ni siquiera puede mirar para otro lado. Esos ojos le fijan, le amarran a una realidad ingrata que nadie parece tener interés en mostrar. Lo cierto, lo real, es que ellos abandonan lo que tienen, lo poco que aún les quedaba: familia, amigos y quizá su propia casa. Es difícil mantener todo eso, cuando es necesario mantener la esperanza. Te cuentan su historia y, si no representa un declinar lento y agónico, queda hilada por episodios donde sobresale el abuso y la violencia. Las desgracias han ido cambiando el rumbo de sus vidas. A veces les han obligado a rehacerse y ahora prefieren renacer, pero en otro lado, lejos. Comparado su curso con el nuestro tan rutinario, siempre orientado por afanes e intereses definidos, parece como si en el tiempo que vivimos nuestra vida ellos ya hubieran vivido varias. Al final esas vidas no son del todo fallidas, pero dejan huella en el rostro. Acostumbrados por la publicidad a ver reflejada en los rostros un amago de felicidad permanente, éste lo encontramos raro. Esas vidas han ido creando en él un poso de autenticidad, de dignidad y de franqueza que ya no es frecuente en los de aquí. Probablemente, en su situación nos daríamos por vencidos y, resignados, diríamos que no hay soluciones. Pero si has vivido otros desastres, te reinventas. Piensas que esta vez será una más, que vivir la vida se reduce a seguir tu propio camino y jugártela.
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