Llegan las vacaciones y, pese a las dificultades impuestas por la pandemia, casi todos nos quedamos fascinados ante las ofertas turísticas. En ellas se nos muestran fotos de lugares lejanos, presuntamente paradisíacos. Los publicistas saben que esas imágenes actúan como un potente imán que atrae al público hacia el producto. El producto no es en esta ocasión un objeto, así que carece del poder del fetiche. Sin embargo, la decisión final de compra se presenta como algo necesario. Cuando las posibilidades económicas lo permiten, es como si nos viéramos obligados a cumplir con un rito social. Es verdad que ese rito responde a un deseo personal e insoslayable, el de romper con la rutina y escapar de nuestro mundo. Normalmente esa decisión llega tras meses de continua convocatoria y veladas alusiones en los medios a esos paraísos que «nos aguardan prácticamente a la vuelta de la esquina». De muchos de ellos se nos dice, como principal reclamo, que se mantienen en su estado original y, sin dar explicación de lo que eso puede significar, son proclamados territorios vírgenes. Evidentemente, para el común de los mortales, embarcarse en ese tipo de ensueño no sólo es grato, es un alivio recurrente y siempre presente. Si la gente cree que un ser extraordinario rige sus vidas, ¿por qué no creer que en algún lugar nos espera un territorio donde nos espera la abundancia y la felicidad? Adentrarse ahí ofrece la posibilidad cierta de recuperar aquel mítico paraíso perdido. Cabe además suponer, viendo la fuerza y perseverancia con que ese imagen nos atrae, que toca alguna tecla en nuestro interior gracias a la cual se libera una antigua y permanente aspiración.
Ya que hablamos de esos territorios como de anclajes arquetípicos que vienen a fijar nuestra mente, más que cuestionarnos por qué existen debería interesarnos saber por qué son tan poderosos. Planteado de otro modo, ¿es posible que existan entre nosotros mentes resistentes a esa clase de atractivos? Imagino que sí, pero estoy convencido de que tienen que ser ajenas a nuestro mundo. Cada mundo parece crear en sus habitantes un género propio y distintivo de paraíso. La virginidad es el sello que prevalece en la mayoría de los que se nos ofrecen comercialmente y, al examinarlos con atención, comprobamos que éste es además su atractivo más determinante. Ese apego u obsesión por la virginidad no parece, sin embargo, estar tan claro a medida que nos vamos alejando del núcleo social y vamos llegando a quienes simplemente orbitan en torno a él. En los casos más extremos, por la propia lejanía, la virginidad es para ellos un factor natural, una condición que encarnan sin saberlo. No voy a hablar de oficios. Creemos que el pastor perdido en la montaña vive ajeno a los impulsos generados por la publicidad y no piensa en paraísos terrenales. Pero lo cierto es que no suele ser así. Así que más que de pastores hablo de quienes no han conocido la saga Star Wars o los Juegos Olímpicos, de quienes no siguen caminos marcados o sólo han visto discurrir el agua por el río. Se les tendrá por individuos silvestres e incultos, pero, más allá del error en que se incurre con ello, me interesan por constituir sus mentes un territorio auténticamente virgen, quizá a estas alturas el único. Justo por eso no me interesa nada imaginar cómo podrían ser contactados y convenientemente aculturados e integrados. No entendería bien con qué fin, aunque imagino que es fácil presentarlos como una curiosidad o una anomalía social o, peor incluso, como un peligro. En medio de todo esto, lo que a mí de verdad me intriga de esas mentes vírgenes, y si no libres al menos ayunas de nuestro bombardeo cultural, es conocer qué puede ser para ellas el paraíso.
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