El narrador tenía previstas unas cien páginas y cien es lo que envió finalmente a sus editores. Del relato podría decirse que resultaba de veras interesante y ameno, incluso vibrante, hasta mediada la página 61. Llegado a esas alturas, la trama se encontraba muy cerca de las revelaciones, en esos instantes que hacen tan jugosa la lectura. Aun así, es cierto que los personajes se empezaban a desfigurar, que los encuentros se traducían en diálogos inanes y que sus líneas de actuación parecían ciclos que no conducían a ninguna parte. Puede que para algunos el curso de la novela empezara a parecerles algo estancado, pero nada hacía suponer que a mitad de una página el narrador abriría nuevo párrafo para despacharse con una escueta línea, con una conclusión inesperada en la que se podía leer: «Me tomo un respiro. Volveré dentro de un rato. Mejor que no me esperéis despiertos». Tras esa página, la siguiente venía en blanco, al igual que las 38 restantes. Un crítico, seguramente de su cuerda, apuntaría más tarde: «Un hallazgo genial y un alarde de generosidad el de este soberbio autor que no duda en ofrecer al lector la oportunidad de interiorizar y hacer casi propia esa trama tan bien trabajada. Aunque nos deje al borde del vacío, ¿quién puede ser tan mezquino como para negarse a seguirle la corriente? El autor nos está invitando, no es momento de dudar. Es hora de tomarle el relevo y, ya que nos anima a dormir, es hora de soñar lo más intensamente posible para encontrarle salida a su blanco enredo. Todo antes de que regrese, magistral como siempre, con todo su elenco».
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