De darle vueltas a la cabeza, al final no sabe ya uno ni hacia dónde mira. Sin tener la mirada puesta en algo reconocible no creo que sepa bien qué es lo que ve. Sin saber lo que ve, pasa a alimentar creencias que pronto se traducen en fantasías visuales. Sin poder salir de ellas —porque son muy enredadoras— uno acaba por ver lo que quiere ver y convierte su cabeza en una pantalla por donde se pasean sus emociones o en un espejo milagroso que lo sitúa al mirar en el centro de lo que nunca consiguió ver.
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