Valle de Tempe, río Peneo y monte Olimpo (Grabado) Abraham Ortelius, Theatri Orbis Terrarum Parergon, Antwerp, 1590 |
En el fondo todos soñamos alguna vez con mirar a los dioses y su mundo a la manera de Ortelius. Ni siquiera los vuelos en globo, en avión o en astronave han logrado desalojar de nuestros sueños los paseos levitantes. Debe haber algo profundamente anclado en nuestra conciencia, una melancolía quizá, que nos maltrata y achica por no ser capaces de ver en su integridad, a vuelo de pájaro, ese mundo que es también el nuestro. Imposible dominar, nos decimos, lo que nunca se llega a ver. Para nosotros la inmensidad arranca en la costa, cuando lanzamos nuestra mirada por el mar en busca de otras tierras, de más realidad, y al fondo distinguimos la escueta y simbólica línea del horizonte. Ahí es cuando nos invade el sentimiento de que en esa línea incierta todo se acaba. Buscamos entonces otra perspectiva y creemos haber logrado una visión definitiva cuando nos encumbramos y contemplamos el paisaje desde una terraza cimera. Sin embargo, ahí es el propio esfuerzo de subida el que delata nuestro invento y nos enseña que no estamos volando sino que seguimos aferrados a tierra. Bien es verdad que, situados en ese punto, poco cuesta imaginar que desde un poco más arriba todo podría resultar diferente. Para ello no tenemos más que seguir al ave que despega de nuestro lado y al poco tiempo planea llevada a lo alto en espiral. La envidia nos gana cuando la vemos dejándose ir a merced de amables corrientes y sorteando las temibles turbulencias. Y es que a eso es justo a lo que aspiramos, a levitar silenciosamente, sin máquinas ni aspavientos, como una más entre las aves.
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