sábado, 31 de julio de 2021

El ocaso, un viejo espectáculo

En Menorca, una tarde de verano. Antes de anochecer decidimos ir hacia el faro de Artrutx. Con el faro a la vista, aparcamos el coche y nos dirigimos paseando hacia la orilla del mar. Pronto nos quedamos sorprendidos viendo los numerosos grupos que van en nuestra misma dirección. Cuando llegamos al torreón, comprobamos que en las inmediaciones se ha congregado bastante gente. La mayoría contempla el mar, pero también los hay ensimismados viendo cómo baten las olas sobre las rocas. De vez en cuando levantan la vista y miran al frente. Da la impresión de que aguardan algo así como el comienzo de una función. Junto a ellos hay también quienes andan revisando sus cámaras fotográficas, mientras otros más prácticos empiezan a sacar de la nevera companaje y bebida. De momento casi nadie está realmente ocupado por lo que sucede allá al fondo del mar. Apenas se aprecia todavía el declive del sol, que sigue luciendo luminoso e intenso. El atardecer se irá concretando, no obstante, a medida que vaya pasando el tiempo. No lo hará de manera fulminante sino morosa, lenta y pausadamente, diría incluso que de forma sigilosa. Mientras llega, la mayoría del público se muestra despreocupado, conversando y merendando entre risas. Sólo unos pocos siguen aguantando taciturnos, con la vista fija en el tímido oleaje que se cuela entre las rocas que defienden el faro. El cielo no ha cambiado demasiado, sigue mostrándose azul y mayormente despejado. Hay que lanzar la mirada hacia el horizonte para descubrir la pequeña franja de brumas perladas que oculta y desdibuja su recto trazado. Algunas de esas brumas parecen haber ascendido por encima y se extienden como largas y algodonosas hiladas difuminando los límites del mar. Lo que al llegar veíamos como un estanque plácido y soleado va ahora camino de resurgir, rodeado de esas brumas, como un ámbito enigmático, lleno de profundos misterios. El mar se extiende ante nosotros ancho y profundo, y con un agitado brillo. Ya no se muestra tan sobrio y sereno como antes sino que empieza a rebullir como plata crispada. La gente sigue cruzando entre prisas de un lado a otro para conseguir mejor ubicación, de lo que deducimos que lo que va a suceder es ya inminente. Se respira cierta ansia. No es nuestro caso, pues no calibramos qué interés puede tener el espectáculo. Lo que sí sabemos es que se está haciendo esperar. Pasan un par de minutos y el público entre en un silencio ritual llevando deslizando su mirada por el mar. Todo comienza cuando allá a lo lejos los tonos van mudando: el gris acerado es ahora un naranja pálido, un naranja tamizado por las cándidas brumas. En el roquedo que está justo delante del faro, un muchacho se levanta con una copa en la mano y volviéndose hacia la multitud grita: «Atentos, ha llegado su hora y debemos despedirlo como se merece. Nos ha dado un gran día y nos anuncia una noche fogosa. ¡Qué más se le puede pedir!». Sus compañeros, divertidos, despiden a ese sol tibio y apocado, y brindan por él. Los cambios empiezan a hacerse cada vez más evidentes. El disco solar va perdiendo su fuerza y al descender muestra un contorno cada vez más perfilado y definido. Sus rayos, sin embargo, quedan atrapados en una atmósfera rojiza, entreverada de filigranas blanquecinas. Curiosamente la línea horizontal se va tornando oscura, casi negra. Hay ahí un poder magnético en pleno despliegue y parece dispuesto a imponerle al sol poco a poco su ley, a devorarlo. Desde tierra todo empieza a ser más confuso a medida que la luz nos regatea sus señales. La chispa que en el público prendía y animaba el espectáculo se empieza a perder. El propio cielo, que se oscurece a nuestras espaldas, nos anima a retirarnos, como si prefiriera que no fuéramos testigos del declinar del astro, de su triste ocaso. Pero ahí están las cámaras para inmortalizar el preciso instante en que el disco brillante se sumerge. Son minutos de agonía, a los que sigue un legado de sangrienta luz y un disparatado aplauso de la mayoría de los presentes. A partir de ahí las sombras se van alargando y la gente empieza a ponerse en pie. La función ha terminado. Los grupos se van yendo lenta y silenciosamente por la carretera del faro. Y nosotros entre ellos. Aun así, mientras nos alejamos, somos muchos los que nos sentimos tentados de echar la vista atrás para mirar el mar y sondear en el oscuro telón. Nuestra curiosidad tiene recompensa, porque todavía es visible una extraña y cada vez más tenue claridad, justo en el mismo lugar donde ha ido a parar y se ha perdido para siempre el que ha sido el indiscutible protagonista del día.

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