Para el corto de luces un argumento no vale mucho más que un chiste. Así que poco tardará en oponerle otro chiste con su sello. La dialéctica degenera y de este modo se convierte en una sarta de esforzadas consideraciones y agudas rechiflas. En ese desigual encuentro contemplamos con pena cómo, entre risas, el argumentador sigue, de un lado, intentando que no naufrague la razón, mientras que, del otro lado, no se advierte prisa ni necesidad de conclusión sino una intención burlona de hacer brillar, por encima de la razón, el ingenio de un pobre insatisfecho. Una vez rebajada la dialéctica al nivel de esgrima verbal, ya sólo interesa deslumbrar y hacer restallar el látigo para fustigar al oponente a base de ocurrencias. En medio de ese ruido acompasado y penoso, el traje de lentejuelas con que se adorna y su disperso brillo es todo lo que el corto de luces puede finalmente mostrar.
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