Qué inútil es esto de hablar solemnemente, como si uno se creyera destinado a hacer retumbar las piedras. Qué estúpido es imaginar a estas alturas que a base de verbo florido se consigue hacer llegar a los oyentes alguna emoción. Qué fatuo es quien cree que gracias a su elocuencia se le rendirán y que su inexcusable clamor hará que se venga abajo el templo de los escribas. Con ser inútil, estúpido y fatuo tanto artificio, llega al más absoluto ridículo quien espera que, por poner todo eso por escrito, temblarán las páginas del libro y así cabalgará éste victorioso por cenáculos y estanterías. De hecho, pasado un prudencial período de espera, comprobará con amargura que, aunque lo lean, todo el mundo sigue en pie, impávido, sin que nadie se pronuncie, sin que nada se conmueva y sucumba. Y como esos ecos ni llegan ni llegarán, acabará por comprender que de su retórico empeño sólo quedará el ímpetu, un ímpetu que será visto, para su desgracia, como prueba de pretenciosidad y consumada pedantería.
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