Cuando sientes que tu declive se ha iniciado y que imparable por él te deslizas, te agarras a la imaginación como creyendo que es lo único que podrá salvarte, lo único que te permitirá remontar. Pero la imaginación no es inagotable y esa clase de batallas son siempre demasiado largas. Poco a poco ves repetirse las figuras y contemplas aterrado cómo tus héroes caen en silencio, sin apenas estruendo épico. Así es que nadie te defenderá ya. Porque nadie puede defenderte de ti mismo. Cuesta abajo presientes el mal como un futuro áspero y, a medida que coges velocidad, como un viento tormentoso que conduce a una desgracia inevitable. Quizá hasta lo intentas, pero no consigues darle la vuelta, ni aplacar su furia, ni imaginar tu marcha por un perfil llano. Y por eso decides convivir con ese mal previsible y cada vez más presente, y asumir el daño como algo insoslayable. Evitas, evidentemente, que sus aristas y vértices hagan mella en tu cuerpo, evitas verte sometido a sus dolorosas dentelladas. Pero no por eso dejas de serle tributario. Tu miedo lo encumbra y por tu dejadez te vuelves su vasallo. «Estará siempre ahí», te dicen, «o sea que debes tolerarlo y admitirlo, porque, si te resistes, tú mismo te harás más daño». La invasión de los virus o la terrible avería medioambiental, por ejemplo. Pudiste evitarlas, pero hoy te ves obligado a soportarlas y a creer que desde la cercanía, en el cara a cara, podrás superarlas. Mientras conserves algún vigor, acabarás con la primera línea de fuego. Pero, a partir de ese momento, permanecerás para siempre alerta en espera de que aparezcan las siguientes. Atrás quedarán aquellos otros tiempos en que vivías desentendido, desenfadado, despreocupado. Si te han convencido de que el mal es necesario para mantenerte avisado o, peor aún, para mantenerte vivo, cuenta con que ese declive, en el que te empezaste a sentir embarcado, es ya definitivo y terminante, en definitiva terminal.
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