Es de suponer que la normalidad establece sus condiciones teniendo en cuenta a los individuos y las circunstancias en que viven. Lo que podría parecer sencillo no lo es. Sólo hay que pensar si podemos determinar de algún modo cuándo las circunstancias en que vivimos son normales. Somos parte de una historia y no veo que podamos señalar un momento para fijar en él un estado general de normalidad. Como esta fijación trasciende el nivel individual, se ha ido alentando, con frecuencia desde las instituciones, una «ideología de la normalidad». En ella se apunta, mediante parámetros auxiliares, al momento preciso en que se daba. Pero la normalidad parece tan inaprensible como hermana mayor la felicidad. Son las desgracias las que suelen tener carácter puntual. En los últimos programas de gobierno, esa ideología ha estado bien presente, ya sea como esperanzador recurso propagandístico o como bienintencionada aspiración. Si difícil es determinar cuándo podemos hablar de circunstancias normales, más difícil es la segunda exigencia, esto es cuándo estamos lo bastante normales como para no desentonar en la normalidad general. Ya en circunstancias «normales» somos mayoría los que desbarramos. Así que qué decir cuando se dan circunstancias menos favorables. Lo menos que se puede afirmar es terreno abonado para salirse de la normalidad y desarrollar anormalidades nuevas. En este sentido la tan ansiada nueva normalidad, de la que sabemos que no puede ser un retorno a un momento anterior, nos convierte a casi todos en potenciales anormales. Con esta previsión, no pretendo desmerecer nuestra capacidad de adaptación. De hecho esta capacidad en breve devolverá a muchos al carril y servirá para ver cumplida la ampliamente propagada ilusión de normalidad. Pero tampoco conviene engañarse, ahí lo normal significa mantener la funcionalidad del tinglado y poco más. La anormalidad personal, esa con la que habitualmente cargamos, permanece ahí dentro intacta. En medio de la normalidad general, la anormalidad personal, que viene alentada por la desazón, la miseria y muchas otras circunstancias, nunca es no es reconocida mientras no provoque algún efecto disfuncional. Y si es reconocida, pronto adquiere otro tono y una calificación oficial que va desde lo patológico a lo antisocial. Si la normalidad se instaura y proclama, nadie puede sentirse fuera de ella. Sería anormal, y quién sabe si perseguible, no reconocerla.
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