martes, 31 de agosto de 2021

Sobre la normalidad

La normalidad requiere de gente normal respondiendo de forma normal ante cualquier situación normal. Contamos ahí hasta tres razones; con ellas basta para confirmar que la normalidad nunca es posible.

lunes, 30 de agosto de 2021

Cuando haces ver

Lo que haces ver no es lo que realmente tú ves. Supones con cierto orgullo que eres tú, el experimentado maestro, el que llega y ve hasta el fondo. Pero te equivocas, porque al final es aquél a quien ayudas, un modesto aprendiz, el que acabará por ver más allá de lo que tú nunca conseguiste ver. 

domingo, 29 de agosto de 2021

De camino al país de las maravillas

Cuando era pequeño e íbamos en coche a pasar el día a la playa en San Sebastián, una de las cosas que más me llamaba la atención era que a partir de un momento bien preciso (que hoy asocio con la entrada a Tolosa) empezaba a ver cómo las casas, que al principio estaban diseminadas por el monte, parecían poco a poco juntarse para bajar y venir a nuestro encuentro, no sé bien si alborozadas,  pero lo que sí sé es que acababan por aprisionar la carretera dejándola convertida en un estrecho y aburrido pasillo. Siguiendo nuestra ruta, sólo esporádicamente volvíamos a ver, justo al fondo de los huecos que se abrían entre los edificios que la flanqueaban, algunos de los caseríos más. A diferencia de los anteriores, que tan ingenuamente nos seguían a la ciudad, estos se veían cada vez más lejanos y deteriorados, condenados a permanecer y a mirar para siempre al frente, buscando obstinadamente en las casas de la carretera a sus antiguos moradores y demás vecinos. En cuanto aquellos verdes prados con sus rebaños y los maizales que crecían frente a los bosquetes de pinos desaparecían de nuestra vista, su lugar quedaba ocupado por las dos largas hileras de bloques de tres pisos. Desvanecido definitivamente el bucólico panorama de caseríos y colinas, lo que ahora teníamos delante era una calle impersonal por la que pululaban anónimos y apresurados habitantes. En ese trayecto, sólo algunos detalles como la colorida ropa tendida en las ventanas, una mujer sacudiendo con una palmeta de mimbre la alfombra o alguna que otra jaula colgando en lo alto del balcón, con su prisionero cantarín dentro, conseguían sorprendernos y animarnos un poco el viaje. No es que no buscáramos más sorpresas, pero todo lo que descubríamos, cuando las viviendas se espaciaban y dejaban ver el hueco, eran callejas de incierto final por las que unos cuantos peatones, tan anónimos como los anteriores, se movían sin rumbo y sin volver la cara, buscando su camino, lejos de la transitada carretera, seguramente hacia las afueras. Mi recuerdo de todo esto es como una serie de fogonazos breves, de visiones instantáneas, casi fotogramas y, sin embargo, su impronta fue muy pronunciada, porque todavía hoy me dura. Y además no sólo me han quedado las imágenes, ahí mismo está también guardada la atmósfera en la que estaban sumergidas. El viaje se repitió varias veces en distintos veranos, por lo que todo acababa resultando previsible en aquellas travesías. Como el paso por aquellas calles eran el contacto con lo urbano, ya sabíamos a continuación vendría aquella malsana sensación de asfixia y por eso le pedíamos siempre a nuestro padre si no podía acelerar. Tengo bien metido en algún remoto e inquebrantable lugar de mi memoria el repelente olor que llegaba desde las fábricas papeleras así como las espesas espumas flotantes que navegaban por el río y quedaban retenidas en la presa. El olor solía ser tan intenso que lo abarcaba todo y sólo avanzados unos cuantos kilómetros las brisas llegadas de la costa conseguían regenerar aquel ambiente enrarecido y fétido. No parábamos de taparnos las narices y hacer aspavientos, porque ese leve alivio tardaba siempre demasiado en llegar. Olvidarnos del tufo parecía imposible, pues nada de lo que pasaba frente a la ventanilla nos distraía. Cuando no eran las casas alineadas con sus muros de enfoscados de sencillo mortero y aquellas calles de un gris brillante como la antracita, lo que surgía junto a la carretera eran talleres destartalados o fábricas encajadas a despecho del vecindario y envueltas casi siempre y para colmo en densas humaredas. Siempre supuse que era difícil para ellas, para las casas digo, escapar de todo aquel orden carcelario, de todo eso que más tarde oiría llamar a los entendidos urbanismo. Sí que le oí a mi padre, frente a aquel prolongado y amargo espectáculo, murmurar algo raro sobre la urbe. Percibí que no era bueno y pasé entonces a asociar la urbe con cosas como la ausencia de campo y con lugares sin otro pulso que el de la vida rutinaria. La ciudad seguía conservando su halo mágico, seguía viéndola como una promesa, mientras que la urbe era lo que realmente estábamos viendo y padeciendo. Más que quejosas por el evidente abandono en que se veían, las fachadas de los edificios se contentaban con mantenerse firmes pese a las prematuras grietas y desconchados, sin poder ocultar la severa factura que la lluvia y el humo les habían impuesto hasta otorgarles el aspecto renegrido y desangelado con que se mostraban. En el colegio un maestro solía decir con el típico entusiasmo pedagógico que un viaje siempre era una oportunidad de descubrir cosas nuevas, pero con viajes como éste comprendí que los descubrimientos no siempre levantaban el ánimo sino que a veces lo ensombrecían. Pasando por aquella travesía, en muchas ocasiones me daba por pensar que no nos movíamos por carreteras ni por calles sino por una galería inacabable. Me asaltaba, además, la desasosegante certeza de que tras las ventanas que jalonaban esa galería se escondía gente sombría, vecinos atrapados a perpetuidad en aquel corredor, a los cuales sólo podía imaginar hoscos y malhumorados. Aunque iban apareciendo carteles y señales, mis sensaciones seguían estancadas y mis ojos no se despegaban de la ventanilla. Continuábamos atascados en ese tramo urbano y no paraba de preguntarme hasta cuándo duraría. Por eso preguntaba en voz alta si faltaba mucho, si estábamos llegando, si todo ese mundo tan triste era la bonita ciudad que me tenían prometida. Ellos me decían que esperara, que aquello no era más que un pasaje, lugares perdidos del extrarradio urbano por los que había que pasar, pero que lo bueno bueno estaba aún por llegar. Aunque era pequeño, no me importaba admitir en silencio que las maravillas había que pagarlas y que el espectáculo gris e incesante que contemplaba allí afuera era el pago exigido por disfrutarlas. La primera vez que hicimos el viaje, el aburrimiento me hacía a estas alturas insistir en las preguntas una y otra vez. Decidieron callarme y me soltaron, por todo consuelo, que antes de llegar a lo maravilloso había que aguantar lo sórdido. Estaba lejos de entender qué significaba lo sórdido, pero intuí que no era nada maravilloso y que más o menos se parecía a lo que estaba viendo. Urbe, sórdido, iba aprendiendo. Eso hizo que me surgiera la duda de si aquella maravillosa ciudad a la que nos dirigíamos acabaría siendo, a pesar de lo que decían, una urbe, o sea una acumulación de casas tan sórdido como todo lo que llevábamos visto. Aquella primera vez quedé esperando ansioso, quería salir de dudas y conocer si existía ese lado maravilloso. En las siguientes aceptaba ya resignado que para alcanzarlo teníamos que atravesar eso que llamaban la periferia, o sea lo sórdido. Pero de estas ansias, temores y malestares no conseguí desembarazarme ninguna de las muchas veces que se repitió el viaje. Alguna vez, harto de aquellas imágenes repetidas y deslucidas, llegué a creer que la portentosa ciudad se había fugado por temor a verse atacada por aquella angustiosa periferia y que quizá ya no la alcanzaríamos nunca. Creo recordar que llegaba entonces, para romper la tensa espera, un breve tramo en que las casas desaparecían y se volvían a ver árboles y roquedos, pero las laderas ahí se empinaban y los montes se cernían sobre nuestro coche como si quisieran empujarnos y arrojarnos al cercano río que corría a nuestro lado con la aviesa intención de que no lográramos nuestro objetivo. Por suerte, la amenaza nunca llegó a cumplirse, pero, mientras pasábamos por aquel desfiladero, el agudo temor a hundirnos en aquellas aguas me mantenía en vilo. Finalmente salíamos vivos de allí y seguidamente nuestra mirada se explayaba con alivio por áreas medianamente abiertas, aunque no muy esperanzadoras, porque volvíamos a vernos escoltados a cada lado por casas formando hileras interminables. No obstante, me consolaba pensar que, al paso por el desfiladero, habíamos dejado atrás los malos olores. Con todo lo que estaba por ver era si la ciudad hacía por fin acto de presencia. Al menos contábamos a nuestro lado con el tranvía, al que adelantábamos dedicando un tímido saludo a sus estatuarios tripulantes. El tranvía venía a ser la prueba más clara de que, aunque ellos no lo dijeran, ya no podíamos tardar, de que estábamos muy cerca de la ciudad. Y en esas estábamos, prometiéndonoslas felices, cuando de repente todo se desmoronaba y la ciudad anhelada volvía a quedarse en ilusión. Daba mucho respeto ver cómo se nos venían casi encima aquellas moles humeantes y, desde luego, no parecían propias de una ciudad mínimamente maravillosa. Con el susto, saqué en limpio que el viaje no era cosa de descubrir, como decía mi maestro, sino que era más bien como ir pasando pruebas. Según eso, ahora debía de llegar la prueba final, lo más duro, lo más sórdido. La primera vez que vi aquellas moles aún pregunté, con una ingenuidad que resultaba irónica, «¿ésas son las famosas maravillas?». En la verja que rodeaba y vigilaba que todo aquello no se desparramara y asaltara la carretera había un enorme letrero. Lo leía siempre con regusto, porque no ponía San Sebastián sino Cementos Rezola. Lo maravilloso aún tenía, pues, que esperar y, mientras tanto, lo que tocaba ver era aquellos monumentales silos rodeados de torres eléctricas y todo aquel enjambre de cintas transportadoras circulando entre naves polvorientas bajo nubes de espeso humo. Poco después de esta visión abrumadora, se abría la puerta a mi esperanza al ver un poco más lejos que las señales de tráfico nos situaban a dos kilómetros de la llegada. Al cabo de unos diez minutos, el desolador escenario  milagrosamente se despejaba y aparecía ante nuestros ojos el cielo dominante, a decir verdad no siempre del todo azul y demasiadas veces enfurruñado. Pero lo que nunca faltaba al fondo era el mar, siempre inabarcable, inundándolo todo con aquel aroma a salitre tan inconfundible. Ahí es cuando empezaba a creer en lo de las maravillas y, a medida que salíamos del túnel, renovaba con mayor fervor aún esa fe y abjuraba de los sórdidos precedentes de sus inmediaciones. Con la ciudad enfrente, me resistía a creer que fuera necesario pasar previamente por el purgatorio para poder disfrutar aquel refugio mágico frente al mar. Alguien me explicó años después que no es del todo raro que algunas ciudades, obsesionadas con su exuberante belleza, muestren toda clase de maravillas, dejando a sus espaldas otro mundo oculto y descuidado al que remiten todo lo que les incomoda y afea. En definitiva, que las maravillas urbanas siempre acaban por transformar su periferia en una trastienda sórdida.

sábado, 28 de agosto de 2021

Liberales a conveniencia

Cuando el precio de la libertad disfrutada y exhibida como derecho propio por unos debe ser pagado íntegramente por otros, lo que entra en juego no es la libertad sino la desvergüenza.

Oradores de urgencia

Con una sonrisa de circunstancias se avino cuando desde la presidencia prácticamente se le conminó, como invitado de honor, a dirigirse al alumnado. Al oír de su presencia, numeroso público se había congregado en el paraninfo. Mientras él avanzaba vacilante por el pasillo central, todo el mundo se mantenía en sus asientos expectante y dispuesto a entregarse. Una vez frente al atril, en cuyo frontal se leía Tools for prompting to sudden speak y, en tipo menor XXXIII Curso sobre estrategias orales de emergencia, pronunció este escueto, brillante y esclarecedor discurso: «Estimados alumnos, quisiera aprovechar esta repentina petición de nuestros organizadores para remarcar algunos de los principios básicos por los que el orador debe guiarse en caso de emergencia. Empiezo por subrayar: en cualquier circunstancia hay dos directrices de la mayor importancia que cualquiera de nosotros debería de tener muy en cuenta, al punto de interiorizarlas como auténticas reglas de oro. Lo más chocante de todo es que de la primera nadie habla y la segunda todos sin excepción tienden a menospreciarla y olvidarla. Comprenderéis que en el caso de la primera no debo ser yo quien la haga pública, pues no se me ha autorizado a ello, y en el caso de la segunda, que siempre he considerado y mantenido como mi divisa personal, perdonad, pero ahora mismo se me ha ido el santo al cielo y no la retengo. Confirmo, de todos modos, no sólo su enorme importancia, sino que son dos y que además son directrices que nos conciernen muy directamente y deberían servirnos de permanente guía en la profesión. Convendría, vuelvo a insistir, que como oradores improvisados tuviéramos estas dos sencillas reglas en todo momento presentes. Como creo que ha quedado suficientemente claro y no quisiera aburrir repitiendo trivialidades, eso es todo. Espero que esta alocución, en la que he intentado además ser breve, os haya sido útil y que humildemente pueda servir como oportuno colofón a este interesantísimo curso». Ovación cerrada, clamorosa; algunos aullidos y tímidos pitos.

viernes, 27 de agosto de 2021

Lapidarius

Hasta la Roma de Nerón llegó un gladiador cuyo nombre de guerra era Lapidarius. Venía precedido de gran fama por la rapidez con que zanjaba sus combates. Aunque había actuado en otros anfiteatros del imperio, nadie se hacía a la idea en Roma de cómo había conseguido despachar a más cien contrincantes nada más verlos, como quien dice en un suspiro. Eso es al menos lo que aseguraban quienes lo habían visto, ahora tras su llegada convertidos en sus más fervientes seguidores. Se sabía que no empuñaba espada ni blandía tridente, que todo lo que portaba era un ancho cinturón de cuyo costado colgaba una gran bolsa. Encima del cuello llevaba, a modo de estola, una larga tira de cuero que le caía por ambos lados del pecho. El primer y único día que se presentó en el Coliseo, el público, acostumbrado a luchadores avezados y armados hasta los dientes, no le concedía ni la más mínima posibilidad de salir airoso. Es verdad que la fama le precedía y por eso todos esperaban del recién llegado al menos que se batiera usando alguna treta novedosa. Tampoco se le pedía que ganara, bastaba con que plantara cara a sus competidores y no cayera a las primeras de cambio, completando un gran ridículo y hundiendo las apuestas de sus leales.
Cuando avanzó hasta el centro de la arena, lo hizo con paso firme y un semblante entre adusto y altanero. Sorprendió a todos al presentarse prácticamente desnudo, como un vulgar campesino, sin ninguna clase de escudo ni defensa. Tampoco contaba con compañeros o aliados, actuaba él solo frente a quienes se le opusieran. La intendencia hizo salir a cinco gladiadores bien pertrechados al recinto. Estos, al ver a su irrisorio oponente, decidieron prescindir del casco, como si quisieran reírsele a la cara. Al ver la bolsa que llevaba, uno de ellos le preguntó si traía ahí el condumio, broma que el público rio con estruendosas carcajadas. Siguieron más burlas mientras los cinco se paseaban desafiantes a cierta distancia y probaban a rodearlo. Al darse la señal, los gladiadores separaron y flexionaron las piernas, quedándose quietos y en guardia, con las armas bien dispuestas. Frente a ellos, con gran parsimonia, sacó Lapidarius de su bolsa algo parecido a un mendrugo y, tras echar mano y tirar del cuero, lo acomodó en él. Con gran asombro vieron todos cómo hacía girar aquello como si fuera un juguete. Cuando de repente lo soltó, una piedra salió disparada y fulminó al primero, al más fuerte de todos ellos, tras recibir en su monda cabeza un sonoro impacto con terrible acierto. De uno en uno los demás siguieron la misma suerte que el primero. En realidad, no pudieron ni acercársele. De nada les valieron sus redes y sus escudos, tampoco sus burlas y provocaciones; cayeron como tristes monigotes. Aún seguían aferrados a sus armas cuando fueron arrastrados con la cabeza rota. Mientras esto sucedía, Lapidarius, haciendo gala de su sobrio estilo, sin esbozar la más mínima sonrisa, sin hacer ni un gesto de victoria, se dirigió hacia la salida cabizbajo y en silencio entre los vítores de un público enloquecido. El mismo desatado fervor le esperaba en el exterior del Coliseo, pero él, sin decir ni palabra, se fue abriendo paso lentamente entre la multitud. Luego se alejó de Roma siguiendo su camino. De vez en cuando veía una piedra de su gusto, se agachaba y la echaba a la bolsa.

jueves, 26 de agosto de 2021

Lapidario

En mi intención de ser breve pero contundente, puede que llegue a ser lacónico, incluso lapidario. Aunque los calificativos acaben en ambos casos resultando en exceso solemnes, no significan exactamente lo mismo. Lo lacónico quiere ser riguroso, pero lo lapidario puede ser más certero y dañar. A lo lapidario lo envuelve un aire ceremonial que entre los espíritus delicados causa asombro seguro. Lo vemos cuando nos lanzan frases que rebotan dentro de nuestra cabeza como verdades imparables y nos hacen creer con sus variados ecos en algo casi litúrgico. El hecho es que, por mucho que con esas frases sólo se pretenda enviar consejo, resuenan como mandamientos. Y si aciertan a dar en el punto justo, siempre hacen mella. De sobra saben los que sueltan esas sentencias desde su púlpito que de sus pedradas siempre quedan en nuestra mente cicatrices severas.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Iluminaciones y devaneos

La oposición entre razón e intuición es un tema antiguo y la conciliación entre ambas nunca ha acabado de cuajar. A la hora de inventar, la intuición parece ganar la partida, pero todos conocemos también inventos que no se tienen en pie. La razón, aunque más lenta en su desarrollo, es la que da a la invención fundamento y crédito. La versión más jocosa de esta oposición nos la da Bergamín en uno de sus Aforismos de la cabeza parlante. Partiendo de la idea de pensamiento, distingue entre pensamiento-ardilla, «el que sabe andarse por las ramas», y el pensamiento-larva. El uso de ese lenguaje metafórico añade connotaciones dispares a cada una de estas dos formas de pensar. Mientras el primero es, según Bergamín, un tipo de pensamiento que se mueve con «limpieza, ágil y ligero», el segundo lo hace «con torpeza, lentitud y miedo». Nadie me va a negar que, frente a las connotaciones del primero, éstas segundas resultan peyorativas. Es casi seguro que a Bergamín, a la hora de pensar, le seducían más las iluminaciones fugaces que los devaneos sesudos. Hay una diferencia enorme entre alimentar el ingenio y forjar un proyecto. Para lo primero conviene que la intuición esté presente, para lo segundo la razón es un factor imprescindible. Cuando miramos a la sociedad, esa oposición nos remite a otra distinta. De algún modo los frutos de la razón acaban por ser bienes públicos, mientras que los destellos de la intuición siempre tienen algo de ocurrencias personales. En todo caso, lo que conviene saber es que, a pesar de impulsarlo, ni la intuición ni la razón aseguran el éxito del pensamiento, que a veces encalla y acaba en sonoro fracaso. Es muy probable que sea más fácil desnortarse siguiendo intuiciones, pero eso no significa que, atraído por razones de conveniencia o por el sentido común (siempre tan moldeable), no pueda toda una sociedad apuntarse al delirio. Ya sabemos que la intuición carece de proyecto y que fiarlo todo a ella es abonarse al fracaso, pero nos cuesta creer que la derrota de la razón también es posible. Que se da es algo que podemos saber atendiendo a ciertos signos que lo denotan. Pensemos, si no, en esos casos en que se nos pretende hacer creer que se progresa y al mismo tiempo se nos conmina a seguir alguna razón superior que argumenta: «si es conveniente, no veo qué falta hace que sea verdadero».

Sobre la retórica visual

Las redes se han abierto a toda clase de relatos. Hay guerras hoy que se libran en ese terreno, donde lo que prima es la retórica. La retórica ha conseguido adaptarse bien a esos medios y se ha convertido en un arma sumamente poderosa. Los nuevos elementos con los que cuenta han revolucionado por completo el modo de difundir mensajes y de instrumentar la persuasión. La técnica ha agilizado el manejo de la información al precio de desproveerla de cualquier interés en la verdad. Esto ha tenido una incidencia evidente en la retórica, particularmente en lo que se refiere al modo de dirigir los relatos, antes patrimonio de la literatura, hacia fines determinados.
Desde hace décadas contamos con amplia experiencia retórica en el terreno de la propaganda y la publicidad. La propaganda, particularmente la política, solía ser más directa y apuntaba a objetivos comunes e integradores, mientras que en la publicidad siempre ha se mirado a la satisfacción individual basada en el consumo de mercancía. Ahora, parece que se amplía esa pauta consumista y se está optando por los mensajes sugestivos también en otros campos. Los resortes psicológicos en los que se basa la venta de mercancías no son muy diferentes de los que favorecen la elección personal de una opción política. Cambia el producto, pero se emplea el mismo modo de hacer llegar el mensaje. Además, el destino sigue siendo un individuo que ya está previamente habituado a esos canales. Aparentemente neutros, son canales creados de cara a favorecer la seducción, no a garantizar la verdad. El objetivo, la venta del producto, está ahí bien claro desde el principio.
Nos vemos con frecuencia, como espectadores, ante el enfrentamiento de dos relatos, que se nos presentan como productos cerrados, empaquetados se podría decir, donde apenas queda espacio para terceras opiniones. En la nueva propaganda el relato se ha convertido un género retórico destinado a formular el futuro colectivo con vistas a ganar mediante dudosas promesas el mayor número de adeptos. Llevado a los medios, el relato es básicamente como un producto en venta, que encuentra oposición, eso sí, en un beligerante competidor. Los medios, en este caso las redes, condicionan obviamente los métodos de seducción. Quedaron atrás los tiempos en que, frente a la propuesta oficial trasladada por los periódicos y televisiones, se inundaban las ciudades con pasquines, octavillas y carteles subversivos. La propaganda ya no funciona así. Los mensajes van entrando en un continuo, forman parte de un relato que se alimenta día a día, sin consignas enfáticas y ocasionales, sin reuniones masivas. De los medios antiguos, probablemente es la televisión la que más se iba aproximando por sus características a la nueva retórica. En esto juego un papel fundamental la imagen, porque lo que se ha ido gestando y hoy influye en la retórica es que sea visual. La imagen tiene una capacidad de seducción menos sutil que la del texto, pero es mucho más directa y, a la larga, más eficaz. Tal y como decíamos, la larga ejecutoria de la publicidad comercial ha servido de banco de pruebas. Con esa experiencia, el relato visual, el mensaje subrayado por imágenes, es hoy una potente máquina seductora. Hay lugares donde el relato enviado por los poderes es uno y hegemónico, menos necesitado de la seducción que del engaño por tanto. En otros la situación es distinta, porque hay competencia. Meter dos de esas máquinas seductoras a competir en las redes es un espectáculo de gran atractivo para mucha gente. Hay quien piensa que en esa pugna está en juego la verdad e incluso se cruzan apuestas sobre quien ofrece un relato más creíble.
Llegados a este punto, convendría señalar cómo, tanto en un caso como en otro, la imagen trastoca claramente el valor de la verdad. Estamos abonados a los relatos apoyados en imágenes, sean reclamos comerciales o crónicas periodísitcas o debates televisivos. Pero en esas imágenes las hay de todo tipo: verídicas algunas, engañosas las más. Creer que las imágenes siempre prueban algo es incierto. Uno puede creer en lo que ve y admitirlo como prueba fehaciente de la realidad. Pero eso no es lo mismo que creer en lo que le ofrecen como real, o sea no tiene por qué creer gracias a las imágenes que le transmiten. Ahí la realidad —presentada normalmente como una la realidad a la que se aspira— depende del punto de mira, que no es algo neutro, que es siempre un punto de vista intencionado y particular. Y detrás de esa intención llega la retórica para construir con palabras e imágenes un relato convincente. Pero atención, convincente no quiere decir verdadero. No hay relato de parte que garantice la verdad. La verdad es cosa del discurso, no del relato, y sólo puede emerger a través de una cadena argumental. ¿Van de la mano el relato verdadero y las imágenes? No nenecesariamente. Las imágenes pueden reforzar la verdad, desde luego, pero también distorsionarla. Las imágenes literarias cumplían ese papel de refuerzo de un modo matizado y, sobre todo, no pretendían competir por la verdad. Ahí la retórica tenía su papel: aprovechaba los logros de la elocuencia, proponía hipótesis y hacía sugerencias, generaba modos de contar y apuntaba con sutileza a verdades difíciles de aceptar. En las redes y con imágenes visuales, sin embargo, la retórica ha dado un giro sustancial, incluso en su fines. Ya no es un modo de destacar y hacer entender, como solía; la retórica que prima en el relato visual es básicamente un modo de atraer clientela, aunque eso suponga evitar el argumento y falsear.

martes, 24 de agosto de 2021

Las dos velas

Encendí dos velas: una aún se consume, la otra se apagó. Con el humo se me cayeron dos lágrimas: con una mi ánimo se avivó, la otra se evaporó. La vida sigue, pero a medias.

lunes, 23 de agosto de 2021

El intranquilo

A finales de septiembre de 2019 presentaba el pintor (además de escultor) G. Garouste, en Chambon-sur-Lignon bajo el título genérico de L'école des prophètes, una nueva exposición de su obra. Lo hizo en el Lugar de la Memoria de esta localidad de Auvernia, porque con su obra quería rendir homenaje a los justos, a todos aquellos vecinos que tuvieron el coraje de acoger durante la Segunda Guerra Mundial a miles de judíos perseguidos.
Gérard Garouste, Le sage et la tempête, 2014

La historia personal de Garouste es, sin embargo, bien distinta. En su autobiografía L'intranquille, presentada con motivo de la exposición el pintor confiesa: «Soy el hijo de un cabrón que me amaba. Mi padre era un comerciante de muebles que hacía acopio de propiedades de judíos deportados. Palabra por palabra tuve que desmontar el gran engaño que fue mi educación». Quién sabe si estos hechos fueron los que lo llevaron a convertirse posteriormente al judaísmo. Fuera lo que fuera, en todo caso su obra contiene una variada muestra de simbología bíblica y talmúdica. De hecho, algunos de sus cuadros nos traen a la memoria los de Chagall, con sus rabinos y toda aquella corte de figuras levitantes. No obstante, cambia bastante el tono aquí, más dramático que mágico. Pero, viendo su obra, tampoco puede decirse que la religión haya sido un corsé en su libertad creativa. Con todo, hay quien, urgido por dar explicaciones, la encuadra en una corriente posurrealista, a pesar de que no es fácil encontrarle ahí parientes o antecedentes. Si es pintura figurativa, lo es también de un modo bastante peculiar. Aparecen figuras, desde luego; pero son figuras recreadas combinatoriamente con piezas de otras convencionales. Además, cuando las originales se mantienen, se las ve sometidas a desgarros y deformaciones, como si hubieran sufrido una suerte de anamorfosis. Habiendo figuras, de un modo u otro apelan a un discurso y tiene que haber tema. Y de lo que no cabe duda es de que los mitos y leyendas, los textos en definitiva, han sido para él una fuente de inspiración permanente. A este respecto, le oigo manifestar en una entrevista que él de lo que parte siempre es de un tema y que con ese tema acude al lienzo esperando que el cuadro final ofrezca múltiples vías de solución. Para el espectador la cuestión, al abordar el cuadro, puede resultar bien distinta: es el cuadro el que debe invitarle a entrar en el tema. Le tocará a él después, bajo el estímulo de las imágenes, encontrar su propio camino, su interpretación del tema. En su registro están textos y símbolos recogidos de distintas tradiciones y están igualmente los números. Con ellos tan pronto propone y anima personajes como pasa a incorporarlos a una cábala de su invención.
Escribo en las obras terminadas letras y cifras, un código secreto que me divierte y que he aprendido de un viejo sistema de escritura babilónica, el cual me permite clasificarlas y situarlas en el tiempo. Estos signos puestos juntos formarán un día una frase de cincuenta letras, que no digo, que suena como una metáfora de mi vida. Hay detrás de este jueguecito el viejo fantasma bueno del artista que quiere creer que todo tendrá sentido después de la muerte, que dejará una huella.
De entre los cuadros presentados en aquella exposición, ha sido el de arriba el que me ha llamado especialmente la atención. Evoca probablemente la llamada de atención del profeta, del hombre sabio, ante la llegada de una inminente tempestad. La atmósfera es de desesperación, como en El grito de Munch, pero sin tanto paroxismo, sin aquel delirio. No es Garouste de los que cree que pueda ser el delirio lo que dé sentido a la voz, a la llamada. «El delirio no desencadena la pintura, y lo inverso tampoco es cierto. La creación exige fuerza», afirma en su escrito. Sobrada fuerza sostiene ahí el grito, pero no creo que ahí el grito se dirija al espectador sino directamente al cielo. Es un aviso, pero también una plegaria. Detrás el terrible vendaval azota sin piedad las destrozadas velas de la nave, que parece condenada por el cielo a sucumbir. En el fondo del cuadro se confunden los últimos brillos del sol con las desgarradas telas, pero lo que sin duda prevalece y centra nuestra atención es ese tétrico azul en el que parece adivinarse una figura dispuesta a devorar la frágil embarcación. Es evidente, pues, que hay tema, y que ese tema bien podría ser el propio cielo, gravitando y haciendo con la tempestad historia. Al margen del sabio, el fondo revela mucho más. Revela el empleo de una técnica depurada y bien novedosa. Es verdad que no le parece objeto de preocupación, pues ha afirmado: «no es la técnica lo interesante, sino la libertad que ofrece». He oído también de su devoción por El Greco y Tintoretto. Desde luego su paleta de azules nos los recuerda, no tanto la pincelada que, sin estar falta de delicadeza, está aquí cargada de una energía devastadora, tremenda. Con todo estos factores, el conjunto resulta verdaderamente vibrante y su mensaje tiene algo de agónico. Pero, hay como para preguntarse ¿cuál es? Quizá la explicación está en nuestro entorno. Deberíamos darnos por avisados de que nuestra barca acomete hoy una difícil singladura y que las tempestades intolerantes, las mismas que nos hicieron naufragar en otros tiempos y llevar a un horrible destino a tantos, vuelven. Dicho esto, me parece interesante finalizar con un extracto más de su autobiografía. En él combina a la perfección el destino del loco y el sabio, y ayuda en encontrarle una más clara significación al cuadro que me ha servido de principio inspirador e como ilustrador de su obra.
Soy pintor porque mis manos han hecho mi fuerza, porque unos lienzos potentes y bellos me han convencido que había una vía para mí. Pero no me fío de la belleza, es un bluff, una manipulación que puede dejar totalmente pasivo al que la mira. Prefiero sugerirle una cuestión... El loco habla solo, ve signos y cosas que los otros no ven. Quiero pintar lo que no se dice. Y si el loco molesta, quiero que el pintor derrape. 

domingo, 22 de agosto de 2021

Historias naturales

Este es un lugar apartado y solitario al que nunca nadie se acerca. Tampoco importa demasiado, porque al que aquí vive le basta con lo que tiene a su alrededor. El bosque lo ha acogido en su seno y de sus árboles ha hecho sus hermanos. A veces se pierde entre ellos, guiado por las sendas de siempre. Le entretiene buscar por el suelo las hojas caídas y recoge las de formas más caprichosas. Al volver a casa, las reúne sobre la mesa y las ordena formando una vistosa colección. De vez en cuando repasa sus formas, las imagina en serie continua y nunca deja de intrigarle cuánto poder tiene la metamorfosis, aunque sólo sea mental. Es de los que cree que llegará el día en que alguien, de un modo u otro, descubrirá la colección y que tras el descubridor aparecerá otro empeñado en interpretar la secuencia y de paso la última y secreta intención del coleccionista. Podemos adelantarles que nunca ha pretendido hacerse con las más perfectas o brillantes hojas, que sólo ha querido que las escogidas reflejaran de algún modo los dramáticos vaivenes del tiempo. Así que, por muy negado que sea el intérprete ocasional, seguro que una de las hojas le hablará del día en que nació allá arriba en las alturas y a ella le seguirán un montón más que contarán con detalle cómo daban sombra y con qué mimo protegían a los nacientes hayucos, piñones, castañas y bellotas. Vendrá luego el turno de las hojas afligidas, de aquellas que fueron arrancadas de cuajo por un tormentoso y desabrido vendaval y por último tomarán la palabra algunas supervivientes de las que se vieron arrastradas hasta el suelo y dejadas a merced de la lluvia, el frío y la nieve invernales.
Con esta afición a las hojas ya se adivina que, aparte de pasear y cuidar de su burro, su vaca y sus ovejas, su mayor entretenimiento son esas revisiones sobre la mesa y las continuas recreaciones que va advirtiendo en su colección. A esto se le puede llamar, si se quiere, lecturas. Y como lecturas, son tanto más interesantes cuanto más raras e imperfectas se revelan las hojas en conjunto. Pero en esto de las lecturas, por asombroso que parezca, él suele ir bastante más allá. Le entusiasman, pero no se conforma con esas lecturas sobre las hojas. No hay más que verlo tumbado durante horas en el centro el prado, entre sus ovejas, siguiendo el enigmático curso de las nubes. Con ese cuadro infinito a la vista, a veces le da por creerse capaz de interpretar los oscuros mensajes que desde arriba se nos envían. Es como jugar a adivino. No por eso se ilusiona con meteóricos dioses, ni con encontrar ahí ciencia, ni con hacer predicciones que, llegadas además desde un lugar tan apartado y solitario, prácticamente desde el fin del mundo, nadie creería. Mira y lee en las nubes como si fuera un juego, por placer simplemente; placer al ver cómo en un momento todo cambia y, poco después, todo de nuevo se concreta. Le gusta contemplar la travesía de esas masas algodonosas, evanescentes e indefinidas. Ha llegado a convencerse de que no hay ningún objeto, al menos entre los visibles, más libre que ellas. A los objetos invisibles ni los cuenta, porque ha notado que, en cuanto decide imaginarlos, se vuelven sumisos y dejan de ser libres.
De vez en cuando, baja hasta el arroyo. Con el rumor de sus aguas como música de fondo, disfruta asomándose y contemplándolas desde la orilla. De cerca le asombran las aguas por claras, pero si se aleja un poco empieza a entender mejor su destino, no siempre divertido sino tortuoso y demasiado encauzado. Aunque las aguas parezcan ahí prisioneras en su ruta, eso no quiere decir que el arroyo se vea invariable y le diga siempre lo mismo. Cada día es distinto: son la luz y las sombras lo que define en definitiva su humor. Así que, cuando escucha atentamente las aguas en su fluir, siente como si le susurraran. Al principio, lo que que cuentan parece un largo y monótono discurso, pero ese discurso pronto adquiere matices inesperados y viene a concretarse en expresiones fascinantes. También escuchan, pero desde el fondo, algunas tímidas truchas, que escapan asustadas en cuanto a él le da por remover las aguas. Tiene esa manía. Dicen las propias truchas que lo hace porque un día las aguas le contaron un extraño cuento. Era el de un muchacho que frecuentaba la orilla, pero, en vez de escuchar allí el rumor, se quedaba prendado con su retrato. Al final se sentía el protagonista del cuento y siempre que iba era lo mismo. Aquello sentaba tan mal al arroyo que un día, con enorme esfuerzo, formó una gigantesca ola y se lo llevó. Eso al menos contaban las truchas. A él no cree que eso le pase, pues no tiene mayor interés en protagonizar nada. Bastante tiene con encontrarles sentido a las zambullidas de las ranas en la badina y al curso ininteligible de la corriente cuando atraviesa los rápidos. A pesar de haberse convertido en un lector impenitente de esas aguas, se queda solamente con unos cuantos momentos, no da para más. Son momentos de una misma pero variada historia, de la que cuenta el arroyo cada día. Porque, si bien este lugar puede ser visto como apartado y solitario, en él siguen cobrando vida infinidad de historias. No son grandes historias, son historias sencillas, de la naturaleza. De su curso hace ella ahí discurso y se permite hablar en directo, pero sin gran esperanza de que alguien alguna vez la escuche.

sábado, 21 de agosto de 2021

Mensaje indescifrable

Recibo desde la selva amazónica, no lejos de Iquitos, en las cercanías del río Momon, un bullicioso mensaje lleno de alegría, que la tremenda algarabía montada por sus autores me impide descifrar. Confío que alguien sea capaz de decirme quiénes son y qué es lo que se cuentan. Nada me gustaría más. Quedo a la espera.

viernes, 20 de agosto de 2021

La vergüenza para ellos

Todo el mundo tiene salidas de tono. Y, llegado el caso, cuando se forma el lío, siempre habrá quien le diga al otro que no tiene vergüenza o le pregunte dónde la perdió. Parece como si la vergüenza fuera artículo necesario en nuestro equipaje vital y eso a pesar de que, en caso de conflicto, nadie realmente la aprecia. De hecho a quien la muestra, aunque sea sin querer, se le ridiculiza por apocado, pusilánime y huidizo. Así pues, ¿por qué nos quejamos de quien prescinde de ella? Luego va, nos asalta uno de esos desvergonzados y, claro está, la cosa ofende. Empiezo a dudar, por tanto, de si es buena política mantener las vergüenzas para salvar el buen tono y exhibir, cargado de dignidad, aparatosa intransigencia verbal con quien carece de ellas. Creo que es mejor replicar a su desvergüenza con desvergüenza y para eso no veo mejor táctica que trasladar la vergüenza al desvergonzado. A final no se puede hacer frente, ofreciendo rubor y pudor, a quienes nos desprecian con su descaro sin recato. Vayan para ellos, pues, todas nuestras vergüenzas. A ver si devolviéndoles una por otra se reconocen más ridículos que audaces, y se avergüenzan. Así, por una vez podremos regodearnos sintiendo de cerca cómo hemos hecho crecer esa vergüenza ajena.

jueves, 19 de agosto de 2021

Lo que los muros cuentan

Supongo que en algún momento el arquitecto se plantea cómo puede hacer para que el cierre del edificio proyectado no se confunda con un muro y dotarlo de cierta expresividad. Por desgracia no siempre da con la solución. Están a la vista, con sólo pasearse por nuestras ciudades, ejemplos de muros que, en la mente de sus autores, querían ser flamantes fachadas. Bien podrían ser denominados estos muros también muros de las lamentaciones. Puede que quienes ahí se lamentan no manifiesten sus penas en público y con carácter litúrgico, sino que lo hagan desde detrás del muro, en algún rincón de sus viviendas. Pero eso no resta valor a sus lamentos ni dramatismo a su encierro. Quienquiera que mire muchos de los bloques de viviendas construidos de unos años a esta parte tiene la impresión de que los huecos se han abierto en la fachada para que sus inquilinos respiren un poco. Los arquitectos dicen practicarlos en el muro por funcionalidad. Para evitar la monotonía y presentarlo como una fachada austera distribuyen esos huecos de forma más o menos vistosa y pautada. Que esa gente haga prácticamente renuncia a hacer un muro expresivo, no quiere decir que esos bloques no puedan llegar a expresar algo. La expresión es algo que trasciende al muro y puede reflejar o bien la intención del proyectista, o bien la reacción de quien vive a un lado u otro de él. Esa expresión se da en toda clase de muros. Sin ir más lejos, están los muros en que se exhibe cartelería reivindicativa o electoral,así como graffitis o pintadas. Todo el mundo tiene la mente el desaparecido muro de Berlín, probablemente su más significado ejemplo. Lo que fue un muro de disuasorio, expresión de una dolorosa separación, acabó siendo muestra de rebeldía y rechazo
Restos del muro de Berlín
John McDougall, 2019
Los muros han sobrevivido en muchos casos como medio de expresión donde se reflejan las inquietudes de los de un lado. Sin embargo, hay otros casos en que el muro parece directamente destinado a impedir que llegue a la calle la vida que palpita en el otro lado. Algo que no siempre logra, pues se ve superado y acaba rendido ante la iniciativa de los afincados detrás del muro alzado. Con mayor o menor gracia, sacan éstos a la luz a través de huecos y resquicios toda clase de trastos, mobiliario, bicicletas y no se arredran a la hora de cubrirlo con ropas y sábanas tendidas. Esto también son expresiones, no diré que siempre artísticas, pero que al menos rompen con la monotonía reglada impuesta en el muro por su creador. Estas iniciativas resultan escandalosas para el colegio de arquitectos y los urbanistas. En su opinión, toda esa libertad expresiva atenta contra la autoría creativa del proyectista, devaluando el valor de lo edificado y dando un «aire canalla y poco respetable» a la fachada. Pero, si tenemos en cuenta que las fachadas vienen a ser como el rostro con que un edificio se presenta ante la población, quizá deberían preguntarse: ¿es obligatorio que ese rostro sea ceñudo, mudo e inexpresivo?
Aunque mi análisis sea forzosamente breve y modesto, me gustaría continuar con algo siempre digno de tenerse en cuenta: todo muro presenta dos lados. Sucede, sin embargo, que ambos no siempre se exhiben de igual forma. Incluso podríamos decir que, según el destino del muro, uno de los dos prevalece y oculta la existencia del otro. Hagamos la prueba y volvamos de nuevo al famoso muro jerosomilitano: nadie se lamenta frente a la trasera de ese muro, entre otras razones porque su arrepentimiento carecería entonces de visibilidad.
Fragmento del muro de las lamentaciones
Jerusalén
El ejemplo pone de manifiesto otro detalle sobre la expresividad igualmente importante. Estamos ante ruinas y los muros arruinados se expresan por sí solos y de otro modo. Por evocar pasados intangibles, tienen otra clase de expresividad que sintoniza con la melancolía individual y colectiva, y en este caso con un romanticismo religioso basado en la literatura bíblica. Este ejemplo me lleva a otro bien cercano y casi igual de ciclópeo: las murallas. Es difícil hablar ahí de expresión, lo único que cabe decir es que la obra se exhibe sobriamente, con tremenda severidad. A los que se afincaban al otro lado de lo visible podemos imaginarlos inquietos, temiendo por la solidez del muro y con pocas ganas de asomarse y confraternizar. Aquí no hay propiamente fachada, el rostro de esa construcción es tan plano como mudo, sin aberturas que puedan servir como vía de penetración, ante el peligro de que acaben por desfigurar su papel de contención. Para expresarse desde ese muro están las armas: cañones, fusiles, catapultas y demás. Como obra de ingenieros y dado su carácter estrictamente funcional, esos muros de contención necesitan pocos adornos. Aquí la función apenas deja lugar a la expresión artística de su autor y menos aún de los que se resguardan ocultos tras él. Si volvemos al punto inicial, al del rostro, es inútil que nos preguntemos dónde da la cara esa construcción, dónde se encuentra su fachada. En ausencia de fachada, por mucho que tenga autores y proyectista, un lienzo de piedra vive y vivirá en el anonimato hasta derruirse. Ese hubiera sido el destino del muro de Berlín de no haber sido asaltado y vandalizado por quienes se enfrentaban a él con medios ofensivos destinados a ridiculizar su función como bastión defensivo. 
De todos modos, quien actualmente opone ese anonimato de la muralla a la personalidad de las viviendas está en un craso error. Sí que hubo días en que las viviendas, por humildes que fueran, tenían su carácter propio y el talante de sus moradores trasparecía en el exterior. Puede que su fachada careciera de adornos, pero siempre había algún detalle distintivo, algún signo sen ella con el que destacaba de las demás. No es que eso se haya perdido, pero desde luego hay que buscarlo en nuestras ciudades con denuedo. Las ciudades parecen tierra quemada en ese sentido. No es que falten fachadas, pero no siempre se muestran sus inquilinos capaces de boicotear sin complejos las estrechas previsiones de los arquitectos.
Barrio Villaverde, Madrid
Porque, además, luego vienen las autoridades a imponer disciplina. Son muy dadas a pedir los días de renombre banderas y guirnaldas en los balcones, pero no toleran ver tendida la ropa interior en la terraza. La expresiones de acatamiento festivo en la fachada son de recibo, las más consuetudinarias deben ser privadas. Es curioso que quien exhibe sin pudor su pobreza en las ventanas ofenda y que la autoridad alegue que invade visualmente el espacio público. Es como si se le viniera a decir que no puede perforar el muro, que eso perjudicaría su homegeneidad y quizá también su consistencia en un trasunto de lo que para ellos representa la sociedad. Por su parte para el arquitecto creador la cuestión fundamental es preservar la armonía. Con su patente de creador exige que no se vaya más allá de la funcionalidad que él ha ofrecido manteniendo un delicado equilibrio con la belleza del conjunto. Pero es muy ingenuo al creer que el inquilino carece de imaginación funcional. La vida diaria le espolea, así que es fácil dejarse llevar por ella, transgredir la norma y sabotear el reverenciado proyecto. Frente a todo ese alarde expresivo, frente al muro recién «mejorado», el arquitecto se lamenta: «Mi obra merecía otra suerte; evidentemente no se hizo para ellos». ¿Reproche o autocrítica? Puedo imaginar al arquitecto del templo de Salomón entonando el mismo lamento entre los creyentes y filtrando en una grieta su mensaje con el deseo de ver desaparecer definitivamente unos muros que «han perdido su función actual y sólo sirven para dar soporte y expresión a una fe».

miércoles, 18 de agosto de 2021

Asalto a la cátedra

En una de sus pesadillas más recurrentes, el profesor de matemáticas se ve en la tarima, frente a la pizarra, mudo y pensativo, mientras a sus espaldas, entre sus alumnos, se ha instalado un murmullo creciente. Ha elegido ese problema como pudo haber elegido cualquier otro del repertorio, sin calcular de antemano su alcance y su complejidad. Venía a ser uno más, pero las ecuaciones en derivadas parciales siempre aguardan calladas y aparentemente accesibles, cuando en el fondo son pérfidas y están siempre prestas a tender dolorosas emboscadas. El planteamiento era bastante convencional y en su desarrollo él se deja ir, de manera casi automática, a través de sucesivas expresiones, logradas paso a paso a base de hábiles sustituciones y cómodas simplificaciones. Como un maleficio llega, sin embargo, el crudo momento en que la entra la sospecha de que todo aquello no va a ninguna parte. La inclusión de las últimas condiciones determinantes, en vez de afinar la expresión la ha convertido en un terrible monstruo, en una criatura indomesticable. La solución está definitivamente lejos y hay que retroceder para encontrar el punto donde todo se ha torcido y, lo que es más complicado, la razón por la que ha fallado el plan. Con el patio cada vez más insolentado, su mente, siempre tan dinámica, empieza a patinar. No sabe si seguir por la senda abierta o retroceder. Pero, de tener que hacerlo, convendría saber hasta dónde. Y no sólo eso, sino también cómo justificarlo: si como un pequeño error algebraico, como un cambio de variable inadecuado o como una formulación inicial mal planteada. Ahora mismo le preocupa más el grado de gravedad del error que dónde se esconde el fallo. Le urge encontrar una razón pública para hacer que repunte su buena cabeza y alguna otra razón más para darse la vuelta y poder explicarse. Mostrar sus limitaciones supondría franqueza y honestidad, pero para los más recelosos sería una prueba definitiva, la que demostraría a las claras su impericia. O sea, un quod erat demostrandum fatal. Desde luego los recelosos existen, no hace falta verlos, basta con oír sus cuchicheos, a los que acompaña siempre alguna risilla malévola. Mientras tanto el tiempo apremia y la pizarra le parece ahora mucho más grande, gigantesca, y además amenaza con venírsele encima. Casi preferiría caer ahí bajo su descomunal peso, un peso que, por grande que fuera, siempre sería menor que el de su paralizante error. Al menos así saldría redimido como un ejemplar mártir de la profesión. Esta crisis fatalista lo lleva a continuación a imaginarse simulando un súbito vahído con el que darse una salida digna, maniobra que completaría con amagos de tambalearse e irse de cabeza contra la puerta. Teme, sin embargo, que nadie crea en una embestida tan dócil y cree saber que como torito rendido sólo va a inspirar lástima. Eso en el mejor de los casos, porque, habiendo sido un justiciero implacable en sus calificaciones, aunque su rectitud haya honrado el prestigio de la universidad, no debería esperar de sus alumnos misericordia, pues lo más seguro es que su reacción acabe más cerca de la crueldad. Llegado a ese punto fatídico, tentado está de dejarlo todo ahí mismo y de abandonar ese oscuro y problemático pantano. Entonces se le aterriza en su cabeza una peregrina idea: por qué no dejarles la tarea a ellos. Les dirá que es un «simple» ejercicio, que lo pueden continuar tranquilamente en sus casas, puesto que «quedan tan sólo tres o cuatro líneas por completar». Está metido en ese torbellino, al que no encuentra salida, cuando le llega el tímido ruego de uno de sus muchachos. Lo que al principio parece un ruego pronto se torna intervención pausada, con la que, a ojos de todos, hila explicaciones de gran finura pitagórica y aporta inesperada luz al maldito embrollo. Sus compañeros tienen la vista en él como si fuera una aparición, como si un ángel oportuno se lo descifrara todo de forma clarividente. No así el profesor, que sigue de espaldas mientras intenta digerir cómo el espontáneo está enmendándole la plana. Y su impresión es que está sentando cátedra y quién sabe si no pretende postularse como providencial sustituto. Lo ve aún más claro cuando el muchacho, que ya cuenta con el favor incondicional de los suyos, apunta a un punto indefinido de la pizarra y señala con énfasis: «Dese cuenta que no es ésa la razón. Yo creo que...». El señalamiento colma su paciencia, es una verdadera intrusión. Le gustaría decirle que lo que pueda o no creer él le resulta irrelevante, porque no tiene aval alguno, ni visos de autoridad, ni refrendo magistral. Mientras, en su fuero interno se pregunta: ¿Qué quiere éste a estas alturas? ¿fomentar creencias y reclamarles fe ciega a estos ignorantes? Ganas no le faltan de replicar, pero sería inútil cuando él mismo no es capaz de avistar solución al problema. Empieza a ser consciente de que su crédito profesional puede acabar pronto por los suelos y que ha sido su propia indecisión y torpeza la que ha envalentonado a este osado espontáneo. Aunque la prudencia lo exija, no puede seguir en silencio, debe reaccionar. Y ahí es cuando se da la vuelta visiblemente irritado y muestra su gesto más severo hacia ellos. En tono doctrinal, mira fijamente a su puntilloso alumno a los ojos en un intento de demoler toda aquella arrogancia juvenil. Los demás siguen expectantes ante lo que ven ya como un enfrentamiento abierto. Uno que va para filósofo lo resumirá todo más tarde como «un divertido altercado entre la lucidez dialéctica y una cuadriculada prepotencia». Lo cierto es que a nadie extraña que el profesor, ante tan evidente invasión de sus competencias, recurra, como última salida, a cortarle la palabra al petulante e intente replicar con ridícula vehemencia: «Haz el favor. Deja que sea yo quien encuentre mis razones». Vuelve el silencio mientras el profesor, ensimismado, sigue rebuscando soluciones en su vacía y desolada cabeza. Repentinamente suena un timbre, es la hora. Y ahí se despierta con profundo alivio.

martes, 17 de agosto de 2021

Monumentos exóticos

El eminentísimo y muy honorable Sr. Dr. D. XX, que en gloria esté tras su brillante y benéfico paso por este mundo como esforzado paladín, desinteresado campeón y reconocido defensor de las más nobles causas, es el mismo que como humilde criatura se avino a cagar aquí. Frente al anterior cartel, un oscuro y maloliente agujero da fe de que bien pudo ser lo que en él se cuenta y de que otros han seguido el ejemplo con la intención probable de rendirle cumplido tributo. Ahora mismo son legión los que, ante la histórica poza, esperan pacientes. Por razones obvias, y a pesar de sus apuros, se van acercando de uno en uno, muy serios y en riguroso orden. Cuando le toca su turno, el afortunado se coloca mientras lanza un hondo suspiro al cielo en memoria del difunto. En ese breve lapso de tiempo, consigue además agacharse, deponer presto y levantarse ligero, ajustándose convenientemente el refajo. Nada más salir del retrete, tras asearse y ser rociado con perfumes, pasa a recoger el boleto donde queda señalado el día y hora de su generosa contribución y certificado su sentido homenaje.

lunes, 16 de agosto de 2021

Inicios y arranques

Pongámonos en la antesala de cualquier actividad. Están los que dicen que la inician, que la comienzan o que debutan y frente a ellos están, y probablemente son hoy mayoría, los que arrancan, los que en su arranque parten de manera incontenible a una desconocida carrera. El inicio siempre puede ser paulatino, suave y progresivo; da la impresión de que esos son atributos que el arranque nunca podrá tener. También en las novelas, al igual que en las actividades, hay inicios y hay arranques, y en proporción bastante desigual, porque abundan decididamente más los primeros que los segundos. Escribir inicios suele ser más plácido: se describe el escenario, se van conociendo los personajes y poco a poco se va entrando en acción. Por el contrario, en el arranque se señala a dónde apunta el relato, dotándolo, si uno se da maña, de profundidad, o bien se procede a una inmersión brusca y radical en la historia, con cierta carga de intensidad.
No voy a iniciar una tesis sobre este asunto, aunque es evidente que hay material de sobra sobre él. Arrancaré simplemente citando a D. Lodge, quien en El arte de la ficción dice: «El comienzo de una novela es un umbral, que separa el mundo real que habitamos del mundo que el novelista ha imaginado. Debería, pues, como suele decirse, "arrastrarnos"». Bien, me quedo más con ese umbral divisorio que con el interesado arrastre. Una cosa es que esas primeras líneas produzcan hondo impacto y otra que se nos quiera agarrar por el cuello. No me gusta que nada ni nadie me agarre por el cuello, no responde a mi interés. Cuando descubro ese truco, abandono y me largo. Pero, volviendo al grano, estaría, por un lado, la introducción más o menos convencional del cuadro en que se desarrolla la acción y, por otro lado, el señalamiento de las líneas de fuerza que conducen esa acción. Voy a poner dos ejemplos para que esto quede más claro.
La introducción en el cuadro requiere una morosa y bien adjetivada presentación del mundo en el que se va a desarrollar la acción. En cierto modo es el inicio clásico, como clásico es H. Broch en estas primeras líneas de La muerte de Virgilio
Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía al puerto de Brindis, dejando a la izquierda las chatas colinas de Calabria que se acercaban poco a poco.
De otra naturaleza, mucho más próxima al arranque, es ese señalamiento previo de las fuerzas. Con ese fin, algunos autores prefieren proponer la cita de algún clásico como punto de partida, mientras que otros prefieren disponer las fuerzas en su propio sistema de coordenadas. En estos últimos casos conviene ser breve y contundente, y en esta línea ningún ejemplo creo que supera lo escrito por J. E. Rivera en su novela La vorágine:
Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.
Se puede decir más, desde luego, pero no se puede negar que el «arranque» marca con absoluta claridad los tres ejes de desarrollo, a saber, la mujer, el azar y la violencia. Y esa es su gran virtud, la que hace de este arranque un inicio verdaderamente memorable.

El espíritu creador

El espíritu inquieto siempre intenta imaginar nuevos equilibrios, presentándose como desasosiego lo que sólo es frenesí creador. Si sientes que algo vivo se te revuelve dentro y no sabes qué es, piensa mejor en un pájaro. Piensa en él yendo de rama en rama, mientras canta y revolotea. En su continuo vagar vas viendo cómo va y viene, y cómo tan pronto sube como baja, hasta que de repente, en algún momento, se detiene y se posa en una rama, porque algo nuevo vislumbra. Imagínalo y retenlo un rato ahí arriba, asomado al vacío, mientras imagina para ti mundos que, como por encanto, surgirán pronto bajo tu mirada. No te preocupes por él, no esperará mucho ahí, porque no sabe de esperanzas. Las alas le llevan de un mundo a otro, eso significa volar. Así que fíjate y, si es posible, aprende. Poco ha tardado en abandonar la cómoda rama y lanzarse al vuelo libre en busca nuevos y arriesgados equilibrios. Cuando un destello fortuito le sorprende, su inspiración lo resuelve con un giro radical, al que le sigue un nuevo giro y después otro y otro más. Y así, con la misma agilidad con la que acude a los súbitos destellos, va sorteando los obstáculos. Al final él se va y por fin crees haber recuperado tu sosiego, pero lo que ahora te toca es observar. Así que observa, si puedes, el rastro que ha dejado en el aire. Era para ti y sólo tú puedes seguir el curso invisible de esas delicadas curvas, de las trazas y los pasillos que el pájaro ha creado. Piensa que, si no los aprovechas tú, nadie nunca más los descubrirá y esa creación se perderá. 

domingo, 15 de agosto de 2021

Una cita de T. S. Eliot

Brujuleando por ahí me he encontrado con una cita de la etapa postjuvenil de T. S. Eliot, en la que algún comentarista quiere ver un ejemplo palmario de cómo instala uno su discurso en la ambigüedad. Por lo visto, Eliot pasó de su etapa como doctorando en filosofía a su incipiente condición de crítico con manifiesta presunción escéptica ante cualquier análisis. Como ejemplo estaría nuestra cita, que aparecía al intentar responder a la cuestión de qué lenguaje podría ser el apropiado para describir una obra literaria. Respecto a este asunto la cita dice lo siguiente:
Comunicar impresiones es difícil; comunicar un sistema coordinado de impresiones es más difícil; teorizar demanda un gran ingenio, y evitar teorizar requiere una gran honestidad...  Además, existe la generalización, que suele sustituir tanto a las impresiones como a la teoría (The Education of Taste, Athenaeum, 1919).
Desde luego, si de lo que aquí se trataba era de encontrar ese lenguaje, no sería esa una tarea fácil, de creer en lo apuntado en el párrafo anterior. Para empezar, Eliot fija su atención en dos puntos clave, las impresiones y la teoría, con los que se consigue abarcar desde el proceso inductivo al deductivo, con vistas a detectar en su campo cualquier viso de conocimiento verdadero. Lo problemático del método es que aquí debe enfrentarse al hecho literario. Ganado el crítico de antemano por el escepticismo, la idea que ahí subyace, sin llegar realmente a expresarse, es que ni la comunicación de las impresiones ni la elaboración de una teoría crean un lenguaje solvente a la hora de valorar la materia literaria. Independientemente de lo que se buscase, lo que ahí se consigue, de hecho, es desarmar al crítico, pues se vienen a invalidar sus instrumentos, seguramente por considerarlos más propios del conocimiento científico. La tarea no es tan sutil, ya que todo se desmonta alegando complejidad excesiva y falta de recursos tales como el ingenio o la honestidad. Pero lo más curioso quizá del párrafo es ese modo de atrapar al teórico en una tensa aporía con la que se le enfrenta a la posibilidad de tener que verse bien como incompetente o bien como deshonesto, una carga de profundidad que no sabemos bien si también alcanza en su incumbencia a los científicos. Se diría que no queda más salida que dejar la teoría a la altura de las posibilidades «reales», es decir a medio camino entre el inalcanzable ingenio y una pretenciosa honestidad; por decirlo de un modo más radical, dejarla marcada a fuego por el interés y la mediocridad. Esto en lo que atañe a la teoría, pero, volviendo al asunto, todavía contempla otra posibilidad más de rehuir el método. Si entiendo bien, esa generalización a la que apela no es sino un modo de perder definitivamente pie, de renunciar a impresiones y teoría para así desembocar en el territorio mucho más socorrido de lo opinable. De este modo el escepticismo triunfaría sobre cualquier intento serio de de descripción de la obra literaria, dejando en absoluto desamparo a la verdad. La poca o mucha verdad que un hecho literario pueda albergar quedaría, por tanto, fuera del alcance de los instrumentos analíticos. Al no haber lugar para el aparato crítico, quedaría su estudio sumido en un lenguaje caracterizado por el oportunismo ocasional, la imprecisión generalizadora y la ambigüedad conceptual. No obstante, digamos para acabar que Eliot nunca renunció a su papel de crítico. Siempre según su criterio, claro está.

sábado, 14 de agosto de 2021

A dónde mirar

En la lectura de los anales me detengo y, cuando el porvenir —siempre tan imaginario— consigo retrasar, va la historia y ante mis ojos se repite.

viernes, 13 de agosto de 2021

Senderos solitarios

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Bosque de Urkamun (Erro)
Son días calurosos y hay que elegir con cuidado aquellos lugares por los que uno puede transitar sin sofocarse y quedarse agotado. Por suerte, los bosques todavía conservan suficientes rincones en los que ponerse a salvo de la chicharrina que nos asola. Pero no hay bosque genérico, no todos los bosques ofrecen lo mismo, no todos procuran la misma protección. Hay que buscarlos apartados, lejos del ruido y de la gente. Ni que decir tiene que esos bosques no están a la salida de casa: hay que desplazarse. De no hacerlo a lo sumo podrá uno conseguir algo de sombra en alguna de esas arboledas acorraladas de la ciudad, pero difícilmente llegará a tener la sensación de haber doblado definitivamente la esquina urbana y estar en un mundo distinto. Hay que ir bastante más lejos para sacar del oído el persistente rumor del tráfico urbano y el ruido de voces disonantes. En el bosque todo se presume distinto, pero antes es imprescindible aprender a escuchar cosas tales como los chasquidos y los murmullos. Claro que, si complicado es ya percibir esos sonidos sutiles, cualquiera se puede imaginar lo difícil que es descubrir tras ellos su origen. Hablo de agentes tan elementales como el agua y el viento, pero estoy pensando también de todos los habitantes, aparentemente invisibles, que habitan el bosque. No te van estos a salir al encuentro, no temas. Tienes que poner de tu parte. Así que, al entrar, lo primero que deberás hacer es mantenerte quieto, cerrar los ojos y aguzar el oído. Verás entonces cómo el silencio se irá poco a poco llenando de sonidos nuevos y desconocidos. Escucharás, a veces lejos y otras veces cerca, rumores anónimos, zumbidos insistentes, crujidos casi dramáticos, bufidos que parecen suspiros y de fondo melodías animadas por tímidos cantos. En ese momento es cuando te darás cuenta de que sus habitantes no andan muy lejos. Si quieres podrás incluso imaginártelos fabulosos, duendes quizás, pero lo más probable es que lo que se esconde ahí detrás sea un arrendajo o un jabalí que te sigue y te observa atentamente.
No es que no tengamos estas cosas por sabidas, pero cada bosque y cada sendero tienen al final su peculiaridad. Estamos en Urkamun, un paraje muy apartado del valle de Erro, camino de Zilbeti. Guiados por unas señales de senderos, nada más dejar el coche en un collado desde el que se baja a Zilbeti, nos adentramos esta vez por un amplio hueco porticado entre el ramaje. Tras cruzar poco después un portillo alambrado, comenzamos a alejarnos de la carretera y enfilamos por un sendero sombrío y solitario. La propia soledad del sendero va de algún modo atrapándonos y el silencio pasa a acompañarnos durante un buen rato. La que se ve ahí arriba es una imagen en la que, como en un espejo, se ve reflejada en cierto modo esa soledad y da cuenta de la sensación que nos embargaba a nuestro paso por ahí. Evidentemente no todo es soledad, la imagen es también prueba de que ha habido muchos intrusos antes que nosotros, de que ninguno ha sido rechazado por el bosque y de que a todos los ha recibido encantado en su seno. Tampoco parece que haya querido secuestrarlos. De hecho, al fondo se adivina una salida de emergencia hacia la luz. El encuentro temprano e inesperado con esa abertura, nos permite obtener otras perspectivas y situarnos respecto a los montes cercanos. Puede que la soledad sea sobre todo cosa nuestra, porque no cabe duda de que la zona ha sido transitada. Lo más probable es que los pinos y los robles, que vemos hoy exuberantes, hayan invadido antiguas praderas que hasta no hace tanto se desparramaban monte abajo por las laderas. Lo delata una enorme borda derruida y ganada por la maleza que nos sale al paso. Frente a ella encontramos una pequeña cima que nutre con algún manantial este remanso. Imagino al ganado pastando por estos altos y, a base de despejar el paisaje, supongo que aquello debió de ser un observatorio privilegiado para controlar el paso entre Erro y 
Esteríbar y el acceso a la capital aún lejana. Recuerdo que en otra ocasión llegamos hasta arriba y las ruinas que por allí encontramos apuntaban a una antigua fortificación. Los recientes pinares la habían desfigurado y, bajando por la solana de la montaña hasta el puerto, la han ocultado de quienes pasan por el cercano camino de carros.
Seguimos con la idea de que el pasado permanece enterrado a cierta profundidad, de que la historia está oculta bajo tierra, sin reparar en que es el paisaje reconstruido lo que a veces nos despista y nos impide ver las evidencias con claridad. De algún modo lo que el monte atrapa, somete y oculta, asistido por su dominante vegetación, pasa a una suerte de inmaterialidad en la que sobrevive relegado. A todo ese mundo, intuido como presente pero invisible, ya sólo le concedemos la condición de misterioso. El tiempo le ha ido imponiendo un progresivo letargo y lo ha despojado de su historia. Todo esto es muy de lamentar, porque, aunque la historia sea pequeña, siempre guarda, como muchas otras de lugares similares, su particularidad. pero eso no le libra a la mayoría de ellas de acabar hundidas en el olvido. De lo que cualquiera puede estar seguro es de que tanto éste como otros muchos bosques del Pirineo albergan parajes prácticamente desaparecidos. Hay ahí una dialéctica entre paisaje e historia y la evolución es siempre parecida: el abandono del lugar suele preceder a la desaparición de nuestra vista y también de la historia. A pesar de todo, algunas historias asociadas a esos lugares perviven en la memoria de la gente y llegan a conocerse como fábulas o leyendas y a hacerse célebres por sus protagonistas; de otras, como aquí es el caso, sólo quedan los muros arruinados, porque lo que pasó entre ellos sólo con el paso por los archivos se podría con algún fundamento rescatar.

jueves, 12 de agosto de 2021

Acabaremos liquidados

Como no es algo tangible, no llegamos a saber a ciencia cierta si el cerebro se nos está o no ablandando. No obstante, conviene prestar atención, porque se observan en él signos de fluidez cada vez más sospechosos. Hablamos de movimientos hacia posiciones relativas, con condiciones mudables y soluciones ligeras, que permiten encauzar la mente para que busque inmediato y feliz alivio en salidas especulativas. Evidentemente, todo esto representa para el preciado órgano gris un peligro muy cierto. No sería de extrañar que, empezando por los casos más extremos, esa brillante corona, desde la que desplegamos —no lo olvidemos— nuestras luminosas ideas, se acabe disolviendo para ganar otros mundos más versátiles y dóciles, quizá oscuros pero definitivamente líquidos.

Vuelos mágicos

Marc Chagall, La chute d'Icare, 1975
Centre Pompidou, Paris
Cuando los magos aterrizan —y la gravedad tarde o temprano así lo exige—, lo hacen en mullido, dejándose caer en la mansa cabeza de quienes creen que vuelan.

miércoles, 11 de agosto de 2021

Absortos en las pantallas

Miramos a las pantallas: las palabras ya sólo nos sirven escupidas como proyectiles, mientras las imágenes, cada vez más crueles y voraces, nos devoran.

martes, 10 de agosto de 2021

El pánico creador

Vamos viendo cómo todos los consejos, instrucciones y lecciones que se nos han prodigado desde la infancia, con mayor o menor éxito, desembocan no pocas veces en un inexplicable miedo a fallar. Se nos ha azuzado e inculcado el afán de saber, y se nos ha animado a cavar incansables en ese pozo insondable que es la ignorancia, aunque no por ello conseguimos hacer pie y lo peor es que tampoco se nos ha enseñado a flotar. Como no es nada fácil encontrar fondo, dejamos abierta la puerta al pánico y empezamos a temer que nunca daremos como zapadores la talla. En medio de todo esto, nos consuela al menos ver que, en ocasiones, soportar ese pánico al menos rinde frutos. Son frutos que pasan además por obras eruditas y estéticas, frutos sumamente reconocidos. Parte de nuestra cultura es fruto de ese temor, de esas agonías creativas. En los creadores de esas obras admirables se reconoce y celebra al visionario. Es él quien, gracias a sus cuadros científicos o artísticos, nos permite sentar pie, así como observar y conocer mejor el mundo. Con el punto de mira casi cegado por esas maravillas, a nadie le gusta reconocer que en algún momento ha habido ahí pánico, aunque por ese trance han debido de pasar con seguridad sus autores. De hecho, quien examina con atención esos cuadros no tarda en advertir que, por mucho que representen lo más granado de la ciencia y el arte, hay en ellos mucho de cuadro clínico. Es más que probable, por ejemplo, que no existirían ni los girasoles de Van Gogh ni la axiomática de Hilbert sin ese estado de temor y falta de confianza previo a declararse el pánico, tanto da si diagnosticado o no, si se trató de un trastorno fugaz como si acabó en locura sostenida.

lunes, 9 de agosto de 2021

Nada es irreversible

Sabemos que el tiempo es irreversible y guía nuestra marcha por la vida. Y a medida que marchamos, forzosamente, todos alguna vez tropezamos. Pero, al poco tiempo de tropezar, comprobamos con alivio que los daños sufridos en la caída son reversibles y que hemos sido capaces de recuperar nuestro estado anterior. Eso nos permite reiniciar nuestro camino, seguir con nuestra tarea y tener presente la experiencia para evitar en adelante esos daños. Las cosas empeoran, sin embargo, cuando los quebrantos físicos parecen de incierta recuperación y nuestro futuro queda momentáneamente suspendido y sujeto a promesas más o menos claras de cura. Al aumentar la escala del daño, aunque la esperanza no llegue a desvanecerse, sí que puede ir enturbiándose considerablemente. Hasta que llega por fin el día en que se nos anuncia que el mal con el que a duras penas convivimos es irreversible. Cuando llega ese caso, lo primero a tener en cuenta es que una cosa es convivir con el mal y otra muy distinta es dejarse secuestrar por él. Por tanto, a partir de ese momento, la consigna debe ser defenderse para evitar que su presencia física haga presa también en nuestra mente. Conviene además recordar que, por mucho que el tiempo sea irreversible, nuestra mente en ningún caso lo es. Nuestra mente es reversible; de hecho, es un vehículo que nos permite viajar por el tiempo. No se trata de un viaje en busca de mayores esperanzas, sino de uno que ponga a su debida altura a ese cuerpo amedrentado, glorioso soporte de nuestras anteriores peripecias. Y eso, cualquiera que sea actualmente su estado y todos los males que puedan aquejarlo.

domingo, 8 de agosto de 2021

Teobaldo

Hoy llamo desde aquí a los hijos del viejo reino. A ver, ¿quién de vosotros se acuerda del rey Teobaldo? Nos contaron glorias y proezas de su tío Sancho mientras visitábamos la Colegiata de Roncesvalles. Todo ello mientras nos mostraban la estatua yacente que reproduce su monumental figura yacente: más de dos metros, todos lo recordamos bien. Eso es lo único que queda del mausoleo original, del que fue encargado construir precisamente por su sobrino Teobaldo. Del fornido Sancho siempre han interesado más su destreza con las mazas frente a los almohades infieles y su historial bélico que las negociaciones políticas y los posteriores conciertos que alcanzó en Aquitania y Francia. De su sucesor, sin embargo, interesa realmente muy poca cosa, al punto de ser presentado casi como un extraño entre la realeza peninsular. Por si no bastara con ser originario de Champaña, están constatadas sus dotes de trovador y, para colmo, en langue d'oil. Para muchos de los que alardena como hijos del reino son estos unos atributos imperdonables. Es como contraponer la fuerza genuina de un gigante a la delicadeza cultivada de un duendecillo. Debido a nuestro gen republicano podríamos hasta excusar que se haya ninguneado a Teobaldo como rey, pero no vemos excusa para que no se nos hayan dado a conocer sus preciosas canciones. Pienso si no hubiera sido mejor reservar aquella admiración, que con tanto empeño se nos inculcó hacia Sancho, para dedicársela a Teobaldo, el trovador. Como de nada sirven esos halagos si no ofrezco pruebas de su pericia, ahora mismo las presentaré. Para ello voy a mostrar tan sólo una canción. Trata del unicornio y está basada en una leyenda medieval sobre esa rara criatura. Se decía en ella que sólo gracias a una doncella virgen se podía dar caza a esta fiera, aunque el procedimiento era sumamente singular. Se suponía que la criatura se sentía atraída por el pecho virginal de la doncella. Ella, exhibiéndose desnuda a plena luz, lo atraía hasta su seno y en el momento en que lo estaba amamantando es cuando por detrás surgía el caballero que acababa con el unicornio. Esa es justamente la escena que vemos en esta miniatura del Bestiario de Rochester de 1230.
Antes de pasar a la canción de Teobaldo, algo deberíamos decir sobre el propio unicornio y su valor simbólico. La iconografía disponible es muy antigua y amplia, pero en todas las representaciones se intenta destacar, junto a su elegancia, su salvaje poderío. Las interpretaciones sobre el episodio de su caza son también diversas. Algo alambicada y teológica es la cristiana que ve en él a Cristo, que rinde todo su poder en el regazo de la Virgen y de ese modo puede ser atrapado y reconocido por quienes le aman. Tampoco en las demás, particularmente en la tradición céltica, falta esa combinación de pureza e inocencia por un lado y de poder imbatible por otro. El episodio de la caza representaría la dificultad y el sacrificio supremo que supone para el hombre conjuntar esas dos facetas. Bien podría decirse, ya que tenemos a dos reyes en escena, que el caballero que busca en el unicornio a su imposible sucesor sería Sancho, mientras que el papel del unicornio le correspondería a Teobaldo, que se sacrifica como rey, tras acercarse a la corona. En realidad es el mismo Teobaldo el que afirma serlo, pero no tal y como yo lo acabo de interpretar sino con un sesgo amatorio más acorde con la versión tradicional.
Fijémonos con atención, si no, en la letra de la canción, cuya traducción aproximada podría ser la siguiente:

Soy como el unicornio
extasiado ante la doncella
de la que no despega sus ojos.
Ella siente tan dulce malestar
que cae inconsciente en su regazo
cuando a él se le mata a traición.
Y muerte parecida me dan
los amores y mi dama en verdad:
tienen mi corazón y no lo puedo recuperar.

Para completar la presentación, aquí tenemos como suena


Unicorne, Thibaut de Champagne, Le Chansonnier du Roi, s. XIII.
Interpretado por Faun, del album Totem.

sábado, 7 de agosto de 2021

Entender y dar a entender

Está demasiado extendido eso de llenarse la boca con la memoria interesada de los tiempos antiguos, tan utilizada últimamente para adornar la historia y llenarla de falsos méritos a fin de exhibirlos como fastos nacionales. De ella se suelen expurgar, sin embargo, todos los hechos y nombres que, aun siendo en su día sumamente importantes, malamente sintonizan con el imaginario que mueve en la actualidad a las bandas, las tribus, los partidos o los medios de comunicación social. Tener interiorizado un imaginario con héroes de leyenda y cuadros de batalla es mucho más económico que poseer un ideario cargado de citas imprescindibles y otro material de biblioteca. Si podemos imaginar, no hay necesidad de entender con detalle cómo y por qué sucedió. Es más sencillo extender y levantar el cuadro viejo como si fuera un estandarte, y ponerlo a continuación de fondo para que emulemos ante él a sus viejos actores. En vez de entender, damos de ese modo a entender que ahora todos somos protagonistas y que además está sucediendo ante nuestros ojos exactamente lo mismo que, según el cuadro cuenta, entonces sucedió. Obviamente, existe una gran diferencia entre entender y dar a entender algo. Aunque ambas acciones actúen sobre la memoria, a la hora de comparar el resultado, no vale lo mismo lo que se ha entendido que lo sobreentendido. Lo primero quiere ser obra constructiva, de asimilación e interpretación de los hechos, lo segundo es más bien un recurso para fomentar el recreo o hacer propaganda, según convenga, y en definitiva para buscar la movilización del público. El respeto a la verdad que prima en el primer caso es postergado, en el mejor de los casos, en favor de una sintonía efectiva y un modo de hurgar en los resortes emocionales que mueven la sensibilidad colectiva. Es posible que la historia no sea una sucesión lineal sino que tienda a recrearse en ciclos. De hecho tenemos la sospecha de que ciertos hechos nunca llegan a ser del todo novedosos, que una y otra vez se repiten. Ahora bien, podemos afirmar que, a través de los siglos, los protagonistas nunca son los mismos. Y el resultado tampoco.

viernes, 6 de agosto de 2021

El peso muerto

Para los que seguimos vivos nuestros muertos representan de algún modo una historia fallida, no sólo por truncada sino porque nos trae el doloroso recuerdo de lo que no hicimos, de lo que no cumplimos y de lo que ya nunca compartiremos con ellos. En la medida en que los amamos, se arrastra para siempre un lastre y ese lastre puede ser tal que hay quien simplemente por sobrevivirles ya se siente culpable. 
Viene esto a cuento de una encontrada en una novela de Iris Murdoch. Refleja el momento en que la protagonista evoca a su marido muerto en estos términos: «Es imposible llegar a estar definitivamente en paz con los muertos (a menos que queramos hacer pasar por paz la indiferencia o el olvido): no pueden condenarnos, pero tampoco pueden perdonarnos, no tienen conocimientos para ello, ni fuerza, ni poder. Solo pueden existir como preguntas y como cargas y como dolores y como extraños objetos de amor» (Monjas y soldados, p. 564).

jueves, 5 de agosto de 2021

Breve autocrítica

No sé por qué lo hago, ni siquiera sé si merece la pena hacerlo. Pero me sale así, y no puedo evitarlo. Sé bien que el tonillo profesoral arma el solito el discurso, pero también sé que el discurso así compuesto deja de ser una declaración vital para convertirse en un argumento. Sé, por último, que suena bien, que es muy sonoro, pero lo es porque resuena en él el eco de otros. Aunque para quien lo lee deje pronto de resonar, el discurso continúa en el mismo tono y eso es justo lo que lo hace aburrido, repetitivo, carente de chispa y de autenticidad. 

Un país languidece, se desmiembra y entonces surge la diáspora

Hay palabras que vuelven a renacer cuando el contexto social las hace propicias. Esa ocasión llega cuando sólo ellas son capaces de describir de forma eficaz una situación, una idea, un objeto. La palabra que traemos concretamente a colación, diáspora, quiere describir a una población, a una población errante para ser más exactos. Ya sabemos que en primera acepción esta palabra se refiere al pueblo judío. Pero el infortunio provocado por la dispersión de multitudes, de pueblos enteros arrancados de su entorno de siempre, se ha ido extendiendo por todo el globo, lo que justifica la segunda acepción del diccionario: Dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen. Con cierta precipitación se atribuye este efecto a la globalización. Sin embargo, debemos tener en cuenta que ese efecto tiene su causa en la movilidad. Por eso es preciso distinguir entre los casos en que el movimiento se produce por voluntad propia y aquellos en que es producto que del peligro físico o de la necesidad. Pongamos por delante la necesidad, pues pienso que es sin duda la primera causa del aumento mundial del número de desplazados y consecuentemente de la diáspora. Conviene aquí una segunda distinción: no es lo mismo población desplazada que diáspora. La diferencia radica en el peso que se le concede por dicha población a su país de salida. En la diáspora se pone especial énfasis en el país, porque sus miembros están persuadidos de que ha actuado como foco de la dispersión. La diáspora tiene muchos gentilicios mientras que el desplazamiento parece (aunque nunca lo es) apátrida. Por otro lado, no debemos olvidar que la necesidad, como la economía familiar o individual, es muy variada, lo que hace que el abandono del entorno original casi nunca sea concertado, que, más allá de esos núcleos, rara vez abandonen su tierra natal clanes enteros o poblaciones organizadas. El embarque en el Mayflower, en busca de una tierra de promisión, tiene una carga mesiánica o milenarista que no es lo más frecuente hoy. En general, la gente sale con el fin de buscarse la vida y, a veces, simplemente de salvarla, de sobrevivir. A diferencia de esas comunidades que la religión logra compactar como células sociales, la salida se hace ahora de manera individual o familiar. No existe plan concertado y no siempre alguien les espera donde van. Al final son muchas las circunstancias que hacen fortuito el punto de llegada. Eso provoca una dispersión geográfica de los desplazados y justo a esa dispersión es a la que la palabra diáspora hace referencia. En todo caso, la diáspora no es mero desplazamiento, habla también, y muy fundamentalmente, de la supervivencia cultural. Cualquier desplazamiento obliga a la población recién llegada a desenvolverse en unas condiciones sumamente problemáticas cuando se trata de mantener en tierra extraña el estilo de vida que en su tierra tenía por propio y habitual. Las dificultades de asentamiento, con el idioma como primera barrera, repercuten de forma desfavorable en la cultura que traen, en aquella en la que hasta su salida han vivido. El momento crucial se da cuando de ser extraños en el lugar de acogida pasan a sentirse extraños a sí mismos. La pérdida de arraigo y la sensación de haber aterrizado en lo que para muchos no deja de ser «ningún lugar» son crecientes. Para los que no se adaptan, el cambio les supone quedar a la deriva, sin anclaje que los retenga. Hay veces, no obstante, en que se consigue crear comunidades de origen, con las que se palía esa sensación de desamparo y se hace germinar un espíritu de resistencia, fácilmente mudable a régimen de defensa. El problema es que esta fórmula pronto presenta algunos problemas. El efecto burbuja, que estas comunidades generan de forma natural, tiende a idealizar lo que se dejó atrás, la arcadia original, y eso hace que se vaya creando entre sus miembros una imagen idílica, cuando no prevalente, de sus señas originales. Se refuerza de este modo la identidad en torno a una pérdida más que en torno a un país, de cuya situación y hasta de su geografía se han perdido referencias, con todo lo que eso supone. Los mayores comprueban cómo las costumbres que allá se practicaban resultan inapropiadas en sus nuevos lugares de acogida e incluso pueden ser vistas como prácticas estrafalarias o como fórmulas folklóricas. Ante esto todos oponen los vínculos solidarios recién creados con el fin de mantener y reforzar el carácter de comunidad. Si se fomenta el particularismo, pronto puede aparecer la sensación de extraterritorialidad, de no saber dónde se vive, y eso hace que, con frecuencia se pierda pie respecto a la realidad. Esa pérdida del sentido de la realidad se produce, además, en un doble sentido: tanto respecto al lugar de acogida como al de proveniencia. Al final, elegir ese limbo como una posición desde la que prosperar no parece lo más acertado, a pesar de que el régimen defensivo haya creado una extraña y virtual sensación protectora. A menos que la economía propulse a esa comunidad a una posición de privilegio, vivir en esos limbos es un modo de condenarse a vivir en la periferia perpetua. No digo que no llegue el día en que la periferia, por su peso económico o su fuerza demográfica, no pueda adquirir de nuevo un papel decisivo. Pero hoy por hoy la periferia queda lejos de donde se generan las decisiones que afectan a todos los desplazados. Y esto afecta también a la gente que aún siente vivo su origen y muestra su orgullo por ser parte de una ilustre y reconocida diáspora.