Vamos viendo cómo todos los consejos, instrucciones y lecciones que se nos han prodigado desde la infancia, con mayor o menor éxito, desembocan no pocas veces en un inexplicable miedo a fallar. Se nos ha azuzado e inculcado el afán de saber, y se nos ha animado a cavar incansables en ese pozo insondable que es la ignorancia, aunque no por ello conseguimos hacer pie y lo peor es que tampoco se nos ha enseñado a flotar. Como no es nada fácil encontrar fondo, dejamos abierta la puerta al pánico y empezamos a temer que nunca daremos como zapadores la talla. En medio de todo esto, nos consuela al menos ver que, en ocasiones, soportar ese pánico al menos rinde frutos. Son frutos que pasan además por obras eruditas y estéticas, frutos sumamente reconocidos. Parte de nuestra cultura es fruto de ese temor, de esas agonías creativas. En los creadores de esas obras admirables se reconoce y celebra al visionario. Es él quien, gracias a sus cuadros científicos o artísticos, nos permite sentar pie, así como observar y conocer mejor el mundo. Con el punto de mira casi cegado por esas maravillas, a nadie le gusta reconocer que en algún momento ha habido ahí pánico, aunque por ese trance han debido de pasar con seguridad sus autores. De hecho, quien examina con atención esos cuadros no tarda en advertir que, por mucho que representen lo más granado de la ciencia y el arte, hay en ellos mucho de cuadro clínico. Es más que probable, por ejemplo, que no existirían ni los girasoles de Van Gogh ni la axiomática de Hilbert sin ese estado de temor y falta de confianza previo a declararse el pánico, tanto da si diagnosticado o no, si se trató de un trastorno fugaz como si acabó en locura sostenida.
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