jueves, 5 de agosto de 2021

Un país languidece, se desmiembra y entonces surge la diáspora

Hay palabras que vuelven a renacer cuando el contexto social las hace propicias. Esa ocasión llega cuando sólo ellas son capaces de describir de forma eficaz una situación, una idea, un objeto. La palabra que traemos concretamente a colación, diáspora, quiere describir a una población, a una población errante para ser más exactos. Ya sabemos que en primera acepción esta palabra se refiere al pueblo judío. Pero el infortunio provocado por la dispersión de multitudes, de pueblos enteros arrancados de su entorno de siempre, se ha ido extendiendo por todo el globo, lo que justifica la segunda acepción del diccionario: Dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen. Con cierta precipitación se atribuye este efecto a la globalización. Sin embargo, debemos tener en cuenta que ese efecto tiene su causa en la movilidad. Por eso es preciso distinguir entre los casos en que el movimiento se produce por voluntad propia y aquellos en que es producto que del peligro físico o de la necesidad. Pongamos por delante la necesidad, pues pienso que es sin duda la primera causa del aumento mundial del número de desplazados y consecuentemente de la diáspora. Conviene aquí una segunda distinción: no es lo mismo población desplazada que diáspora. La diferencia radica en el peso que se le concede por dicha población a su país de salida. En la diáspora se pone especial énfasis en el país, porque sus miembros están persuadidos de que ha actuado como foco de la dispersión. La diáspora tiene muchos gentilicios mientras que el desplazamiento parece (aunque nunca lo es) apátrida. Por otro lado, no debemos olvidar que la necesidad, como la economía familiar o individual, es muy variada, lo que hace que el abandono del entorno original casi nunca sea concertado, que, más allá de esos núcleos, rara vez abandonen su tierra natal clanes enteros o poblaciones organizadas. El embarque en el Mayflower, en busca de una tierra de promisión, tiene una carga mesiánica o milenarista que no es lo más frecuente hoy. En general, la gente sale con el fin de buscarse la vida y, a veces, simplemente de salvarla, de sobrevivir. A diferencia de esas comunidades que la religión logra compactar como células sociales, la salida se hace ahora de manera individual o familiar. No existe plan concertado y no siempre alguien les espera donde van. Al final son muchas las circunstancias que hacen fortuito el punto de llegada. Eso provoca una dispersión geográfica de los desplazados y justo a esa dispersión es a la que la palabra diáspora hace referencia. En todo caso, la diáspora no es mero desplazamiento, habla también, y muy fundamentalmente, de la supervivencia cultural. Cualquier desplazamiento obliga a la población recién llegada a desenvolverse en unas condiciones sumamente problemáticas cuando se trata de mantener en tierra extraña el estilo de vida que en su tierra tenía por propio y habitual. Las dificultades de asentamiento, con el idioma como primera barrera, repercuten de forma desfavorable en la cultura que traen, en aquella en la que hasta su salida han vivido. El momento crucial se da cuando de ser extraños en el lugar de acogida pasan a sentirse extraños a sí mismos. La pérdida de arraigo y la sensación de haber aterrizado en lo que para muchos no deja de ser «ningún lugar» son crecientes. Para los que no se adaptan, el cambio les supone quedar a la deriva, sin anclaje que los retenga. Hay veces, no obstante, en que se consigue crear comunidades de origen, con las que se palía esa sensación de desamparo y se hace germinar un espíritu de resistencia, fácilmente mudable a régimen de defensa. El problema es que esta fórmula pronto presenta algunos problemas. El efecto burbuja, que estas comunidades generan de forma natural, tiende a idealizar lo que se dejó atrás, la arcadia original, y eso hace que se vaya creando entre sus miembros una imagen idílica, cuando no prevalente, de sus señas originales. Se refuerza de este modo la identidad en torno a una pérdida más que en torno a un país, de cuya situación y hasta de su geografía se han perdido referencias, con todo lo que eso supone. Los mayores comprueban cómo las costumbres que allá se practicaban resultan inapropiadas en sus nuevos lugares de acogida e incluso pueden ser vistas como prácticas estrafalarias o como fórmulas folklóricas. Ante esto todos oponen los vínculos solidarios recién creados con el fin de mantener y reforzar el carácter de comunidad. Si se fomenta el particularismo, pronto puede aparecer la sensación de extraterritorialidad, de no saber dónde se vive, y eso hace que, con frecuencia se pierda pie respecto a la realidad. Esa pérdida del sentido de la realidad se produce, además, en un doble sentido: tanto respecto al lugar de acogida como al de proveniencia. Al final, elegir ese limbo como una posición desde la que prosperar no parece lo más acertado, a pesar de que el régimen defensivo haya creado una extraña y virtual sensación protectora. A menos que la economía propulse a esa comunidad a una posición de privilegio, vivir en esos limbos es un modo de condenarse a vivir en la periferia perpetua. No digo que no llegue el día en que la periferia, por su peso económico o su fuerza demográfica, no pueda adquirir de nuevo un papel decisivo. Pero hoy por hoy la periferia queda lejos de donde se generan las decisiones que afectan a todos los desplazados. Y esto afecta también a la gente que aún siente vivo su origen y muestra su orgullo por ser parte de una ilustre y reconocida diáspora.

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