Para los que seguimos vivos nuestros muertos representan de algún modo una historia fallida, no sólo por truncada sino porque nos trae el doloroso recuerdo de lo que no hicimos, de lo que no cumplimos y de lo que ya nunca compartiremos con ellos. En la medida en que los amamos, se arrastra para siempre un lastre y ese lastre puede ser tal que hay quien simplemente por sobrevivirles ya se siente culpable.
Viene esto a cuento de una encontrada en una novela de Iris Murdoch. Refleja el momento en que la protagonista evoca a su marido muerto en estos términos: «Es imposible llegar a estar definitivamente en paz con los muertos (a menos que queramos hacer pasar por paz la indiferencia o el olvido): no pueden condenarnos, pero tampoco pueden perdonarnos, no tienen conocimientos para ello, ni fuerza, ni poder. Solo pueden existir como preguntas y como cargas y como dolores y como extraños objetos de amor» (Monjas y soldados, p. 564).
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