lunes, 23 de agosto de 2021

El intranquilo

A finales de septiembre de 2019 presentaba el pintor (además de escultor) G. Garouste, en Chambon-sur-Lignon bajo el título genérico de L'école des prophètes, una nueva exposición de su obra. Lo hizo en el Lugar de la Memoria de esta localidad de Auvernia, porque con su obra quería rendir homenaje a los justos, a todos aquellos vecinos que tuvieron el coraje de acoger durante la Segunda Guerra Mundial a miles de judíos perseguidos.
Gérard Garouste, Le sage et la tempête, 2014

La historia personal de Garouste es, sin embargo, bien distinta. En su autobiografía L'intranquille, presentada con motivo de la exposición el pintor confiesa: «Soy el hijo de un cabrón que me amaba. Mi padre era un comerciante de muebles que hacía acopio de propiedades de judíos deportados. Palabra por palabra tuve que desmontar el gran engaño que fue mi educación». Quién sabe si estos hechos fueron los que lo llevaron a convertirse posteriormente al judaísmo. Fuera lo que fuera, en todo caso su obra contiene una variada muestra de simbología bíblica y talmúdica. De hecho, algunos de sus cuadros nos traen a la memoria los de Chagall, con sus rabinos y toda aquella corte de figuras levitantes. No obstante, cambia bastante el tono aquí, más dramático que mágico. Pero, viendo su obra, tampoco puede decirse que la religión haya sido un corsé en su libertad creativa. Con todo, hay quien, urgido por dar explicaciones, la encuadra en una corriente posurrealista, a pesar de que no es fácil encontrarle ahí parientes o antecedentes. Si es pintura figurativa, lo es también de un modo bastante peculiar. Aparecen figuras, desde luego; pero son figuras recreadas combinatoriamente con piezas de otras convencionales. Además, cuando las originales se mantienen, se las ve sometidas a desgarros y deformaciones, como si hubieran sufrido una suerte de anamorfosis. Habiendo figuras, de un modo u otro apelan a un discurso y tiene que haber tema. Y de lo que no cabe duda es de que los mitos y leyendas, los textos en definitiva, han sido para él una fuente de inspiración permanente. A este respecto, le oigo manifestar en una entrevista que él de lo que parte siempre es de un tema y que con ese tema acude al lienzo esperando que el cuadro final ofrezca múltiples vías de solución. Para el espectador la cuestión, al abordar el cuadro, puede resultar bien distinta: es el cuadro el que debe invitarle a entrar en el tema. Le tocará a él después, bajo el estímulo de las imágenes, encontrar su propio camino, su interpretación del tema. En su registro están textos y símbolos recogidos de distintas tradiciones y están igualmente los números. Con ellos tan pronto propone y anima personajes como pasa a incorporarlos a una cábala de su invención.
Escribo en las obras terminadas letras y cifras, un código secreto que me divierte y que he aprendido de un viejo sistema de escritura babilónica, el cual me permite clasificarlas y situarlas en el tiempo. Estos signos puestos juntos formarán un día una frase de cincuenta letras, que no digo, que suena como una metáfora de mi vida. Hay detrás de este jueguecito el viejo fantasma bueno del artista que quiere creer que todo tendrá sentido después de la muerte, que dejará una huella.
De entre los cuadros presentados en aquella exposición, ha sido el de arriba el que me ha llamado especialmente la atención. Evoca probablemente la llamada de atención del profeta, del hombre sabio, ante la llegada de una inminente tempestad. La atmósfera es de desesperación, como en El grito de Munch, pero sin tanto paroxismo, sin aquel delirio. No es Garouste de los que cree que pueda ser el delirio lo que dé sentido a la voz, a la llamada. «El delirio no desencadena la pintura, y lo inverso tampoco es cierto. La creación exige fuerza», afirma en su escrito. Sobrada fuerza sostiene ahí el grito, pero no creo que ahí el grito se dirija al espectador sino directamente al cielo. Es un aviso, pero también una plegaria. Detrás el terrible vendaval azota sin piedad las destrozadas velas de la nave, que parece condenada por el cielo a sucumbir. En el fondo del cuadro se confunden los últimos brillos del sol con las desgarradas telas, pero lo que sin duda prevalece y centra nuestra atención es ese tétrico azul en el que parece adivinarse una figura dispuesta a devorar la frágil embarcación. Es evidente, pues, que hay tema, y que ese tema bien podría ser el propio cielo, gravitando y haciendo con la tempestad historia. Al margen del sabio, el fondo revela mucho más. Revela el empleo de una técnica depurada y bien novedosa. Es verdad que no le parece objeto de preocupación, pues ha afirmado: «no es la técnica lo interesante, sino la libertad que ofrece». He oído también de su devoción por El Greco y Tintoretto. Desde luego su paleta de azules nos los recuerda, no tanto la pincelada que, sin estar falta de delicadeza, está aquí cargada de una energía devastadora, tremenda. Con todo estos factores, el conjunto resulta verdaderamente vibrante y su mensaje tiene algo de agónico. Pero, hay como para preguntarse ¿cuál es? Quizá la explicación está en nuestro entorno. Deberíamos darnos por avisados de que nuestra barca acomete hoy una difícil singladura y que las tempestades intolerantes, las mismas que nos hicieron naufragar en otros tiempos y llevar a un horrible destino a tantos, vuelven. Dicho esto, me parece interesante finalizar con un extracto más de su autobiografía. En él combina a la perfección el destino del loco y el sabio, y ayuda en encontrarle una más clara significación al cuadro que me ha servido de principio inspirador e como ilustrador de su obra.
Soy pintor porque mis manos han hecho mi fuerza, porque unos lienzos potentes y bellos me han convencido que había una vía para mí. Pero no me fío de la belleza, es un bluff, una manipulación que puede dejar totalmente pasivo al que la mira. Prefiero sugerirle una cuestión... El loco habla solo, ve signos y cosas que los otros no ven. Quiero pintar lo que no se dice. Y si el loco molesta, quiero que el pintor derrape. 

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