Se pasean por provincias para descubrir de qué país forman parte y todo les sorprende. Para ellos somos de usos y costumbres añejos, gente demasiado sobria. Todo lo que encuentran a nuestro alrededor les resulta rústico y atrasado, a su juicio un mundo inhabitable. Prefieren el regalarse la vista con el espléndido paisaje que acudir al sombrío paisanaje en el que, además, apenas consiguen reconocerse. Con ese espíritu recorren, de asombro en asombro, los rincones de una geografía que, sin embargo, tienen por absolutamente propia, al menos legalmente. Marchan por ella cautelosos y atentos en busca de algún lugar paradisíaco y, si lo encuentran, les da por soñar con una casa o, mejor, con una mansión palaciega repleta de sirvientes y criados. A ella traerían la civilización, los adelantos de los que ya disfrutan en la capital. Es difícil para ellos entender que esos adelantos son el rentable fruto que ha provocado la huida de mucha gente que vivía arrinconada por esos pagos. Ante un prado verde y fragante se llevan las manos a la cabeza, no paran de extasiarse y de decir que están viendo maravillas, justo donde los naturales sólo ven servidumbres. Algunos llevan luego sus hallazgos a los periódicos, con el mismo énfasis y parecido ánimo con el que Livingston presentaba en la Geographical Society sus excursiones por África. A los que vivimos por aquí nos cansa saber dónde están «los diez pueblos más fascinantes», «la catarata más alta», «la travesía más peligrosa del cañón más profundo en el rincón más recóndito del más apartado valle de...». Nos aburre sobremanera la desmedida titulación que se concede a lugares que para nosotros sólo son el escenario diario de nuestro esfuerzo. Además, en ese plan suyo publicitario, todo acaba por sonar a descubrimiento y primicia, cuando no a difusión y aprovechamiento. Es curioso, o quizá no tanto, que en su relato se echen en falta casi siempre las voces y opiniones de los naturales, de los nativos o aborígenes cabría decir mejor. Afables y confiados, siguen estos esperando lo mejor de quienes pasan frente a sus casas. Les bastaría con obtener su respeto, pero ni siquiera se paran a saludarlos, como si lo que ven de pie junto a la puerta fueran especímenes humanoides. No contentos estos exploradores con haber creado para esa gente una especie de su invención, se dedican a rebajarla y ningunearla. De ser necesarios, lo serían como sirvientes mansos, aunque siempre tomados con precaución, porque entre ellos a veces asoman ejemplares rebeldes e incorregibles, de propósitos temibles. Tras el viaje, los que no pueden sentar cátedra lo intentan en su círculo ciudadano donde cuentan que el maravilloso marco natural que recién allá lejos han descubierto ganaría mucho en ausencia de sus inquietantes humanos. Declaran sin mayor reparo que para el visitante son estas criaturas peligrosas y para la belleza del paisaje perfectamente prescindibles.
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